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Una pedagogía del dolor

Perdón por la demora, pero ya se sabe cómo son las cosas durante los viajes: el hombre propone y el reloj dispone. Anoche estuve en el Instituto Cervantes de Utrecht, presentando la edición holandesa de Kamchatka. Mi editora, Nelleke Geel, tuvo la idea de convertir la presentación en una suerte de reportaje público; y tuvo además la ocurrencia sublime de juntarme con Alejandra Slutzky, a quien yo no conocía entonces -y a quien nunca, por cierto, podré ya olvidar.

Alejandra es menuda, de un hablar tranquilo y pausado que no significa ausencia de coquetería: es de las mujeres que sólo recurren a sus gafas cuando les resulta imprescindible. Nelleke pensó en ella porque es argentina y vive en Holanda desde hace casi 30 años. Le pareció la interlocutora ideal, además, en su condición de autora de un libro que lleva un título de inequívocas resonancias bergmanianas: El Silencio. En ese libro, Alejandra recrea su experiencia como hija de desaparecidos y refugiada politica. Mientras esperábamos que se hiciese la hora de comenzar, me contó los pormenores de su llegada a Holanda: tenía 14 años, apenas, y cargaba con un hermano menor de 13. Llegaron de la mano de una amiga de su padre, y pronto se quedaron solos. No conocían a nadie, por lo que terminaron en manos de la asistencia pública. Y no sabían una sola palabra del idioma que, créanme, no es lo que se dice fácil.

Durante toda la presentación tuve que hacer un esfuerzo para lidiar con la emoción. Yo, que siento un nudo en la garganta apenas le ocurre algo a uno de mis personajes imaginarios, no podía dejar de pensar en el grado de sufrimiento real que había experimentado, y en buena medida todavía experimenta, la persona que estaba sentada a mi izquierda. Porque aun cuando la soledad ya no sea tal, y tampoco el desarraigo, Alejandra -eso imagino, al menos- debe seguir sintiéndose huérfana.

Cuando todo terminó, nos vimos separados por un mar de gente. Pero al rato se las arregló para encontrarse otra vez conmigo, y me preguntó si me había hecho sufrir mucho con su curiosidad, con sus observaciones, con sus comentarios. (Se ve que no logré disimular la emoción tan bien como hubiese querido; y a mí que me gusta jugarla de Bogart!) En ese caso, dijo, quería pedirme disculpas. Se me ocurrió entonces que sólo alguien que ha sufrido mucho puede ser tan sensible al dolor ajeno; y que sólo alguien de buen corazón utiliza esa sensibilidad no para dominar o explotar al otro, sino para consolarlo.

Alejandra escribió El Silencio en el idioma de Holanda. Ojala encuentre quien se lo traduzca y edite en español. Sería un poco de justicia, nomás; una forma de regresar a casa.

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2 de febrero de 2007
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EL PARÁSITO

La constatación de que un mismo intervalo de tiempo produce sensaciones diferentes sobre su duración  revela algo más que una percepción subjetiva. Meses como el pasado de enero se eternizan y otros discurren veloces como un soplo no sólo para un sujeto sino para una comunidad y un entorno más o menos próximos.

Con  esta repetida verificación frecuente se llega a intuir que el tiempo no pasa desentendido de nosotros como en ocasiones sentimos con dolor, sino que necesariamente nos pasa y es nuestra densidad o grado de rarificación personal que determina una aceleración u otra.

El tiempo se manifiesta así como un elemento que se define y decide a través de la incorporación física, tratando con nuestro cuerpo, sus órganos y sus sentidos.

Quizás el tiempo procede de una fuente remota y metafísica pero para existir realmente nos necesita.

Siempre nos quejamos de la falta de tiempo, nos rebelamos contra su brevedad o contra la tiranía a que nos somete pero, en realidad, el tiempo nos requiere con más ahínco que nosotros a él. Sólo en apariencia, existimos gracias al tiempo o dentro del tiempo. En esencia, sin embargo, el tiempo es el parásito interior desde donde sorbiendo poco a poco nuestro ser nos asesina.

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2 de febrero de 2007
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Indios buenos, indios malos

A continuación, una caracterización de la cultura maya según el antropólogo Mel Gibson, tal y como él la plasma en su película Apocalypto:

1. Hay indios buenos e indios malos. Los buenos exhiben un pícaro sentido del humor y una solidaridad a prueba de lanzas. Tienen la conciencia tan limpia que, incluso cuando alguien les pone un cuchillo en el cuello, mantienen el ánimo en alto y dicen cosas sabias como “Hijo mío, nunca vivas con miedo”. Los indios malos, en cambio, son malísimos: violan a las mujeres, queman los poblados y disfrutan con el sufrimiento que causan. Cuando no les dejan matar a alguien, hacen un berrinche. Como muestra de cariño, se meten cuchillos en los ojos. Pues bien, los mayas son de los malos.

2. Los mayas son tan malos que su espectáculo más popular es arrancarle el corazón en público a la gente. El sacerdote azuza al público, que celebra cada pecho abierto como si fuera un gol del Real Madrid. La parte que más les divierte es el momento en que asan los corazones arrancados. Gente linda. El más villano de todos es el sacerdote. En un momento, cuando ya no quiere matar más esclavos, su asistente le pregunta:

-¿Y qué hacemos con los que sobran?

Él pone cara de mafioso y responde:

-Deshazte de ellos.

Sólo le falta añadir: make my day, baby.

3. A los mayas les encantaba La guerra de las galaxias. Su sacrificio en la pirámide parece una escena en el castillo de Jabba el Hut, con jorobados, contrahechos y una amplia gama de fenómenos de la naturaleza. Los guerreros, por su parte, llevan peinados, pinturas y cascos de diseño que le habrían dado envidia a Darth Vader. También deben haber sido aficionados a las películas del Oeste, ya que se ponen nombres como Musgo Colgante o Tortugas Corren.

4. Bien por su afición al cine de acción o bien por el favor de los dioses, los indios buenos salen indemnes de cualquier catástrofe. El protagonista va a ser sacrificado, pero justo en ese momento hay un eclipse de sol y se salva. Está a punto de ser alcanzado por un puma y por un guerrero a la vez, pero el puma salta sobre el guerrero. Salta por una catarata y queda ileso. Tras 45 minutos de persecución, cuando llega a la playa y ya no le queda escape posible, aparecen los españoles y todo el mundo se olvida de él.   

5. La conclusión más evidente de la película es que los mayas se merecían la conquista. La llegada de los españoles es profetizada por una niña enferma cuya madre está muerta, a la que los mayas maltratan sin miramientos de todos modos. Las señales de la profecía van apareciendo durante la cacería al esclavo fugitivo. Ya para entonces, estamos de acuerdo con el epígrafe: “las grandes civilizaciones sólo son destruidas desde afuera cuando ya se han destruido por dentro”. En los últimos minutos, cuando vemos desembarcar a los españoles, realmente queremos que alguien les dé una buena tunda a esos salvajes.   

Nunca había reflexionado sobre los mayas desde este punto de vista. Siempre es una suerte que llegue un americano a ilustrarnos sobre lo bestias que éramos. En comparación, ahora debemos ser un prodigio de civilización.

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2 de febrero de 2007
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SANTOS DE ARMAS TOMAR

Quiero también recordar que hay santos que llegada la hora, no han despreciado el uso de la espada para defender la fe. Sucede con Santiago Apóstol, santo militar por antonomasia. Los conquistadores acorazados que subieron desde Veracruz en busca de la gran Tenochtitlán en 1519, antes que a Hernán Cortés llevaban como capitán al mismo apóstol Santiago, ya probado en sus hazañas militares en la reconquista de Granada, y así guerreó en la batalla de Tlaxcala al lado de la Virgen María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según lo recuerda con algo de duda, y respetuoso desdén, el viejo soldado Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera relación de la conquista:

"...Que andaban peleando por los españoles Santa María y Santiago en un caballo blanco, y decían los indios que el caballo mataba tantos con la boca y con los pies y manos como el caballero con la espada, que la mujer del altar les echaba polvos por las caras y los cegaba; y así, no viendo al pelear, se iban a sus casas pensando estar ciegos, y allá se hallaron buenos..."

También apareció Santiago en la batalla de Tabasco, pero esta vez  al lado de San Pedro, de quien no conocemos muchos ardores guerreros, salvo el de cortar alguna vez una oreja, en un arranque que le valió una reprimenda de parte del Maestro. “Se aparecieron los apóstoles Santiago y señor San Pedro, y yo como pecador, no fuese digno de verlo”, afirma Bernal al narrar aquel otro combate. Y cómo no iban a perder la lid los indios, con semejantes enemigos.

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2 de febrero de 2007
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Los demonios sueltos de la crítica

Ahora que Jorge Herralde ha publicado la segunda parte de la biografía de Vladimir Nabokov (Los años americanos, Brian Boyd) podemos lamentar que tan minuciosa inspección no haya aparecido un poco antes, durante la celebración del Año del Quijote. La coincidencia habría permitido recuperar la diatriba que Nabokov dedicó a Cervantes y con ella una de las piezas ejemplares que la historia crítica de la crítica literaria debe conservar como un valioso objeto de meditación.

En España fue Bruguera la que publicó las lecciones dadas por Nabokov en Harvard a una aplicada aula de alumnos convencionalmente enamorados de las novelas consagradas por la admiración académica. En el ambiente reverencial de esta universidad apareció la figura de un Nabokov energúmeno, enervado por la obligación de comentar una literatura que no conocía. Sintiéndose vejado por el sueldo impropio que le ofrecían por dar las clases, el gran Nabokov dio rienda suelta a sus arbitrarios juicios mostrándose extrañamente desagradable con Cervantes y su libro.

“Don Quijote –anuncia Nabokov a sus estudiantes- es un cuento de hadas con sus ridículos mesones llenos de trasnochados personajes y con ridículas montañas repletas de poetastros disfrazados de pastores de la Arcadia”. En un interminable pliego de enojadas acusaciones, Nabokov se dedica a denunciar las escenas en que “todo es de una comicidad muy medieval, grosera y estúpida, como es toda la comicidad que viene del demonio”.

Brian Boyd, el autor de la biografía, nos recuerda que Nabokov comenzó a preparar las clases “basándose en remotos recuerdos de la novela” y que “disfrutaba bramando contra El Quijote delante de sus estudiantes”.

Francisco Márquez Villanueva, cátedro en la misma universidad de Harvard, se propuso en uno de sus eruditos y elegantes artículos denunciar “la fechoría crítica cometida por Nabokov”, el “pestífero revoltillo de errores” y “el diluvio de ignorancia y crudos prejuicios” esparcido por el malhumorado profesor ruso entre sus alumnos.

Quizá Nabokov no habría sido tan severo consigo mismo pero lo cierto es que años más tarde, en 1972, al leer las lecciones dadas en Harvard se escandalizó gravemente: “mis clases –escribió- son caóticas y descuidadas y no deben publicarse nunca. ¡Ni una sola de ellas!”.

Es evidente, como ya viene siendo habitual, que las voluntades de Nabokov no se respetaron. Pero la irónica venganza por el caprichoso maltrato dado a Cervantes, al que constantemente acusa de alcanzar con su obra “cimas atroces de crueldad”, le llegó antes de largarse al otro barrio.

Una escritora rusa, Zinaida Shajovskaia, a la que Nabokov despreció en un cóctel dado por el editor Gallimard, publicó un descarnado artículo contra el autor de Lolita: “en su mundo la bondad no existe, todo son pesadillas y engaños. Los engaños producen en Nabokov el mismo placer que siente su más cruel villano”.

La influencia de esta dama en la fama de Nabokov ha sido insignificante pero quizá su ataque permitió al furioso juez literario verse por una vez como víctima de sus procedimientos. Pues de poco sirve usar la crítica literaria para espantar los demonios que, tarde o temprano, regresan a hacer de las suyas.

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2 de febrero de 2007
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LA GRANDEZA DE LA DICTADURA

Una revolución tiene que ser grande. No se puede imaginar una revolución pequeña. Una revolución va para el todo o nada. «Hicimos una revolución más grande que nosotros» es una frase que Fidel Castro pronunció muchas veces en Cuba. La revolución bolivariana socialista de Venezuela llega ahora a la etapa de su grandeza.

Ayer, frente a la estatua de Simón Bolívar y a los miembros de la Asamblea Nacional, el vice-presidente, Jorge Rodríguez, fue preciso al definir los efectos de la revolución sobre Venezuela: «Claro que queremos instaurar una dictadura, dijo, la dictadura de la democracia verdadera y la democracia es la dictadura de todos, ustedes y nosotros juntos, construyendo un país diferente.» Entonces, todo va en camino y no falta la necesaria lucha contra el enemigo cuya existencia confirma la preocupación del presidente George W. Bush. Tenemos el panorama clásico de una revolución en nombre del pueblo y en contra de EE UU. Sólo falta la grandeza o más bien la idea de la grandeza.

Al ser reelegido, el presidente Hugo Chávez, hizo circular una nueva iconografía para implementar la idea de una revolución que acelera con cinco motores a la vez. Con color rojo y flechas para crear de manera inconsciente la idea de un motor de inyección directa. No está mal como símbolo, pero falta lo monumental, lo que obliga al pueblo a romperse el cuello para mirar arriba. Parece que ya viene con una flecha de hormigón de 100 metros de altura que apunta hacia EE UU. Su autor es el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer. El artista, que ya tiene 99 años, prometió no revelar su diseño: «no lo voy a mostrar a nadie antes de que Chávez lo vea». Pero como todo artista tiene su orgullo y la Agencia France-Presse, el diario O Globo, en Brasil, y el diario El Nacional en su portada de hoy, mostraron el proyecto. Puro Niemeyer. Será Brasilia en Caracas.

El propio Chávez, en su programa de televisión Aló Presidente, habló de la sierra de El Ávila, la montaña casi virgen querida por los habitantes de la capital venezolana, como sitio para acomodar el enorme monumento. Al pensar en el comandante que se animó tanto con su proyecto y en la flecha de hormigón del viejo arquitecto, se debe recordar la famosa definición de Gustave Flaubert, «Erección: no se dice más que para hablar de monumentos».  

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1 de febrero de 2007
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HAY UN CAMINO A LA DERECHA

Estuve en la concesión del Premio Biblioteca Breve que sigue siendo uno de los históricos y queridos premios supervivientes de nuestra literatura. Aunque sus premiados de los últimos tiempos ya no sean jóvenes valores a los que descubrir, a los que premiar. Ahora es otra cosa, es otro del universo de Planeta pero sigue siendo el premio de la editorial Seix Barral. Los que seguimos leyendo desde hace ya unas décadas, los que seguimos buscando y leyendo novelas, aunque tengamos más de 40 años -algo que ya no se debe hacer según el novelista, periodista y unas cuántas cosas más, Fernando Sánchez Dragó-  sin duda tenemos viejas deudas lectoras y cariños antiguos con la editorial que crearan Seix y Barral.

Por eso, y por muchas cosas más, volvía este año a la concesión del premio. Le tocaba a Juan Manuel de Prada. Los premios se filtran, no hay casi ninguno que mantenga su secreto, su emoción, y hace ya algún tiempo que conocíamos quién sería el ganador.  Por tanto, ninguna sorpresa. Allí estuve sabiendo muy bien a quién tendría que felicitar. Al menos felicitar por el dinero y el prestigio del premio, por la novela ya veremos después de leída. Pero antes de eso felicité al ganador y lo hice con gusto. Me quedé con las ganas de saber cuánto se cobra por el premio. Quiero decir, cuánto en dinero que no está en las bases del premio. No era el momento. Tocaba escuchar a Prada y lo hice con atención. Mantengo un profundo desacuerdo con muchas de sus columnas del ABC, me sorprende su punto de vista sobre muchos de los asuntos políticos, sociales y otros muchos de los que trata. Generalmente  no comparto su  punto de vista tan católico y conservador. No soy así. Me parece que estoy leyendo a un periodista, un escritor de otra época, ese es el lado más “freaki” de un escritor bastante raro. Un conservador en la corte de Leticia.

En otras preocupaciones, sobre todo culturales y cinéfilas, tenemos bastantes curiosidades, bastantes intereses que podemos compartir, aunque mucho discrepemos. No  me gusta, e intento no hacerlo, negar la posibilidad de que una buena narración, un poema o una película vengan de un lado ideológico con el que discrepo. Dicho esto, aunque sea con dudas razonables, espero con interés la próxima novela de Prada. Una historia, por lo que desveló el otro día, que también nos llevará a los años de la posguerra española, de la resistencia francesa y de los españoles que lucharon por o contra la República. Una más. Y sea bienvenida. En ese espacio, aunque también en muchos más, está la próxima de Almudena Grandes, El corazón helado,  que ya he tenido la suerte de leer. Es una  emocionante historia que recorre casi un siglo. Escrita desde una trinchera muy diferente a la de Prada, excelentemente escrita para mi alegría. Pero prometo que si no lo estuviera aunque Almudena sea, que lo es, mi amiga, no estaría diciendo lo que no pienso. Al menos se me notaria la sinceridad o la falta de ella.

Pensando en cómo será la novela de Prada, me asalta el recuerdo de una película que él  conoce muy bien, una de aquellas que rescatamos en nuestras pasiones cinéfilas, yo en años de filmoteca y Prada no sé cómo. Hablo de  una película de Rovira Veleta, se llamaba Hay un camino a la derecha, un neorrealismo a la española. La recuerdo buena aunque muy folletinesca. El actor principal era Paco Rabal. Y la actriz Julita Martínez, aquella madre tan encantadora de la televisión cuando éramos tan jóvenes. Recuperé la memoria de ese título al escuchar  hablar a  Juan Manuel de Prada de su novela, de su memoria y de su visión de aquellos años, de aquellas vidas. Es verdad, siempre hay un camino a la derecha. Incluso hubo demasiados. Lo que no hubo, lo que no dejaron que hubiera es un camino a la izquierda. Ahora, la verdad, cuando hablo de derechas o izquierdas, me parece que estoy hablando de los pisos de mi escalera. O estamos a la derecha o a la izquierda. No tenemos centro. Tampoco tenemos extremos.  En fin, leeremos la novela de Prada. Lo haremos aunque sea un camino a la derecha. Es verdad que lo hay. Incluso a veces puede estar bien escrito. Ya veremos. Ya leeremos.

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1 de febrero de 2007
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LA COBARDÍA

Entre el oscuro tiempo que hace y el desabrido repertorio de noticias personales, domésticas e internacionales, este día de las postrimerías de enero se convierte en un eslabón que o bien se desanuda y sucumbe o bien, alcanzado el nivel de lo peor, reflota como un don.

Esta es la virtud intrínseca a cualquier narración. La narración no puede sostenerse monótonamente por su misma naturaleza biológica y la existencia también. Pero ¿y si ha decidido una y otra abandonar la biología? ¿Y si derivan fatalmente en una asíntota que seguirá el desfallecimiento en una baja cota sin término ni variación?

En este supuesto de vuelo rasante, tarde o temprano, la deriva conducirá  a una vana ataraxia, sueño plano o acomodación inútil propensa a generar un confort en la indiferencia, un placer en la indolencia o la rendición.

No todas las rendiciones, de hecho, segregan un jugo áspero. En la salmuera de la rendición se macera a veces una energía que no habiendo podido sostener su dignidad tiende a metamorfosearse en duro detritus primero pero en extraño abono después.

Las historias maltrechas han proporcionado mucho estiércol de primera clase al porvenir de la Humanidad. Pero también, individualmente, la cobardía no tiene por qué estigmatizar al cobarde de por vida.

Esta brecha interior de color agrio abre su espacio a una provisión de pensamientos y compasiones que la valentía expele como efecto de su pulimento y de su tensión.

El valiente se estira mientras el cobarde, semánticamente, “se arruga” y en sus muchos intersticios recibe con facilidad escorias y materias raídas en el dolor de demás.

El cobarde no siempre huye y escapa definitivamente. La rendición mal digerida destruye, pero bien metabolizada regresará acaso transformada en piedad por sí y por los demás. Una hipótesis.      

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1 de febrero de 2007
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Diez años sin Soriano

El domingo pasado el diario Página 12 dedicó todo su suplemento cultural, llamado Radar, al escritor Osvaldo Soriano, al cumplirse diez años de su temprana muerte. Todavía recuerdo dónde estaba cuando terminé de leer su primera novela, Triste, solitario y final: siendo apenas un adolescente, sentado en la escalera que comunicaba el patio de mi casa con mi habitación del altillo. Es muy raro que uno recuerde la sensación física de estar leyendo determinado libro, algo que sólo ocurre con los relatos excepcionales, o con los libros que nos han descorrido determinados velos. Creo que la operación que Soriano realizó con su novela debut fue una de esas que me ayudaron a ver más claro: Soriano mezclaba a sus propios (anti) héroes -Stan Laurel y Oliver Hardy, o sea el Gordo y el Flaco, por una parte; y Philip Marlowe, el detective creado por su ídolo Raymond Chandler, por la otra- con su propia persona, la de Osvaldo Soriano, metido en una trama detectivesca en la que los perdedores, como corresponde, no podían sino volver a perder. Con Triste, solitario y final, Soriano me decía lo que yo necesitaba oír: que era posible evadir la trampa de escribir lo que la academia y los medios pretenden que uno escriba, y en cambio escribir tan sólo lo que uno desea de todo corazón -¡aunque esto signifique arrebatarle a Chandler su mejor personaje! Esta es una lección que nunca olvidé; no siempre estuve a su altura, pero espero haber retomado la buena senda.

El suplemento Radar está lleno de artículos que recuerdan al Gordo Soriano en todas sus facetas: hay textos de Ariel Dorfman, Eduardo Galeano, Rodrigo Fresán, Angélica Gorodischer, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomano, entre otros muchos. Además hay un maravilloso artículo de Soriano sobre Mohammad Alí (otro de los ídolos que comparto con el Gordo, que además tuvo la buena fortuna de entrevistarlo), y la reproducción de algunas de las contratapas que solía escribir para Página 12 y hasta de las cartas que enviaba desde el exilio al que lo forzó la dictadura militar. De algún modo, todos estos materiales forman un perfecto retrato del último de los escritores populares que tuvo la Argentina. (Porque la gente esperaba ansiosa la salida del "nuevo de Soriano", y desde que murió ya no espera nada más; tarde o temprano estábamos destinados a pagar el precio que la dictadura primero y la década menemista después se cobraron sobre la cultura argentina.) Envidio sinceramente la relación que Soriano tenía con su público, porque me parece el mejor de los destinos posibles para un escritor: el del pacto tácito entre el narrador y el público que no deja de serle fiel, en la medida en que sabe que el narrador escribe para sí mismo y para ellos -y para nadie más.

Soriano era honesto consigo mismo, que es la primera forma de la honestidad, y por ende la que hace posible a todas las demás. Escribía tratando de entender el tiempo y el lugar que le habían tocado en suerte, y lo hacía con una humanidad desde entonces ausente en las letras argentinas: al igual que él, sus personajes trataban de ser felices en el lugar y en el momento equivocados -esto es, en su mismo momento-, fracasando de la más bella de las maneras. El homenaje de Página 12 no hace otra cosa que recordarnos cuán vivas están sus historias en nosotros, y cuánto extrañamos su presencia todos los que buscamos en la literatura historias que nos salven la vida, o que por lo menos estallen en el intento.

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1 de febrero de 2007
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BUEN PROVECHO

La fotografía de prensa que tengo frente a mis ojos parece convencional. Es la de un personaje que posa en traje ejecutivo, serio y atento a la cámara. Ya empieza a perder el pelo, y frente a él tiene abierto un ordenador portátil con el emblema del fabricante en la tapa, de modo que podría tratarse aún de un anuncio comercial de esos que vemos todos los días en diarios y revistas.

¿Pero saben qué? El pie de foto nos explica que el personaje del traje de casimir a rayas y corbata Guchy, se llama Salvatore Mancuso, cabecilla de las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia, y esa foto corresponde al momento en que declara frente a un fiscal penal en Medellín. No da cuenta del éxito financiero de sus empresas, sino de que personalmente ordenó el asesinato de 336 personas —seguramente sus nombres y filiaciones personales están inscritos en el ordenador portátil del que se auxilia, pues identificó a cada una con su propio nombre. 

Admitió masacres de campesinos, atentados contra dirigentes sindicales, alcaldes, universitarios, y líderes de organismos de derechos humanos. No sé si en su cuenta estará el padre del escritor Héctor Abad Fascolini. Asesinado a tiros en las calles de Medellín.

También confiesa, con aplomo y serenidad, que influenció con dinero y apoyo logístico la elección de los dos últimos presidentes de Colombia, y que infiltró, además, los altos rangos del Ejército, de la Policía, y de la propia Fiscalía ante la que rinde su declaración.

Gracias a su dadivosa cooperación al declarar, de acuerdo con la Ley de Justicia y Paz que promueve la desmovilización de los paramilitares, Mancuso no podrá recibir una pena mayor de ocho años en prisión. Buen provecho.

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1 de febrero de 2007
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