Vicente Verdú
Todo lo que se escriba en elogio del silencio es poco.
La facultad de callar y ofrecer un espacio a la indeterminación constituye una virtud que no se mide en términos tangibles sino invisibles, siendo la invisibilidad una creación de holgura en el significado de oportunidad y riqueza incalculables.
En el silencio se incluye la enciclopedia general del saber y de ese modo se vuelve sabio quien escucha y no dice. Toda habla nos limita, nos acota, nos determina o nos define. Exceptuando el mágico alcance de la poesía, cada palabra emitida alza una cerca alrededor del concepto imaginable y lo diseca.
El silencio, por el contrario, sin ataduras, sin confines, libera un desaforado caudal de significación en lo no significado, conserva en su interior la potencia de todo lo no dicho y, como decía Céline, guarda en su corazón lo más terrible por razón de no haber sido pronunciado todavía. Lo impronunciable es el tabú: lo prohibido y lo sagrado. Lo impronunciable es Dios y el Mal. La vida en sus vísceras invisibles, la muerte en su sonoridad inaudible.
El silencio acosa así más que la palabra o el trueno. Su amenaza multiplica la asechanza sin revelarse aún como, por el contrario, proclama y acota la explosión o el terremoto.
El sigilo nos traspasa, el silencio nos ahorca, la falta de sonido nos vacía la vida. Y, al revés: en el silencio se ubica la fuente de la máxima feracidad, allí se localiza la voz nativa, se acumula como en un almacén absoluto de tiempo y espacio original el principio capital del universo.