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Paris

A mi amiga María le gusta Paris Hilton. Ha forrado su habitación con fotos de ella: Paris teniendo sexo. Paris visitando a la abuela Hilton. Paris aspirando cocaína sobre el torso desnudo de un amiguito. Paris escribiéndole una carta de amor a uno de los Backstreet Boys. María ha pagado $40 para inscribirse en la página www.ParisExposed.com, y todos los días descarga nuevo material para su colección. Hasta ha leído el libro, porque Paris ha escrito un libro.

Paris hace que mi amiga se sienta acompañada. Todas las noches, antes de dormir, pone el video casero de Paris y su ex novio haciendo el amor. Cada vez que aparece un nuevo amante de Paris –un par de veces por semana-, compra alguna foto de él y la pega en su cuaderno. En su cocina nunca falta la marca de lavavajillas que Elijah Blue Allman usó después de acostarse con Paris para prevenir el herpes genital. Con todos esos artilugios, María se imagina que ella también duerme con alguien.

Lo que más le entusiasma es la amistad de Paris con Lindsay Lohan y Britney Spears. Hay que ver lo bien que se lo pasa con esas chicas. Cada vez que Britney pierde la ropa interior, María se ríe pícara. Cuando la policía detiene a Paris por conducir ebria, María se divierte con el ingenio de sus respuestas. Su afecto por ellas no disminuye cuando tienen problemas. Cuando Lindsay entró en una clínica de rehabilitación, María se preocupó seriamente por ella, porque las quiere en las buenas y en las malas.

María se mira en el espejo de Paris, y siempre sale perdiendo. En vez de ser secretaria de 9 a 5, le gustaría ver su nombre en perfumes y clubes nocturnos. En lugar de vivir en un estudio de 30 metros cuadrados, le gustaría ser la heredera de un imperio hotelero. Y sobre todo, le gustaría salir en la tele haciendo de sí misma, sin actuar siquiera. Ha leído que en su próximo reality show, Paris y una actriz porno acosarán a un grupo de hombres vírgenes atrapados en una isla. No puede esperar a verlo.

Hace un par de meses, María decidió ser como Paris. Se tiñó el pelo de rubio y se compró un perro chihuahua. Y lo más importante, buscó publicidad: colgó en Internet sus fotos haciendo las compras y visitando a una tía. Escaneó un par de antiguos exámenes escolares de literatura y también los puso ahí. Para darle morbo al asunto, añadió una foto de su primer novio en la que casi no se le nota el aparato dental. Esa es su manera de exhibirse ante el mundo.

El paso más importante para María fue conseguirse una vida sexual extravagante. No es fácil. La mayor parte de los chicos no cantan en grupos famosos ni son amigos de Madonna. De hecho, por lo general ni siquiera les gusta que los filmen durante el sexo. Pero lo peor de todo es que la mayor parte de los chicos no soportan a su chihuahua. Es normal. Yo tampoco lo soporto.

De todos modos, a fuerza de empeño, María lo está consiguiendo. Estoy orgulloso de ella. Ya conduce ebria, y aunque le cuesta algún trabajo, está practicando su adicción a las drogas. Un día de estos, si se esfuerza lo suficiente, hasta conseguirá su herpes genital.

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9 de febrero de 2007
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La prisión judía

Media humanidad jura o promete poniendo su mano derecha sobre la Biblia. La mayoría ha leído o ha oído recitar sus historias y de algún modo sostiene el prestigio de sus figuras sagradas. No hace tener una vara de medir para calibrar la influencia que el libro de los judíos ha tenido en la historia del mundo. Y, sin embargo, la autoridad patriarcal de sus autores ha sido la más incisiva causa del odio cerril llamado antisemitismo.

Abrumado por la persistencia de esta maldición, el periodista y ensayista francés Jean Daniel ha escrito una breve y profunda suma crítica sobre la cuestión judía. “La prisión identitaria –dice Juan Goytisolo en el prólogo- es el eje de este libro”.

Encabezando cada capítulo de La prisión judía (Tusquets) con un deslumbrante fragmento del Libro de Job, Jean Daniel ya nos dice qué estado de ánimo ha guiado sus meditaciones intempestivas y cuánta soliviantada indignación le inspira el estado de guerra perpetuo en que se ha instalado el estado de Israel.

De este modo, el muchacho judío educado por progenitores ilustrados y republicanos, reacios a encerrarse en los estrechos límites de una tradición, el joven resistente y combatiente de la División Leclerc, el intelectual decisivo en tantas batallas políticas, se ve obligado a reconocer el fracaso de la razón o, al menos, la insuficiencia anémica que le impide dar cuenta del trágico cul de sac en que se han metido israelíes y palestinos.

Consciente de encontrarse en el centro de una perturbada disyuntiva de la condición humana, y no sólo en medio de un conflicto regional, Jean Daniel quiere “buscar en los textos sagrados la explicación de los conflictos”. Su disertación transcurre en un contenido clima de estupor y concluye en una disimulada desesperación. Pues por mucho que uno confíe en los artilugios de la conspiración política, no hay modo de imaginar la derrota de los “fanáticos idólatras” que en Israel y Palestina se han adueñado de la situación.

La ilusión mesiánica del pueblo elegido, la mayoría de edad estrenada por la Alianza con el Dios único, la constante inspiración de su Libro, la matriz, en fin, que nos dio a Spinoza, Freud o Einstein, se ha transformado en el doloroso estrépito de una inconcebible humillación. Pues lo que está en juego no es la ficción religiosa de los creyentes, sino el espantoso sendero que nos lleva de nuevo y constantemente a los campos de exterminio nazis.

Para Jean Daniel,que lamenta su utilidad como excusa nacional de los desmanes israelíes, el Holocausto no es un accidente sino una fractura en la historia humana: como si la atrocidad concebida por un pequeño grupo de hombres nos hubiera arrojado a todos, y definitivamente, a la fatalidad del mal.

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9 de febrero de 2007
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CÍNICOS Y PERIODISTAS

Desde luego Kapuscinski era un maestro, un referente, una “rara avis” en el mundo del periodismo. Y lo era, no por escribir bien, si no muy bien y a veces excepcionalmente bien (hay unos cuántos que también son grandes escritores y se dedican a esta profesión), lo cual ya le sitúa en un lugar diferente de la mayoría. Pero no era eso lo que hacía de él un periodista sin muchos semejantes; lo que hacía de él algo extraordinario es que unía ese talento, esa genialidad en su escritura con la forma en que ejercía el periodismo. Su preocupación por los lugares desprotegidos, dominados, deprimidos, desolados  del mundo y atender y entender lo que allí pasaba no porque fuera la guerra de moda, ni el conflicto más llamativo. Él era capaz de hacernos llegar lo que tantas veces no es visible en el peculiar mundo de la información. Además, Kaspuscinski, tenía la insólita manía de vivir dentro de los mundos de los que escribía. Y una rara capacidad para vivir inmerso en ellos por más incómodos o duros que fueran esos mundos. Pero no era perfecto, era un ingenuo. Además casi nadie le hacía caso. Leerlo, eso sí lo hicieron bastantes en el mundo, y después olvidar lo que nos contaba.

Hoy lo he recordado porque una vez más he comprobado que no era verdad esa frase suya: “los cínicos no sirven para este oficio”. Qué ingenuo. Los cínicos son los más populares, los más famosos y los mejor pagados de este oficio. Vale, es posible que Kapuscinski no considerara de los suyos a algunos que dicen ser periodistas. No los consideramos, pero lo son.

Hoy lo he recordado al ver, por accidente de zapping, las informaciones que estaban dando algunos que ejercen ese oficio desde el lado del periodismo de sociedad, de corazón o de lo que sea eso. No he podido soportar cómo se referían a la muerte de una mujer joven, de una madre separada, de una señora que tenía un trabajo y tenía, como tantos problemas. No he podido soportar la injerencia en la vida, en la muerte y sus conjeturas de Erika Ortiz Rocasolano. No lo podía admitir desde lo que me queda de periodista, de no querer ser cínico con algunas cosas y de ser más respetuoso con el dolor de una familia. Ella no era pública, no era princesa, no era actriz, ni escritora, ni daba exclusivas de su vida o de la vida de su familia. Una mujer joven ha muerto antes de lo razonable.

Compañeros no me sean canallas. No sean tan cínicos. Ya sé que casi ninguno podemos, ni queremos ser Kapuscinski, pero de verdad hay que elucubrar sin saber, sin datos y sin pudor sobre la vida y la muerte de alguien a quien no conocieron.

Me gustaría que fuera verdad que los cínicos no valen para este oficio. Y si no valen que sean otra cosa. Que se llamen de otra manera. Yo no soy de los míos, pero desde luego de unos más que de otros. Al menos es lo que uno desearía, no ser como vosotros.

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8 de febrero de 2007
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Cuéntame

Siempre llega el momento, en mitad de la gira de promoción de un libro, en que uno se enfrenta al micrófono, observa el mar de rostros desconocidos y se pregunta: ¿qué demonios hago aquí? Supongamos que la ocasión tuvo lugar anoche, en un lugar de España que sería prudente no recordar; supongamos además que el mar de gente se parece, más bien, a un hilillo de agua; y presumamos, también, que el personaje que debía presentarme se ha ausentado sin aviso, dejándome a solas delante del micrófono y a orillas del curso de agua que no por ligero deja de ser intimidante.

En ese instante de angustia, uno se dice que está allí porque ha escrito varios libros. Y sabe que los ha escrito porque no pudo evitarlo, en cumplimiento de un deseo que surgió hace muchos, muchos años, cuando uno apenas levantaba del suelo y aún así había comprendido, ya, la importancia de las historias. La humana es la única especie que no se contenta con vivir la experiencia: necesita además revivirla y recrearla, mezclando memoria con imaginación y convirtiendo cada asunto, por nimio que parezca, en una historia hecha y derecha.

A veces creo que erectus, neanderthalensis y sapiens sapiens, aquellas etiquetas que nos colgaron para intentar definirnos, se pierden el salto más esencial: más que sapiens sapiens, somos homo narrandis (perdón por el neologismo), seres que se distinguen de las otras especies porque necesitan narrarse a sí mismas, contarse -y en el proceso de contarse, definir su propia vida. Dado que somos la única especie que puede elegir libremente su destino, contamos historias para imaginarnos cómo serían esos destinos posibles. De alguna manera estamos escribiéndonos a nosotros mismos a diario, con cada acto de nuestras vidas, con cada silencio.

Lo que descubrimos además en el proceso de intentar narrarnos, es que no podemos narrarnos solos. No hay nada más árido que un monólogo, que un solo instrumental sonando en el vacío. La vida suena más bien como un coral desaforado, en perpetua búsqueda de armonía. Nuestras sociedades siguen siendo disonantes, pero somos muchos todavía los que tenemos la esperanza de producir música en conjunto.

Una vez que sabemos que solos no llegaremos a ningún lado, llenamos nuestros relatos (¡nuestras vidas!) de personajes. Y los que hicimos de la narración un oficio (es un destino de la especie, pero algunos nos dedicamos a sacralizarlo), entendemos además que escribimos para llegar a otros. Lo que anotamos sobre el papel son partituras, nomás. Una vez escritas, esas partituras reclaman intérpretes para cobrar verdadera vida.

Entonces tragamos saliva, soltamos nuestros discursos con premura y llegamos a la parte más importante, al instante que habíamos estado esperando. Giramos el micrófono para que enfrente al público, miramos al desconocido más próximo y decimos: hola, cómo te llamas, quién eres, qué haces aquí.

Por favor, cuéntame.

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8 de febrero de 2007
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EL VIEJO PROBLEMA

Lectura de un artículo de Cristóbal Alliende en El Mercurio del domingo. La fecha es importante. Este domingo ya era un día de febrero, es decir, un día de vacaciones total en Chile. Ni hablar de literatura o de libros nuevos en los periódicos. Alliende es una firma que aparece a menudo en la prensa en Chile (fue editor de la revista De Libros de El Mercurio). Pero no hay duda sobre lo que es su artículo, «El novelista en su libro»: algo utilizado para tapar el vacío del verano en el hemisferio Sur.

Ese «algo» es apasionante: el viejo problema de la relación entre el autor y su novela. Alliende lo resuelve en ocho puntos. Se pueden resumir en una doble afirmación: el novelista está y no está.

Los ochos puntos de Alliende son contundentes:

1. Una novela tiene un autor (nada de la supuesta autonomía del texto).
2. Una novela es un telescopio para ver también a su autor.
3. El autor es prescindible (no importa conocer al autor para disfrutar su novela).
4. La novela autobiográfica es tramposa (si no, no es novela).
5. El autor es un mentiroso (por ser humano).
6. El autor es el propietario de su novela (con el derecho a comportarse como un gerente malo).
7. El autor tiene con sus personajes una relación que otra persona no puede tener.
8. La relación del autor con su obra no procede del mundo natural.

Ahora bien, me parece que falta un noveno punto: el novelista es el traductor de su obra. Marcel Proust, lo cita al final de su Búsqueda del tiempo perdido cuando pone muy feliz a su narrador. Este último sale del salón de los Guermantes y, después de sobrepasar su dosis razonable de vino, llega a pensar que pasar la vida con los Guermantes le ayudaría a escribir un gran libro. Pero enseguida entiende su equivocación. Recuerda que la realidad no es «una especie de basura de la experiencia». De ser así, el realismo sería el colmo del arte. Y Proust, o más bien su narrador –ya estamos en el problema– explica por qué un autor no tiene que inventar su libro. En realidad, dice, lo tiene en sí mismo y le falta traducirlo para sus lectores. Sigue la famosa frase: Le devoir et la tâche d’un écrivain sont ceux d’un traducteur (El deber y la tarea del escritor son los del traductor).

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8 de febrero de 2007
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TELA QUE CORTAR

Debo otra vez decir que disfruto entrar a leer los comentarios de mis lectores. Desde hace tiempos dejé de creer en el pensamiento homogéneo, y por eso me halaga que algunos de esos lectores me digan sobre qué debería escribir, y sobre qué no. Los criterios, son necesariamente contradictorios. Al principio, recibí un mensaje de un lector que me reprochaba hablar de Chávez, y me aconsejaba que en lugar de meterme en política, me metiera en literatura.

Ahora, otro lector me aconseja lo contrario, que en lugar de Santiago Apóstol, santo militar de la conquista contra los moros y contra los aborígenes americanos -tema para mí literario-, hable, según creo entender de sus palabras, sobre Daniel Ortega. Es un tema, este último, al que no he renunciado. Tengan en cuenta que se trata de escribir unos 250 blogs al año, y que todavía hay mucha tela que cortar.

No sé si es que algunas veces me paso de light, y hablar de los santos puede parecerlo. Pero no he tenido hasta ahora la tentación de entrar en temas de vasta y cerrada erudición académica, que más bien acaban aburriendo al más fiel y porfiado de los lectores. De todos modos ustedes aconséjenme, que el camino es largo y tendido.

Otra lectora no terminó de leerme, seguramente, pues se atiende a las primeras líneas del escrito donde menciono a Nicole Kidman, algo que puede parecer banal si no se sigue hasta el final, ya que trato de unos niños condenados a la oscuridad por daño de la luz, encima de la otra oscuridad que ya padecían desde antes, la miseria. Y he sentido mucho, claro, la muerte del escritor Frank Galich, cuya novela Devórame otra vez, prologué con gusto cuando apareció hace algunos años.

En, fin amigos, lo único que me inquieta es cuando al pie de mis escritos me encuentro con el número 0.

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8 de febrero de 2007
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LA IDEA EN SOLEDAD

El inconveniente de la soledad en relación al carácter de las ideas reside en que cualquiera de ellas se ve obligada a adquirir una consistencia demasiado terca. No firme, puesto que no se establece mediante una elaboración y colaboración constructiva, sino a la fuerza, por presión.

La idea que se dirime en concurso crítico junto a los demás posee una particular resistencia polifacética pero la otra aguanta sólo unívocamente porque cualquier pequeña concesión la acercaría a la claudicación.

Una idea mantenida en solitario es prácticamente igual a una creencia, acechada por el pecado, el enemigo o la imprevista tentación.

Por contraste, la idea compartida con otros se yergue en convicción y ayuda a viviseccionar, a trazar itinerarios conjuntos y, al cabo, a formar un mapa iniciático del que irá hilvanándose una concepción del mundo y de uno mismo. Y de los ismos de los demás.

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8 de febrero de 2007
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Al Gore en Madrid

Las agoreras profecías ecologistas han sonado durante el último medio siglo como si sus autores desearan ver estallar el planeta en mil pedazos. Pero la malévola acusación reiterada para desprestigiarlos –alarmistas místicos, saboteadores, marginados- ha sido desmentida por un repentino consenso mundial.

Científicos, políticos y empresarios reconocen ya como insoportables las consecuencias del previsible e inminente cambio climático y aunque en privado pongan en duda la eficacia de las tibias medidas que el mundo está en condiciones de aplicar, intentan corregir el rumbo fatal de nuestro tiempo.

Sin embargo su poder no es todavía suficiente. El torbellino que amenaza con arrancar de cuajo los cimientos de nuestra cultura, causando traumáticas convulsiones colectivas, es abrumador pero no altera la extraña tranquilidad de los que se resisten a temer lo peor y actuar en consecuencia.

Que a pesar de los razonados informes científicos –admítase la redundancia enfática- sobre la malaise del mundo, haya agentes de la industria empeñados en corromper la maquinaria legislativa de las naciones, nos ilustra sobre los mecanismos morbosos que conducen a una sociedad al suicidio.

Pero más allá de la patética inversión de la compañía ExxonMobil para desacreditar con sobornos el informe de Paris, está el entramado de necesidades, intereses y dependencias que sostiene el actual estado de cosas. El miedo a una brutal recesión mundial –este sería el coste de ralentizar la maquinaria depredadora de la civilización- explica el comportamiento errático de los altos dignatarios gubernamentales: compungido reconocimiento de una gravedad que no pueden remediar.

El documental de Al Gore –Una verdad incómoda- es una pedagógica disertación sobre el emponzoñamiento de la atmósfera por los gases de CO2, aunque en todo momento su discurso intenta excitar el optimismo que hace falta para racionalizar la enloquecida maquinaria industrial.

Lo notable del film es además la habilidad autobiográfica del autor: Una verdad incómoda no sólo es una advertencia sobre las catastróficas consecuencias del cambio climático sino la denuncia testimonial del fraude que le robó la Presidencia de los Estados Unidos.

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7 de febrero de 2007
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MÁSCARAS Y UN LIBRO

Subía sin prisas, cosa no tan habitual, hacia casa. Subía en compañía de mis pensamientos, en compañía de mis fantasmas mentales. Tenía la imaginación llena de apariciones, algo que se parecía a un cruce de caras,  retratos y autorretratos de algunos de los más grandes pintores del siglo de Picasso.

Las máscaras y sus espejos es una doble exposición que se reparte en el Museo Thyssen y en la sala de Caja Madrid en la plaza de las Descalzas. Estos días es Madrid la capital europea de la pintura y de la escultura. Y eso que todavía  no estamos en ARCO. Las posibilidades son tantas que dan ganas de no ir a ninguna parte. Sensación de desbordamiento. Voy poco a poco, otro día hablaré de la impresión del reencuentro con Tintoretto y de las puertas de Cristina Iglesias en el Prado.

Hoy me tocaba el encuentro con esos rostros que se cruzan en mi memoria. Modigliani, Cezanne, Gris, Picasso, Grosz, Beckman, Otto Dix, Dubuffet, Bacon, Saura, Aurbach, Freud. El encuentro con sus retratos, con sus propias máscaras y las máscaras con las que miran al otro. No hay complacencia. No hay mundo feliz, no están tan contentos, no parecen felices, aunque hay excepciones. Y así quedarán más allá de su paso por la tierra. Una galería de tristes, dolientes, sorprendidos, escépticos, desvalidos o evasivos rostros de humanos, demasiado humanos, de un siglo que se divirtió mucho y que mucho sufrió. Ahí están, son parte de la gran historia de la reciente pintura y también son parte de la pequeña y dolorosa historia de los pintados y los pintores. Son nuestra propia historia en ese realista espejo deformante. Muchos están pintados en contra del parecido. En contra del espejo o mirados en esos espejos que quería Valle Inclán, en esos espejos deformantes que eran capaces de hacernos el más fiel de los retratos. Así me pareció con algunos retratos que no eran nada fieles al espejo pero eran demasiado verdaderos. Tan verdaderos que parecían ser capaces de captar el misterio de ese rostro que una vez fue mirado por el pintor.

Subía lentamente después de haber visto la exposición,   tranquilo pero haciéndome preguntas. Esa vieja, funesta manía. Me tropecé con una librería de viejo, una de esas que intento evitar para no caer en la misma tentación de todas las semanas. No me resistí. Encontré algunos libros que ya quiero antes de conocerlos. Algunos de esos que ya te han enamorado por las referencias, por las apariencias, sin conocerlos, sin haber convivido. Bellos viejos libros, hermosos como nínfulas. Entre ellos encontré a un viejo amigo, al querido Edmond Jabés y su libro de las preguntas, en esa hermosa edición que hicieron en Siruela. Lo compré pensando en una amiga, debería regalar una vez más ese libro. Otra vez lo abrí, no para buscar respuestas, sino para seguir buscando preguntas. En una página me encontré este diálogo:

“La esperanza se encuentra en la siguiente página. No cierres el libro.

-He pasado todas las páginas del libro sin topar con la esperanza.

-La esperanza quizá sea el libro.”

Seguiré comprando libros. Con la lotería lo llevo fatal.

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7 de febrero de 2007
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LA MUJER SABIA

Oí comentar a unas señoras que los hombres no ponen empeño en elegir  cabalmente  a sus esposas. Se limitan a sentirse atraídos sexualmente por ellas y respecto al tipo de personalidad deseable lo dejan en manos del azar. De ahí que resulte pertinente hablar de que éste o aquél “ha tenido suerte con ella” puesto que el buen resultado sobreviene por factores que en nada se relacionan con una ponderada elección y conocimiento previo.

Las mujeres, por el contrario, actuarían, incluso instintivamente, con mayor lucidez y aplomo. Serían más capaces para diagnosticar futuros comportamientos e incomparablemente perspicaces para sopesar las virtudes y deficiencias de su pareja tanto en cuanto amor recíproco como para, en su caso, la protección y cuidado del grupo familiar.

No deber entenderse con ello que las mujeres aciertan siempre o no sueñan nunca pero sí que, en su mayoría, cuando aman incluyen en este contenedor aspectos pragmáticos o funcionales de futuro que el hombre, en su mayoría, no toma en cuenta. Aunque debiera hacerlo.

Mujeres soñadoras existen y son encantadoras pero el encantamiento las aboca con demasiada frecuencia al extravío y al de su partenaire. Esta tipología femenina es las que especialmente alimenta los argumentos de las novelas y no sólo por las insólitas peripecias a que dan lugar sino porque ellas mismas, vocacionalmente, se realizan en este mundo en cuanto literatura.

Traspasadas de fantasías, las almas de estos personajes acogen el nacimiento de heroínas y mártires, albergan grandes pasiones y anticipables suicidios, finales abismales o falsas construcciones cuyo destino, tarde o temprano, se precipita en el caos general.

Una cantidad menor de mujeres prácticas y madres conspicuas en nuestros días contribuye, en parte, a explicar el fenómeno de uniones intensas y efímeras, más su veloz sustitución por otros episodios que prolongarán la cadena hasta cuajar en un eslabón más acorde con el aspecto del modelo tradicional. O, en definitiva, con el nudo conyugal de antes que sostenía principalmente la cimentación de la mujer fuerte y global.

El hombre iba y venía mientras ella basamentaba el grupo y amparaba su continuidad en proporción superior y decisiva. En ocasiones, a costa de su propia libertad y su fortuna.   

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7 de febrero de 2007
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El Boomeran(g)
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