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RELATO DE UN NÁUFRAGO

Con todo respeto para el maestro Gabriel García Márquez, hoy le robo un título pues no hay otra manera de contar la historia del capitán del ejército colombiano, Leonardo Nur Rancel. Desapareció durante cuatro años. Ya no existía. Fue declarado muerto después de su secuestro por un grupo guerillero también desaparecido, el Ejército Revolucionario Guevarista.

Ayer, el diario El Tiempo de Bogotá, contaba su fenomenal historia. Es una historia descomunal, incluso en un país que no conoce límites ya no en el realismo mágico, sino en la política mágica, mezcla de violencia y de democracia formal. Hoy, el Nuevo Herald de Miami da más detalles. Leonardo Nur es un náufrago que sobrevivió. Náufrago entre los hombres. Náufrago en la naturaleza. Náufrago hundido en la historia de un continente.

Los soldados japoneses perdidos en la selva de las islas del Pacífico después de la Segunda Guerra Mundial son figuras remotamente parecidas a este colombiano atado a un árbol en el momento de su rescate y esperando un tiro en la cabeza. Su semblanza obvia es con Edmond Dantes, el héroe del Conde de Monte-Cristo, saliendo del mar vivo a pesar de su muerte reciente. Leemos la noticia como una promesa literaria. La de tener la historia de otro Luis Alejandro Velasco, el marinero hundido en el mar y rescatado por Gabriel García Márquez en una hazaña periodística de alto alcance literario. Leonardo Nur es una oportunidad para repetir la proeza. Con una historia más que rica, doble: náufrago de un rehén y náufrago de un ejército guerillero. Todos los lectores esperan. ¿Quién se atreve?    

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9 de febrero de 2007
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Abrazados para siempre

La foto es perfecta, en tanto dice todo lo que hay que decir. Apareció ayer, en la página 47 del diario español El País. Registra el descubrimiento de la arqueóloga Elena Menotti, aquello con que se encontró al hurgar en las entrañas de Mantua, Italia: los esqueletos de dos jóvenes, hombre y mujer, abrazados; la forma en que se entrelazan habla el lenguaje del más puro amor.

Como quizás no la hayan visto, trataré de describir lo que sugieren, aun cuando se trata de una batalla perdida. (Nadie puede describir lo inefable.) El hombre está acurrucado, su cabeza ligeramente volteada hacia el lado más profundo de la tierra, como si lo embargase una tristeza igualmente insondable. (Los hombres nos distraemos fácilmente con el mundo que está más allá de nuestra vista.) Ella, en cambio, lo mira de frente, como si subrayase que nada le importa más: sus piernas -reducidas tan sólo a los huesos- se entrelazan en torno a las de él, su mano derecha se alza en un gesto que perpetúa la caricia.

Durante estos días traté de explicar una y otra vez la intención que anima a mi novela La batalla del calentamiento. En entrevista tras entrevista -sigo aquí en España, en pleno trabajo de promoción-, dije que me asusta vivir en un mundo cuyos líderes tratan de llenarme de miedo de manera constante, presentándome al Otro como una amenaza: el Otro como potencial terrorista, el Otro inmigrante que amenaza con quedarse con mi puesto de trabajo o con asaltarme en la calle, el Otro de piel distinta a la mía que -sugieren los líderes y propalan los medios- codicia todo lo que tengo y lo que soy. Una y otra vez he remarcado que, para empeorar la situación de miedo en que vivimos, vivimos en un mundo cuya tecnología facilita el aislamiento. (¿Para qué salir de casa al exterior tan peligroso, cuando puedo resolverlo todo mediante el uso de internet o el recurso al teléfono?) Y he repetido que a pesar de este miedo cotidiano, y a pesar de que nos hacen tan fácil optar por el aislamiento, creo que todavía necesitamos -y necesitaremos siempre- la proximidad del Otro.

Al ser concebidos, pasamos nueve meses en el vientre materno, el sitio más tibio del mundo; y al nacer, nuestro primer registro del mundo exterior nos revela que se trata de un lugar frío, casi helado -percibimos ese frío como violencia. En ese instante (consideren que en los albores de la humanidad no existía nada parecido a una estufa), aquello que salvaba a los recién nacidos era la posibilidad de recuperar de inmediato la temperatura perdida, y ese calor que marcaba la diferencia -¡ese calentamiento!- no era otro que el que proporciona un abrazo.

Debemos recordarnos algo que en otras épocas fue tan evidente: necesitamos del Otro para sobrevivir porque no podemos salvarnos solos, puede que a veces el Otro constituya un peligro pero ante todo es una posibilidad, no existe felicidad en la soledad, en el aislamiento. Pero de aquí en más, es posible que hable menos en las entrevistas que me esperan y que me limite a enseñar la foto que lo dice todo, la de los jóvenes amantes de Mantua, la de aquellos que se abrazaron hasta el último instante, proporcionándose la tibieza del amor que ya habían conocido en el segundo inicial de sus vidas, al descansar sobre el pecho de sus madres y recibir el primer abrazo.

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9 de febrero de 2007
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Un yo de oro

¿Se puede amar y odiar a la vez? Nada más fácil, más corriente, ¿más vulgar?

Nuestro narcisismo despierta malestar en los demás pero también en uno mismo apenas se comporta como una membrana porosa al exacerbado deseo y a la máxima insatisfacción.

En la pantalla vertical del narcisismo se aúnan el amor y el odio. Amor y odio hacia quien desdeña nuestra valiosa entrega y cotiza a la baja nuestra autocotización.

Pero también amor y odio hacia uno mismo que por la intervención narcisista sufre el desconcertante cruce de la defensa y el ataque, la presunción y la destitución.

Cuando los orientalismos y los trascendentalismos han aconsejado la minuciosa extirpación del yo, sabían bien a qué clase de veneno aludían. Con el yo todo se enfoca obcecadamente y en el abuso de su grueso cristal la emoción se aberra.

La juntura entre el rechazo y la atracción, el amor y la aversión, son ejemplos del perturbador efecto provocado por la obscena lente del ego. Sin ego, por el contrario,  el espíritu vuela más alto y hasta el cuerpo pierde algunos kilos de más. ¿Cómo llegar a esta liposucción esencial?

Un ejercicio rápido y a mano, hasta cursar las lecciones de los maestros, se encuentra en el  humor. Basta un paso atrás, el mínimo necesario para lograr perspectiva y el yo se achica. Un yo absorbente, amo y ogro, vive bien tan sólo en la distancia cero. Cuanto más nos apegamos al yo más engorda y desborda su masa. Basta, en cambio, un pequeño alejamiento, el indispensable para poder transformar nuestro pesar en un relato, nuestra angustia en un ejemplo y nuestro complejo sufrimiento en un sudoku para que la carga se alivie y brote el beneficio de dejar eventualmente de ser más. Vivir es un contento, pero tanto más cuanto menos acarreo se haga de un Yo de oro, tan obeso como enfermo de sí, tan exageradamente amado que con extrema facilidad se fractura en decepción.   

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9 de febrero de 2007
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QUIERAS O NO QUIERAS

Seguramente les pasa también a ustedes, pero esas noches tranquilas de quedarse en casa cuando a mí me cortan la película en la tele para meter diez minutos de anuncios comerciales cada diez minutos, yo me cambio de canal, o apago y me voy a la cama. Eso, para quienes gustamos de las viejas películas, que al menos tenemos el recurso de alquilar una copia en la tienda de videos, y librarnos de los cortes. Pero las cosas parecen ponerse peor para quienes gustan de las series fabricadas en los estudios de televisión, y de las telenovelas.

Digo por qué. En las películas viejitas, cuando aún se usaba que los médicos aparecieran fumando un cigarrillo mientras daban a su paciente la noticia fatal de un cáncer en los pulmones, no se enseñaba la marca del cigarrillo. Ahora, no pocas series y telenovelas dejan guiar sus guiones, valga bien aquí la redundancia, según lo que quieren las agencias de publicidad y meten en las escenas no sólo tomas donde las marcas de los productos que se quiere promocionar son más que visibles, sino que los mismos acontecimientos narrados vienen a ser dominados por la intromisión de esos productos, desde automóviles todo terreno, a hamburguesas y cosméticos.

Hay una escena, me dicen, en una serie que se pasa en España, Aquí no hay quien viva, donde unos novios deciden celebrar su cena de bodas a bordo de un todo terreno, frente a la ventanilla de un restaurante de famosas hamburguesas. Y en la telenovela Betty la fea, que ha tenido ya más versiones filmadas que Los Miserables, el guión está prácticamente tomado por la gama entera de una marca de cosméticos.

¿Se acuerdan del anuncio de carretera de una óptica, con aquellas gafas gigantes, que aparece en todas las versiones de cine que se han hecho de El gran Gatsby? Pues hoy en día alguna marca de lentes de diseño hubiera pagado una fortuna por dejar ver su logotipo en ese viejo tablón, ya no medio borrado por las inclemencias del tiempo, sino con toda la gala de ese brillo en que es sabia la publicidad.

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9 de febrero de 2007
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Paris

A mi amiga María le gusta Paris Hilton. Ha forrado su habitación con fotos de ella: Paris teniendo sexo. Paris visitando a la abuela Hilton. Paris aspirando cocaína sobre el torso desnudo de un amiguito. Paris escribiéndole una carta de amor a uno de los Backstreet Boys. María ha pagado $40 para inscribirse en la página www.ParisExposed.com, y todos los días descarga nuevo material para su colección. Hasta ha leído el libro, porque Paris ha escrito un libro.

Paris hace que mi amiga se sienta acompañada. Todas las noches, antes de dormir, pone el video casero de Paris y su ex novio haciendo el amor. Cada vez que aparece un nuevo amante de Paris –un par de veces por semana-, compra alguna foto de él y la pega en su cuaderno. En su cocina nunca falta la marca de lavavajillas que Elijah Blue Allman usó después de acostarse con Paris para prevenir el herpes genital. Con todos esos artilugios, María se imagina que ella también duerme con alguien.

Lo que más le entusiasma es la amistad de Paris con Lindsay Lohan y Britney Spears. Hay que ver lo bien que se lo pasa con esas chicas. Cada vez que Britney pierde la ropa interior, María se ríe pícara. Cuando la policía detiene a Paris por conducir ebria, María se divierte con el ingenio de sus respuestas. Su afecto por ellas no disminuye cuando tienen problemas. Cuando Lindsay entró en una clínica de rehabilitación, María se preocupó seriamente por ella, porque las quiere en las buenas y en las malas.

María se mira en el espejo de Paris, y siempre sale perdiendo. En vez de ser secretaria de 9 a 5, le gustaría ver su nombre en perfumes y clubes nocturnos. En lugar de vivir en un estudio de 30 metros cuadrados, le gustaría ser la heredera de un imperio hotelero. Y sobre todo, le gustaría salir en la tele haciendo de sí misma, sin actuar siquiera. Ha leído que en su próximo reality show, Paris y una actriz porno acosarán a un grupo de hombres vírgenes atrapados en una isla. No puede esperar a verlo.

Hace un par de meses, María decidió ser como Paris. Se tiñó el pelo de rubio y se compró un perro chihuahua. Y lo más importante, buscó publicidad: colgó en Internet sus fotos haciendo las compras y visitando a una tía. Escaneó un par de antiguos exámenes escolares de literatura y también los puso ahí. Para darle morbo al asunto, añadió una foto de su primer novio en la que casi no se le nota el aparato dental. Esa es su manera de exhibirse ante el mundo.

El paso más importante para María fue conseguirse una vida sexual extravagante. No es fácil. La mayor parte de los chicos no cantan en grupos famosos ni son amigos de Madonna. De hecho, por lo general ni siquiera les gusta que los filmen durante el sexo. Pero lo peor de todo es que la mayor parte de los chicos no soportan a su chihuahua. Es normal. Yo tampoco lo soporto.

De todos modos, a fuerza de empeño, María lo está consiguiendo. Estoy orgulloso de ella. Ya conduce ebria, y aunque le cuesta algún trabajo, está practicando su adicción a las drogas. Un día de estos, si se esfuerza lo suficiente, hasta conseguirá su herpes genital.

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9 de febrero de 2007
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La prisión judía

Media humanidad jura o promete poniendo su mano derecha sobre la Biblia. La mayoría ha leído o ha oído recitar sus historias y de algún modo sostiene el prestigio de sus figuras sagradas. No hace tener una vara de medir para calibrar la influencia que el libro de los judíos ha tenido en la historia del mundo. Y, sin embargo, la autoridad patriarcal de sus autores ha sido la más incisiva causa del odio cerril llamado antisemitismo.

Abrumado por la persistencia de esta maldición, el periodista y ensayista francés Jean Daniel ha escrito una breve y profunda suma crítica sobre la cuestión judía. “La prisión identitaria –dice Juan Goytisolo en el prólogo- es el eje de este libro”.

Encabezando cada capítulo de La prisión judía (Tusquets) con un deslumbrante fragmento del Libro de Job, Jean Daniel ya nos dice qué estado de ánimo ha guiado sus meditaciones intempestivas y cuánta soliviantada indignación le inspira el estado de guerra perpetuo en que se ha instalado el estado de Israel.

De este modo, el muchacho judío educado por progenitores ilustrados y republicanos, reacios a encerrarse en los estrechos límites de una tradición, el joven resistente y combatiente de la División Leclerc, el intelectual decisivo en tantas batallas políticas, se ve obligado a reconocer el fracaso de la razón o, al menos, la insuficiencia anémica que le impide dar cuenta del trágico cul de sac en que se han metido israelíes y palestinos.

Consciente de encontrarse en el centro de una perturbada disyuntiva de la condición humana, y no sólo en medio de un conflicto regional, Jean Daniel quiere “buscar en los textos sagrados la explicación de los conflictos”. Su disertación transcurre en un contenido clima de estupor y concluye en una disimulada desesperación. Pues por mucho que uno confíe en los artilugios de la conspiración política, no hay modo de imaginar la derrota de los “fanáticos idólatras” que en Israel y Palestina se han adueñado de la situación.

La ilusión mesiánica del pueblo elegido, la mayoría de edad estrenada por la Alianza con el Dios único, la constante inspiración de su Libro, la matriz, en fin, que nos dio a Spinoza, Freud o Einstein, se ha transformado en el doloroso estrépito de una inconcebible humillación. Pues lo que está en juego no es la ficción religiosa de los creyentes, sino el espantoso sendero que nos lleva de nuevo y constantemente a los campos de exterminio nazis.

Para Jean Daniel,que lamenta su utilidad como excusa nacional de los desmanes israelíes, el Holocausto no es un accidente sino una fractura en la historia humana: como si la atrocidad concebida por un pequeño grupo de hombres nos hubiera arrojado a todos, y definitivamente, a la fatalidad del mal.

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9 de febrero de 2007
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CÍNICOS Y PERIODISTAS

Desde luego Kapuscinski era un maestro, un referente, una “rara avis” en el mundo del periodismo. Y lo era, no por escribir bien, si no muy bien y a veces excepcionalmente bien (hay unos cuántos que también son grandes escritores y se dedican a esta profesión), lo cual ya le sitúa en un lugar diferente de la mayoría. Pero no era eso lo que hacía de él un periodista sin muchos semejantes; lo que hacía de él algo extraordinario es que unía ese talento, esa genialidad en su escritura con la forma en que ejercía el periodismo. Su preocupación por los lugares desprotegidos, dominados, deprimidos, desolados  del mundo y atender y entender lo que allí pasaba no porque fuera la guerra de moda, ni el conflicto más llamativo. Él era capaz de hacernos llegar lo que tantas veces no es visible en el peculiar mundo de la información. Además, Kaspuscinski, tenía la insólita manía de vivir dentro de los mundos de los que escribía. Y una rara capacidad para vivir inmerso en ellos por más incómodos o duros que fueran esos mundos. Pero no era perfecto, era un ingenuo. Además casi nadie le hacía caso. Leerlo, eso sí lo hicieron bastantes en el mundo, y después olvidar lo que nos contaba.

Hoy lo he recordado porque una vez más he comprobado que no era verdad esa frase suya: “los cínicos no sirven para este oficio”. Qué ingenuo. Los cínicos son los más populares, los más famosos y los mejor pagados de este oficio. Vale, es posible que Kapuscinski no considerara de los suyos a algunos que dicen ser periodistas. No los consideramos, pero lo son.

Hoy lo he recordado al ver, por accidente de zapping, las informaciones que estaban dando algunos que ejercen ese oficio desde el lado del periodismo de sociedad, de corazón o de lo que sea eso. No he podido soportar cómo se referían a la muerte de una mujer joven, de una madre separada, de una señora que tenía un trabajo y tenía, como tantos problemas. No he podido soportar la injerencia en la vida, en la muerte y sus conjeturas de Erika Ortiz Rocasolano. No lo podía admitir desde lo que me queda de periodista, de no querer ser cínico con algunas cosas y de ser más respetuoso con el dolor de una familia. Ella no era pública, no era princesa, no era actriz, ni escritora, ni daba exclusivas de su vida o de la vida de su familia. Una mujer joven ha muerto antes de lo razonable.

Compañeros no me sean canallas. No sean tan cínicos. Ya sé que casi ninguno podemos, ni queremos ser Kapuscinski, pero de verdad hay que elucubrar sin saber, sin datos y sin pudor sobre la vida y la muerte de alguien a quien no conocieron.

Me gustaría que fuera verdad que los cínicos no valen para este oficio. Y si no valen que sean otra cosa. Que se llamen de otra manera. Yo no soy de los míos, pero desde luego de unos más que de otros. Al menos es lo que uno desearía, no ser como vosotros.

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8 de febrero de 2007
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Cuéntame

Siempre llega el momento, en mitad de la gira de promoción de un libro, en que uno se enfrenta al micrófono, observa el mar de rostros desconocidos y se pregunta: ¿qué demonios hago aquí? Supongamos que la ocasión tuvo lugar anoche, en un lugar de España que sería prudente no recordar; supongamos además que el mar de gente se parece, más bien, a un hilillo de agua; y presumamos, también, que el personaje que debía presentarme se ha ausentado sin aviso, dejándome a solas delante del micrófono y a orillas del curso de agua que no por ligero deja de ser intimidante.

En ese instante de angustia, uno se dice que está allí porque ha escrito varios libros. Y sabe que los ha escrito porque no pudo evitarlo, en cumplimiento de un deseo que surgió hace muchos, muchos años, cuando uno apenas levantaba del suelo y aún así había comprendido, ya, la importancia de las historias. La humana es la única especie que no se contenta con vivir la experiencia: necesita además revivirla y recrearla, mezclando memoria con imaginación y convirtiendo cada asunto, por nimio que parezca, en una historia hecha y derecha.

A veces creo que erectus, neanderthalensis y sapiens sapiens, aquellas etiquetas que nos colgaron para intentar definirnos, se pierden el salto más esencial: más que sapiens sapiens, somos homo narrandis (perdón por el neologismo), seres que se distinguen de las otras especies porque necesitan narrarse a sí mismas, contarse -y en el proceso de contarse, definir su propia vida. Dado que somos la única especie que puede elegir libremente su destino, contamos historias para imaginarnos cómo serían esos destinos posibles. De alguna manera estamos escribiéndonos a nosotros mismos a diario, con cada acto de nuestras vidas, con cada silencio.

Lo que descubrimos además en el proceso de intentar narrarnos, es que no podemos narrarnos solos. No hay nada más árido que un monólogo, que un solo instrumental sonando en el vacío. La vida suena más bien como un coral desaforado, en perpetua búsqueda de armonía. Nuestras sociedades siguen siendo disonantes, pero somos muchos todavía los que tenemos la esperanza de producir música en conjunto.

Una vez que sabemos que solos no llegaremos a ningún lado, llenamos nuestros relatos (¡nuestras vidas!) de personajes. Y los que hicimos de la narración un oficio (es un destino de la especie, pero algunos nos dedicamos a sacralizarlo), entendemos además que escribimos para llegar a otros. Lo que anotamos sobre el papel son partituras, nomás. Una vez escritas, esas partituras reclaman intérpretes para cobrar verdadera vida.

Entonces tragamos saliva, soltamos nuestros discursos con premura y llegamos a la parte más importante, al instante que habíamos estado esperando. Giramos el micrófono para que enfrente al público, miramos al desconocido más próximo y decimos: hola, cómo te llamas, quién eres, qué haces aquí.

Por favor, cuéntame.

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8 de febrero de 2007
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EL VIEJO PROBLEMA

Lectura de un artículo de Cristóbal Alliende en El Mercurio del domingo. La fecha es importante. Este domingo ya era un día de febrero, es decir, un día de vacaciones total en Chile. Ni hablar de literatura o de libros nuevos en los periódicos. Alliende es una firma que aparece a menudo en la prensa en Chile (fue editor de la revista De Libros de El Mercurio). Pero no hay duda sobre lo que es su artículo, «El novelista en su libro»: algo utilizado para tapar el vacío del verano en el hemisferio Sur.

Ese «algo» es apasionante: el viejo problema de la relación entre el autor y su novela. Alliende lo resuelve en ocho puntos. Se pueden resumir en una doble afirmación: el novelista está y no está.

Los ochos puntos de Alliende son contundentes:

1. Una novela tiene un autor (nada de la supuesta autonomía del texto).
2. Una novela es un telescopio para ver también a su autor.
3. El autor es prescindible (no importa conocer al autor para disfrutar su novela).
4. La novela autobiográfica es tramposa (si no, no es novela).
5. El autor es un mentiroso (por ser humano).
6. El autor es el propietario de su novela (con el derecho a comportarse como un gerente malo).
7. El autor tiene con sus personajes una relación que otra persona no puede tener.
8. La relación del autor con su obra no procede del mundo natural.

Ahora bien, me parece que falta un noveno punto: el novelista es el traductor de su obra. Marcel Proust, lo cita al final de su Búsqueda del tiempo perdido cuando pone muy feliz a su narrador. Este último sale del salón de los Guermantes y, después de sobrepasar su dosis razonable de vino, llega a pensar que pasar la vida con los Guermantes le ayudaría a escribir un gran libro. Pero enseguida entiende su equivocación. Recuerda que la realidad no es «una especie de basura de la experiencia». De ser así, el realismo sería el colmo del arte. Y Proust, o más bien su narrador –ya estamos en el problema– explica por qué un autor no tiene que inventar su libro. En realidad, dice, lo tiene en sí mismo y le falta traducirlo para sus lectores. Sigue la famosa frase: Le devoir et la tâche d’un écrivain sont ceux d’un traducteur (El deber y la tarea del escritor son los del traductor).

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8 de febrero de 2007
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TELA QUE CORTAR

Debo otra vez decir que disfruto entrar a leer los comentarios de mis lectores. Desde hace tiempos dejé de creer en el pensamiento homogéneo, y por eso me halaga que algunos de esos lectores me digan sobre qué debería escribir, y sobre qué no. Los criterios, son necesariamente contradictorios. Al principio, recibí un mensaje de un lector que me reprochaba hablar de Chávez, y me aconsejaba que en lugar de meterme en política, me metiera en literatura.

Ahora, otro lector me aconseja lo contrario, que en lugar de Santiago Apóstol, santo militar de la conquista contra los moros y contra los aborígenes americanos -tema para mí literario-, hable, según creo entender de sus palabras, sobre Daniel Ortega. Es un tema, este último, al que no he renunciado. Tengan en cuenta que se trata de escribir unos 250 blogs al año, y que todavía hay mucha tela que cortar.

No sé si es que algunas veces me paso de light, y hablar de los santos puede parecerlo. Pero no he tenido hasta ahora la tentación de entrar en temas de vasta y cerrada erudición académica, que más bien acaban aburriendo al más fiel y porfiado de los lectores. De todos modos ustedes aconséjenme, que el camino es largo y tendido.

Otra lectora no terminó de leerme, seguramente, pues se atiende a las primeras líneas del escrito donde menciono a Nicole Kidman, algo que puede parecer banal si no se sigue hasta el final, ya que trato de unos niños condenados a la oscuridad por daño de la luz, encima de la otra oscuridad que ya padecían desde antes, la miseria. Y he sentido mucho, claro, la muerte del escritor Frank Galich, cuya novela Devórame otra vez, prologué con gusto cuando apareció hace algunos años.

En, fin amigos, lo único que me inquieta es cuando al pie de mis escritos me encuentro con el número 0.

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8 de febrero de 2007
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El Boomeran(g)
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