Marcelo Figueras
Siempre llega el momento, en mitad de la gira de promoción de un libro, en que uno se enfrenta al micrófono, observa el mar de rostros desconocidos y se pregunta: ¿qué demonios hago aquí? Supongamos que la ocasión tuvo lugar anoche, en un lugar de España que sería prudente no recordar; supongamos además que el mar de gente se parece, más bien, a un hilillo de agua; y presumamos, también, que el personaje que debía presentarme se ha ausentado sin aviso, dejándome a solas delante del micrófono y a orillas del curso de agua que no por ligero deja de ser intimidante.
En ese instante de angustia, uno se dice que está allí porque ha escrito varios libros. Y sabe que los ha escrito porque no pudo evitarlo, en cumplimiento de un deseo que surgió hace muchos, muchos años, cuando uno apenas levantaba del suelo y aún así había comprendido, ya, la importancia de las historias. La humana es la única especie que no se contenta con vivir la experiencia: necesita además revivirla y recrearla, mezclando memoria con imaginación y convirtiendo cada asunto, por nimio que parezca, en una historia hecha y derecha.
A veces creo que erectus, neanderthalensis y sapiens sapiens, aquellas etiquetas que nos colgaron para intentar definirnos, se pierden el salto más esencial: más que sapiens sapiens, somos homo narrandis (perdón por el neologismo), seres que se distinguen de las otras especies porque necesitan narrarse a sí mismas, contarse -y en el proceso de contarse, definir su propia vida. Dado que somos la única especie que puede elegir libremente su destino, contamos historias para imaginarnos cómo serían esos destinos posibles. De alguna manera estamos escribiéndonos a nosotros mismos a diario, con cada acto de nuestras vidas, con cada silencio.
Lo que descubrimos además en el proceso de intentar narrarnos, es que no podemos narrarnos solos. No hay nada más árido que un monólogo, que un solo instrumental sonando en el vacío. La vida suena más bien como un coral desaforado, en perpetua búsqueda de armonía. Nuestras sociedades siguen siendo disonantes, pero somos muchos todavía los que tenemos la esperanza de producir música en conjunto.
Una vez que sabemos que solos no llegaremos a ningún lado, llenamos nuestros relatos (¡nuestras vidas!) de personajes. Y los que hicimos de la narración un oficio (es un destino de la especie, pero algunos nos dedicamos a sacralizarlo), entendemos además que escribimos para llegar a otros. Lo que anotamos sobre el papel son partituras, nomás. Una vez escritas, esas partituras reclaman intérpretes para cobrar verdadera vida.
Entonces tragamos saliva, soltamos nuestros discursos con premura y llegamos a la parte más importante, al instante que habíamos estado esperando. Giramos el micrófono para que enfrente al público, miramos al desconocido más próximo y decimos: hola, cómo te llamas, quién eres, qué haces aquí.
Por favor, cuéntame.