Vicente Verdú
La constatación de que un mismo intervalo de tiempo produce sensaciones diferentes sobre su duración revela algo más que una percepción subjetiva. Meses como el pasado de enero se eternizan y otros discurren veloces como un soplo no sólo para un sujeto sino para una comunidad y un entorno más o menos próximos.
Con esta repetida verificación frecuente se llega a intuir que el tiempo no pasa desentendido de nosotros como en ocasiones sentimos con dolor, sino que necesariamente nos pasa y es nuestra densidad o grado de rarificación personal que determina una aceleración u otra.
El tiempo se manifiesta así como un elemento que se define y decide a través de la incorporación física, tratando con nuestro cuerpo, sus órganos y sus sentidos.
Quizás el tiempo procede de una fuente remota y metafísica pero para existir realmente nos necesita.
Siempre nos quejamos de la falta de tiempo, nos rebelamos contra su brevedad o contra la tiranía a que nos somete pero, en realidad, el tiempo nos requiere con más ahínco que nosotros a él. Sólo en apariencia, existimos gracias al tiempo o dentro del tiempo. En esencia, sin embargo, el tiempo es el parásito interior desde donde sorbiendo poco a poco nuestro ser nos asesina.