Vicente Verdú
Los mejores poemas de amor son los que cantan la ausencia y las más cautivadoras canciones románticas son aquellas que remiten a la imposibilidad o a la pérdida.
El vacío es el lujo del arte.
La magia de lo invisible caracteriza a la pintura que excepcionalmente consigue suscitarlo. El valor crece a partir del valor de lo imaginado y la presencia se comporta sólo como un pretexto, cuanto más exacto mejor, de un universo inasible.
La arquitectura representa elocuentemente esta ecuación. La creación del espacio en arquitectura es la producción de una atmósfera intangible, presentida, inconsumible. El espacio se comporta como el aliento de lo que no podrá ver nunca y vivirá unido a nuestra aura. Con el espacio en buenas condiciones mejoramos nuestras condiciones. ¿Cuáles? Todas las innombrables, las principales.
Pero igualmente, la vida en general se desarrolla gracias a sus carencias, gana energía e interés a partir del deseo insatisfecho o de la ilusión no consumada y su trascendencia se sostiene en pie gracias a su sinsentido.
La negación, el dolor, el mal, el vacío, son creadores insignes. Altamente activos.
Todo lo que proviene del bien absoluto se consolida en su propia obviedad mientras la parte maldita, y tanto más cuanto más arbitrario se presenta, es la materia prima del conocimiento creativo. ¿La gloria? No hay nada tan confortable y a la vez demoledor. ¿La felicidad? No hay nada más dulce y simultáneamente más inverosímil. El dolor, sin embargo, es consistencia, biología.
La falta de dolor es subónimo de indolencia. La indolencia lleva a la inacción y su mayor pasividad a la ataraxia. Ataraxia o asíntota de la muerte.
Paradójicamente la ausencia de dolor -o el ataque de un dolor insufrible, igualable al desvanecimiento- conduce a la nada mientras su indeseadas e imprevistas visitas acentúan, como una ley radical, la oportunidad física y espiritual de recrear el mundo.