Sergio Ramírez
Quiero contar una historia no tan famosa, ni mucho menos, pero más real, por desgracia, que la que cuenta Alejandro Amenábar en su película Los otros, bendecida por la gracia de Nicole Kidman. La mía no ocurre en ninguna antigua mansión propia para fantasmas, sino en la aldea de Diyahil, cercana a la comunidad minera de Rosita, en las perdidas regiones de la costa del Caribe de Nicaragua, donde cuatro niños hijos de un matrimonio de indígenas misquitos, Solano y Andrea Paterson, están condenados a no ver nunca la luz del sol, que los mata. La mayor, Elisa, que tiene 9 años, ya se ha quedado ciega, y Saint Clair, de apenas un mes de nacido, tiene ya el cuerpecito lleno de costras y excoriaciones, igual que sus otros dos hermanos, Marlon de 5 años, y Niesel, de 3.
Se trata de una enfermedad de origen genético, e incurable, que se llama xerodermia pigmentosa, una lotería fatal que toca a uno por cada millón de niños nacidos en el mundo. Aquí vino a tocar en los últimos confines de la miseria y el abandono. El padre, que fabrica cal en un horno doméstico, y la madre, que cuida de sus niños en la oscuridad, no son visitados por los fantasmas, sino por el desamparo, ni son fantasmas ellos mismos, a no ser por lo famélico que se ven en las fotografías.
Han hecho esfuerzos por cerrar los resquicios de las paredes de caña del rancho en que viven para que no penetre la luz, pero como poco lo consiguen, los niños deben refugiarse bajo uno de los camastros que llenan la pequeña habitación, la única de la casa, para huir de la fatalidad de la luz. No juegan, no tienen con quien. Su infancia se disuelve en la oscuridad. Prisioneros para siempre, reos de cadena perpetua.
La vida, cobra otra vez su precio injusto a la imaginación.