Marcelo Figueras
Algunas cosas nunca pasan de moda. Ayer, en la estación de tren de Karlsruhe, le decía a Sven Puchelt que todo lo que sabía sobre Hamburgo se lo debía a Los Beatles. Sven, quien además de trabajar en la librería Litera Dur de Waldbronn tiene una banda de música llamada Lismore, me decía que el disco Love -esa relectura que George Martin y su hijo hicieron para el nuevo espectáculo del Cirque du Soleil- le parecía estupendo, a pesar de su escepticismo inicial. Le pregunté si había leído El Aleph, un célebre cuento de Jorge Luis Borges. En esa historia Borges descubre un aleph, esto es un punto físico en el que es posible ver todo lo que es, y al mismo tiempo; le dije a Sven que para mí el White Album de Los Beatles sigue siendo un aleph musical, un disco en el que puede oírse toda la música que fue y toda la que será.
Borges nunca pasará de moda. Ni Los Beatles. Estoy tentado de pensar que lo mismo ocurrirá con los trenes. Son uno de los mejores inventos del mundo, a pesar de que tantos kilómetros de vías hayan sido regados con la sangre de indígenas, de negros, de hindúes y de coolies, como nos lo recuerda la magnífica novela de Juan Gabriel Vásquez, Historia secreta de Costaguana. Los trenes son más eficientes y más estables -lo cual equivale a decir: más seguros- que los aviones. Cuando son tan cómodos como los trenes europeos, viajar es un placer. En estos días atravieso Alemania de sur a norte. De hecho escribo estas palabras encorvado sobre una cómoda mesa, en mi vagón de segunda clase. La mayor parte de los trenes tiene hasta conexiones para los ordenadores. (Que yo no estoy usando, aclaro. Este texto ha sido escrito a la antigua usanza, con tinta sobre papel.)
Por supuesto, hay trenes y trenes. Aquellos que conectan Buenos Aires con los suburbios fueron criticados durante años: la culpa la tenía el Estado, se decía, que era un pésimo administrador de servicios públicos. Finalmente Menem privatizó los trenes de la peor manera -como lo hizo todo- y ahora están en manos de empresas privadas que, por lo general, ofrecen un servicio que es peor que el de antes. De tanto en tanto las protestas de los pasajeros indignados bloquean la inmensa estación de Constitución. Uno toma los trenes del Ferrocarril San Martín sabiendo dónde pretende bajarse, pero sin saber nunca cuándo -ni cómo- llegará.
A miles de kilómetros de Constitución, el mundo que habito es otro. La Selva Negra ya ha quedado atrás. Mi hija duerme a mi lado, arrullada por el ronroneo de la máquina al desplazarse. El paisaje a ambos lados de la vía es verde: en parte arado en líneas paralelas que sugieren renglones, en parte ocupado por la abigarrada escritura de los bosques. El tren traza su propia línea sobre el terreno, y yo lo imito sobre el papel.
Hoy jueves llegaré a Berlín y mañana a Hamburgo. Una vez allí sucumbiré a la tentación y preguntaré si el Star Club y el Kaiserkeller, aquellos tugurios de puerto en que los jóvenes Beatles tocaban un rock anfetamínico, existen todavía. Quiero conocer la Reeperbahn desde que tenía pocos años y me enamoré de aquella música. Imagino que volveré a sentirme niño si visito esos lugares.
Algunas cosas no cambian nunca.