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El amigo alemán

Uno emprende aventuras serias por las razones más insensatas. Yo aprendí a hablar en alemán por culpa de Wim Wenders y Werner Herzog. Corría 1979, y habiendo concluido la escuela secundaria y mis estudios de inglés quería probar suerte con un nuevo idioma. El japonés era una tentación. (Por culpa de Kurosawa, como imaginarán.) Pero la complejidad que entrañaba el aprendizaje no sólo de la lengua, sino además de los ideogramas que la contienen, me pusieron en la senda de Alemania. Me asustaban menos las declinaciones que los (por lo demás fascinantes) caracteres del idioma japonés.

Por aquel entonces ya había visto las primeras películas de Wenders. Guardo el mejor de los recuerdos de Alicia en las ciudades y de El amigo americano. Y también me habían seducido -o me seducirían en el futuro inmediato- películas de Herzog como El enigma de Kaspar Hauser, Aguirre, la ira de Dios y hasta la remake del Nosferatu de Murnau. Ahora que miro hacia atrás, se me ocurre que el temperamento melodramático y la debilidad por los personajes extremos me acerca más a aquel Herzog que al Wenders que trabajaba la idea de la identidad en peligro. Pero en fin, Wenders amaba el rock and roll (de hecho declaró alguna vez que esa música le había salvado la vida) y yo también, le gustaba viajar al igual que a mí y estaba enfermo por el cine como yo. (Sólo hay que ver En el transcurso del tiempo para entender la hondura de su cinefilia.)

Así que opté por el alemán, nomás.

Casi treinta años después, Wenders ya no filma nada interesante. Herzog persiste en su búsqueda personal, me consta aunque no haya visto ninguna de sus últimas películas-aventura. Del cine alemán de hoy conozco poco y nada. De Tom Tykwer sólo vi La princesa y el guerrero, que me pareció una idea brillante perdida dentro de un film que no estaba del todo a su altura. Ahora se despertó mi interés por Las vidas de los otros, un film alemán que aspira al Oscar a la Mejor Película Extranjera; todo el mundo dice que está muy bien. Y por supuesto admiro a Michael Haneke, a pesar de que es austríaco y de que últimamente (tanto en La pianista como en Caché) filma en francés: es el único a quien considero a la altura de aquellos maestros de los años 70 y 80.

Treinta años después yo tampoco soy el mismo. Los cinco años dedicados a estudiar alemán han perdido su lustre por falta de uso. Un idioma es un músculo que sólo se mantiene en forma mediante el ejercicio, y en todo este tiempo casi no he concurrido al gimnasio adecuado. Ojalá la inmersión forzosa en su música me lo refresque: ayer llegué a Munich para una lectura de Kamchatka en el Instituto Cervantes, hoy estaré en Karlsruhe, mañana en Bremen, el jueves en Berlín y el viernes en Hamburgo. (Esto va para Hjorgev, que pedía datos sobre mi paso por estas tierras.)

Mi madre se contagió de mi entusiasmo por aquel entonces y se puso a estudiar alemán en el Goethe Institut de Buenos Aires. Para cuando murió, había aprendido a hablarlo bastante bien. Hay cosas que no perdemos ni siquiera con el desgaste del tiempo. Tengo la fantasía de que buscaré algún sitio en Berlín que haya servido de escenario a Las alas del deseo (en el film hay una pared que se ve detrás del anciano narrador y de uno de los ángeles, donde se lee: figueras), para quedarme allí por un rato, hasta asegurarme de que mi ángel-madre haya oído todo lo que mi corazón tiene para decirle.

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13 de febrero de 2007
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Un hombre observador

El pelo rizado que enervaba el aspecto de su cabeza le obligó a usar un potente fijador de cabello. Al parecer fue una condición para conseguir la plaza vacante en Las Cortes. Según comentaba su jefe, no conviene descuidar la apariencia de un bedel pues su oficio es estar disponible y, al mismo tiempo, pasar desapercibido.

Es un arte –añadió.

Fijándose en los habituales miembros del hemiciclo, el bedel recién contratado comprendió que el arte lo cultivan también los diputados españoles.

Se sorprendió muchas veces a sí mismo, mientras llevaba un vaso de agua a la tribuna, contando cuántos de aquellos representantes se habían dado a conocer.

Quizá –pensaba- su misión se parezca a la mía: no llamar la atención y acudir cuando se nos necesita.

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12 de febrero de 2007
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ALGO PASÓ EN CUBA

En Cuba, la noticia principal no es la capacidad gástrica de un comandante pre-jubilado, es lo que pasó en la XVI Feria del Libro de La Habana. Sometiéndose a un jerarquía clásica de la información, Mauricio Vicent, corresponsal del diario El País en la capital cubana, dedica su título y su “lead” (primer párrafo) a la declaración de Raúl Castro: “Fidel va mejorando por día” y “se le consulta todo”. Pero lo fundamental, lo verdaderamente revolucionario es el resto de su texto publicado en la edición del diario del sábado (hoy sólo los suscriptores tienen acceso).

César López, el poeta al que rinde homenaje la feria, pidió al evento, en un discurso público, superar “cualquier limitación que en el transcurso de los años pueda haber mostrado, soportado y sufrido nuestra cultura”. Y citó de manera favorable a grandes escritores exiliados: Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, Gastón Baquero y hasta Jesús Diaz, fundador de la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Raúl Castro estaba presente, después estrechó la mano del poeta y por la noche, tanto las palabras como las felicitaciones del hermano de Fidel estaban en las noticias del telediario.

Para entender el enorme paso adelante que representa este acontecimiento, hay que recordar las dos etapas de la historia de los intelectuales en Cuba:

1. Fidel Castro, en sus “palabras a los intelectuales”, el 30 de junio de 1961, define la regla del juego “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Entonces, sólo existe la categoría del artista revolucionario. Y así fue durante décadas, pues Fidel no era ni un José Stalin, capaz, en su brutalidad, de hacer algo para proteger a Boris Pasternak o Ilya Ehrenburg o cuidar la obra de Serguéi Eisenstein.

2. Alfredo Guevara, Presidente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematograficos (ICAIC) repite mezzo-voce, a principio de los años 90, algo como “la Revolución puede aceptar artistas no-revolucionarios, pero no aceptará artistas anti-revolucionarios”. Era el principio de la política favoreciendo la salida de los artistas hacia el exilio. Tenían el derecho a volver a Cuba, a comprar allí su casa, etc., bajo una condición: callarse sobre la actividad política y la libertad en su patria, sobre todo hablando en presencia de la prensa.

Lo que cuenta Mauricio Vicent es obviamente algo nuevo, que no se esperaba. Es imposible saber si es el fruto de la enorme agitación provocada por el retorno de burócratas que se dedicaron, en los años 60 y 70, a perseguir a los artistas e intelectuales con especial énfasis en contra de los homosexuales. O si se trata de una verdadera apertura.  Podríamos hacer malas bromas al notar que la Revolución se reconcilia con los muertos y que faltan los exiliados vivos en las palabras de César López. Pero algo es algo. Y algo pasó en Cuba.

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12 de febrero de 2007
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A la caza de la primera página

Por una cruel casualidad, la primera novela escrita por los hermanos Goncourt debía aparecer a la venta el mismo día en que tuvo lugar el golpe de estado de diciembre de 1851. Cuentan en sus Diarios la desesperación con la que ambos corrían jadeantes por las calles buscando en los muros el anuncio del editor con la noticia de su novela. Pero todos los muros de París estaban empapelados con los edictos del directorio y los panfletos y arengas del nuevo régimen. Volvieron a casa vencidos, derrotados, maldiciendo la revolución. Ese día, hundidos y desesperados, juraron odio eterno a Napoleón III.

Los Goncourt, gente irónica y de muy notable inteligencia, eran conscientes de su vanidad, de su frivolidad adolescente, de la profunda estupidez que delata dar mayor importancia a un éxito personal efímero que a una convulsión social que iba a transformar la vida de Francia durante décadas. En sus Diarios, los Goncourt se burlan de sí mismos.

No creo que los actuales jefes de partido, de gobierno, de gabinete, tengan esa ironía. Me los imagino cada mañana lanzándose como frenéticos hermanos Goncourt al recorrido histérico de la prensa en busca de su miserable triunfo cotidiano y desesperados porque los periódicos traen la foto de De Juana Chaos, de una explosión en algún barrio de Barcelona, de una matanza en Bagdad, o las declaraciones de un botarate que quiere legalizar la coprofagia. Y luego, abatidos, derrotados, entregando el dossier al jefe y jurando odio eterno a quien les disputa la primera página.

Me los imagino como adolescentes insensibles a todo lo que no sea el iris de su burbuja narcisista. Me los imagino perfectamente ajenos a lo que está malbaratando nuestras vidas y la de centenares de miles de personas a las que sus triunfos personales nos traen sin cuidado y en cambio observamos horrorizados la decrepitud de una democracia que no tiene ni medio siglo de vida.
Y me los imagino incapaces de entender que a todos los demás nos dan náuseas sus carteles, cuando finalmente aparecen.

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12 de febrero de 2007
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EL PODER DEL TONTO

¿Cómo tratar al tonto? El tonto no se deja tratar.

Mientras la inteligencia puede aliarse con el enemigo y no es raro que juntos consigan vencernos en el lance, el tonto se defiende con pleno rigor. Indemne.

Siendo la estupidez un estado compacto opera como un baluarte de imposible conquista. El tonto se expone a la descalificación pero se opone ferozmente al desmontaje. Compone una unidad entera y enteca, una entidad que ocupa espacio propio y, a causa de su indisolubilidad, raramente se mezcla con otras composiciones, sin importar incluso lo tontas que fueran estas.

El tonto establece una naturaleza que, a la fuerza, se hará temer porque incluso en el supuesto de que se le rechace, no se desarticula y ataca. Aunque en un examen se le suspenda nunca se corrige, aunque se le condene nunca se inculpa.

Lo tonto nos puede en toda su amplia acepción. Nos derrota mediante un poder que no permite flaquezas por lado alguno.

Mazacote, absoluto, poseído de sí, no hay quien logre arrancar alguna de sus placas. La muerte tan sólo logra partirlo en dos mitades iguales, una idéntica a la otra, enfrentadas como semicráneos de un todo fractal en cuyo diseño la tontería se afianza y eterniza.

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12 de febrero de 2007
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Sexo en Zurich

-Buenas tardes, quisiera un látigo y un cinturón de castidad, por favor.

-Tenemos cuatro modelos de látigos, pero los cinturones son de la colección antigua. Si no le importa esperar, en una semana nos llegará la nueva colección desde Londres. Hay algunos rojos.

-¿En serio? Qué audaz. Yo siempre usé los negros.

-Los rojos le van a encantar. Y vienen con anillos para el pene a juego. Una monada.

Las dos señoras que sostienen esta conversación en el mostrador de la tienda parecerían dos venerables ancianas de no ser porque una de ellas es un señor. Se llama María, y es la dueña –o dueño, según su humor de cada día- de la tienda suiza de accesorios sadomasoquistas Extrem Design. La clienta en cambio sí es mujer las 24 horas del día, y lo ha sido toda su vida, desde hace unos sesenta años.

De hecho, la mayoría de la clientela que viene a comprar máscaras y cadenas está formada por parejas mayores con hambre de nuevas experiencias, aunque también hay algunas parejas jóvenes. Incluso hay familias que pasan por la tienda después de recoger a sus niños del colegio. Mientras ellos revisan las existencias, los niños juegan entre los juguetes sexuales, con cuidado de no romper nada.

Le digo a María:

-Tengo una relación satisfactoria con mi chico, pero a veces me gustaría que fuese un poco más… no sé… un poco más mujer. ¿Tienes algo que me pueda servir?

María sonríe y se desplaza hacia un rincón de la tienda haciendo sonar sus aretes y sus collares de joyas. Cuando regresa, lleva en la mano un par de pechos con lazos de seda negra.

-¿Qué te parece? –me dice radiante-. Prótesis de busto de silicona a sólo 498 francos. Si no eres mujer con esto, no lo serás nunca.

Toco la prótesis y la aprieto un poco. Es blandita y cálida. María la recomienda combinada con un uniforme militar (735 francos) o un corsé de látex con máscara incluida (1049 francos).

La tienda de al lado, Macho City Shop, es más especializada: sólo se ofrecen productos para hombres. Las bolas anales cuestan 79 francos, y por sólo 39, te dan un pene de medio metro con un glande en cada extremo. También hay una cosa llamada Anal Developer, pero no pregunto qué es para no quedar como un ignorante. Al salir, el vendedor me da un mapa con todos los bares de ambiente de la ciudad.

Zurich me parece una ciudad abierta, tolerante y liberal. En el periódico aparece la noticia de un cineasta amateur que recluta gente por la calle para improvisar películas porno en los baños de los bares. Según él, la mitad de los hombres aceptan el desafío. Entre las mujeres, el porcentaje desciende a un 20%.

Almuerzo con un amigo ecuatoriano que lleva un año viviendo acá. Me cuenta que se siente muy solo. Que lleva seis meses sin sexo, porque no termina de entenderse con las mujeres suizas. Dice que la única con que salió le resultó incomprensible, y él a ella.

-Qué extraño –le respondo, y le cuento todo lo que he visto durante la mañana. Las tiendas, las películas. Uno pensaría que los habitantes de esta ciudad viven en una orgía perpetua.

-Ya –me dice-, pero esas son tiendas para aficionados al tema. Los que van ahí se dedican a esto como otra gente juega fútbol o hace alpinismo. Tienen sus clubes, sus lugares de reunión, sus temas de conversación…

-Con más razón –le digo-, debe haber gente que quiera acostarse contigo, al menos por curiosidad. En todas las sociedades, los heterosexuales aburridos hemos sido mayoría. No debería ser tan difícil.

-¿Un polvo rutinario y hetero? –me pregunta, y después de meditar un rato, añade-. No. Creo que eso aquí está considerado como perversión. Quizá hasta sea delito.

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12 de febrero de 2007
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DICHOSO EL MALADRÓN

             No sé si el único lugar del mundo católico donde la imagen de un delincuente que no quiso arrepentirse se halla expuesta dentro de un templo, y recibe adoración de sus fieles, es la ciudad de Masaya, Nicaragua. Se trata de la imagen del Maladrón, terrible escultura que muestra el retorcido cuerpo de Gestas colgando contra su gusto de la cruz, obsequiada al templo del Calvario hace más de un siglo por la bisabuela de mi amigo el cantautor Hernaldo Zúñiga, originario de esa ciudad. Por supuesto, la piadosa señora también obsequió la imagen de Cristo Crucificado, y la del Buen Ladrón, Dimas, clavadas las tres cruces en la propia entrada del templo.

            Los adoradores del Maladrón, que le piden liberar prisioneros y dejar a buen recaudo a malhechores que huyen de la justicia, se arrodillan a rezarle cuando el sacristán no los ve -pues tiene este guardián de la fe órdenes estrictas de echarlos del templo-, encienden profusas velas a sus pies, enfloran su cruz y, como está prohibido que la imagen tenga a su lado alguna alcancía, descubrieron ellos mismos un hueco al costado de la imagen, causado por las polillas, y allí depositan sus óbolos. En el mismo hueco hizo nido alguna vez una familia de abejorros, que con el ruido de sus alas causaban el efecto de una voz humana. Se regó entonces la noticia de que el Maladrón quería hablar, fueron cura y sacristán a revisar la imagen, y encontraron los abejorros, y el dinero, que sirvió para restaurar la imagen amenazada por las polillas.

            No corrieron la misma suerte el Cristo Crucificado y Dimas, el Buen Ladrón, que un día de hace poco se desplomaron con todo y cruz, por causas del trabajo de las mismas polillas, mientras el Maladrón quedaba incólume, gracias al favor de sus fieles.

            He escrito a Hernaldo a México para contarle esta historia, y hacerle ver algo que me llenó primero de asombro, pero luego no hizo sino confirmar las certezas que tengo sobre este país tan desgraciado: son los ladrones sin redención,  los malandrines y corruptos, y los que lavan dinero, quienes siempre quedan indemnes, y gozosos.

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12 de febrero de 2007
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La elusiva naturaleza del amor

Mi hija más pequeña se enamoró de La ciencia del sueño, la nueva película de Michel Gondry. La vimos el sábado por la noche en los cines Renoir de Floridablanca, en Barcelona. El detalle me pareció apropiado; me refiero a que el espíritu benevolente de Renoir presidiese la velada, aún en esta época que parece haber condenado sus películas al olvido. Al oír el nombre Renoir, la mayor parte de la gente piensa en la cadena de cines antes que en el viejo maestro. Imagino que Gondry disfrutaría de la ironía: su película es tan encantadora como las del viejo cineasta de La gran ilusión, y corre el riesgo de pasar desapercibida por las mismas causas que hoy determinan el olvido de aquellos clásicos -un espíritu juguetón tan idiosincrático, que termina siendo propenso a los malos entendidos.

Durante un rato me pregunté cuál sería la causa del embeleso de mi hija. La película me había gustado, pero no tanto como a ella; supongo que de alguna manera envidiaba la frescura de su entusiasmo. Imaginé que Milena se había involucrado en la historia de amor: después de todo la timidez casi patológica de Stephane (Gael García Bernal, que está estupendo) se parece mucho al pudor de los adolescentes. Pero al fin entendí que la fascinación de mi hija iba mucho más hondo. La asombró que Gondry narrase el romance no desde la falsa objetividad que se ha convertido en el recurso narrativo más común en el cine, sino desde el interior de la cabeza de Stephane, sin que podamos distinguir del todo sueño de vigilia, ni hechos de delirios.

La sintaxis del cine se parece a la de los sueños. Comparten la fuerza de las imágenes, la suspensión de la incredulidad, la persuasión del sonido y la indómita imaginación que enhebra sucesos y asocia ocurrencias; el cine es la única clase de sueño que hemos conseguido plasmar sobre un soporte físico. Esto era evidente para los primeros cineastas, de Melies a los surrealistas. Sin embargo a poco de iniciado el siglo XX -y en especial ante el advenimiento del sonido, que potenció la asociación con lo real-, los intentos de profundizar los lazos entre el cine y lo onírico se vieron desplazados por los dictados de la industria. Había que narrar "objetivamente" y ceñirse a una lógica cartesiana, aún cuando la historia fuese tan delirante como las que enfrentaban a Flash Gordon con el villano Ming. Hubo algunos que siguieron agitando el estandarte pero fueron pocos y en general ya han pasado a mejor vida. La generación de Milena no conoce 8 y 1/2, por ejemplo. Lo más parecido al surrealismo que conocen lo vieron en algunos clips de MTV. (Donde Gondry se convirtió en un hechicero, dicho sea de paso.)

A Mile le encantó que Gondry inventase sus propias reglas para narrar la historia, por disparatadas que parezcan, y que se atuviese a ellas hasta el final. A mí me encantó además que su fantasía fuese puesta en escena con tanta simpleza, utilizando cartón corrugado, tiritas de celofán y técnicas primitivas de animación; quiero decir que cualquier latinoamericano podría haber filmado la película con dos pesos -siempre y cuando contase con la imaginación suficiente. Y en el fondo, creo que tanto Mile como yo le agradecimos a Gondry que contase una nueva historia de amor, después de haberlo intentado ya -y de manera maravillosa- en Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Hay pocas cosas más difíciles en el mundo cínico que nos tocó en suerte que narrar una historia de amor de manera convincente (nadie dice que haya que ser realista para ser convincente), y Gondry lo logró otra vez.

A fin de cuentas, las dinámicas del amor y del sueño también tienen mucho en común. Son inapresables, lidian con nuestros sentimientos más profundos y tanto cuando salen bien como cuando salen mal, nos cambian la vida.

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12 de febrero de 2007
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EL CLUB DE LOS FALTOS DE CARIÑO

Es mi club, creo que es también el club de mucha gente, pero ante todo nada de quejas. No se admiten quejas, ni plañideros. En el club, aunque no haya muchos motivos, se tiene que estar dispuesto a espantar la melancolía con cualquier excusa. No me hago de ningún club, ya recuerdan aquello de Groucho Marx, pero me siento sentimentalmente vinculado a éste que creó Manu Legineche hace 40 años y un día. Y dice que él sigue en el club. Que sigue creciendo, los últimos en ingresar han sido una gata llamada Muki y un pato, llamado Toribio. Todos residentes en Brihuega, provincia de Guadalajara. Allí se refugió hace años el añorado Manu, entre las ruinas de su inteligencia, en un viejo palacio que llaman “la casa del gramático”. Muchas veces le recuerdo. No tuve un trato muy cercano con él pero siempre me gustó lo que escribía, lo que contaba, sus amigos y su manera feliz de disimular la soledad. Ahora acaba de publicar un libro, un diario o algo parecido, que está lleno de inteligencia y de sensibilidad nada sensiblera. Ha puesto nombre a sus árboles. Pio Baroja al nogal, Miguel Delibes al ciprés, a un laurel Unamuno, al pino Azorín, a la higuera Hemingway y a un ciruelo Joseph Pla. Algunos nombres están claros, a otros habría que verlos para entenderlo.

El libro, repito, es una delicia se abra por donde se abra. Por ejemplo yo les voy a copiar un poco de la voz dedicada al jardín.

“El jardín.

”Naces en la aldea y vuelves a ella. Como Homero, prefieres la pequeña isla de Aarón a las cien ciudades de Creta. En el fondo todos somos exiliados de nosotros mismos. En este jardín cabe entero el ‘Cántico’ de Jorge Guillén…

”No temas si vacías tu fragante copa, pues hay una taberna allende el claro del río. Lo que crece, el árbol -dice Yutang- es siempre más hermoso que lo que se construye”.

Está más en alza lo que se construye, como sea, donde sea, que lo que crece. El goce de los pinos para el sabio chino representa el silencio, la majestad y el desasimiento de la vida. El pino lo comprende todo, pero no habla y en ello radica su misterio y su grandeza. El ciruelo simboliza para los hijos del Imperio de Centro la pureza de carácter. Es la flor del poeta. El sauce hace sentimental al hombre e invita al chirrido de las cigarras. Las rosas invitan a las nubes, los pinos al viento, los bananeros llaman a la lluvia. Las flores hay que bañarlas cuando están dormidas….

La auténtica felicidad es barata, o tiene que serlo, si bien entiendo que haya quienes sigan la recomendación del arquitecto Frank LLoyd Wrhight: “Dadme el lujo y renuncio a la necesidad”

Hoy me había levantado más Leguineche, pero, sinceramente, me gustaría saborear eso que pide LLoyd Wrhight. No debe saber mal.

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9 de febrero de 2007
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Presentación de “Ciudad propia” (Editorial Artemisa), Francisco Ferrer Lerín

Ayer, 8 de febrero, por la noche, un grupo de lectores de Paco Ferrer Lerín presentamos en la librería La Central su volumen de poesía reunida recién editado. Como muchos seguidores del blog conocen al mítico escritor y estudioso de las carroñeras, he pensado que quizás les divierta leer la mía. A pesar de la lluvia que caía, al acto acudió tal cantidad de gente que la sala quedó pequeña y más de la mitad hubo de oír las intervenciones desde el exterior. No me extraña. La poesía de Paco es original, personalísima, sin relación con las distintas escuelas habituales, es sarcástica y narrativa, algo surrealista y muy elegante. Y está interesando cada vez más a los jóvenes, como subrayó otro presentador, Javier Ozón.

¿Qué se puede decir de la poesía, un arte en extinción si no ya extinguido totalmente? Nada. Ni falta que le hace. Pero sí podemos hablar de algunos especimenes supervivientes que, como el lince de Doñana, aún se mueven entre nosotros.

Para su desdicha, el poeta Ferrer Lerín (a partir de aquí “Paco”), no tiene biólogos, ecólogos y naturalistas que vigilen sus pasos para evitar que le aplaste un cuatro por cuatro, no está tutelado, ni protegido, ni recibe subvenciones. Tampoco le facilitan los apareamientos, lo que seguramente él agradece.

Sin embargo hay que pensar que el lince tiene otra clientela, como por ejemplo sus compañeros de vida salvaje. Algunos están ahí para ser devorados, como los conejos. Otros, para darle compañía. Hoy nos hemos reunido para darle compañía, aunque corramos el riesgo de acabar devorados.

Puede parecer extraño que alguien de la tribu silvestre, pero de especie más abundante, común, de menor categoría, un zorro, un gato montés, o incluso un meloncillo (Herpestes Ichneumon), haga el panegírico del lince, pero de eso se trata y allá voy. Este es el panegírico de un lince en boca de un meloncillo.

Creo haber dicho en varias ocasiones que los poetas, a diferencia de la restante gente de letras, tienen la obligación de llevar una vida ejemplar. No pueden contradecirse. O bien están perfecta y perpetuamente locos, como Panero, y no se convierten de la noche a la mañana en profesores de literatura. O bien son colosalmente cuerdos y, como Eliot o Stevens, se mantienen toda la vida petrificados en la figura egipcia de un burócrata bancario o un agente de seguros.

Habría sido lamentable que de repente Eliot se hubiera dejado crecer unas largas guedejas y vestido con apretados pantalones de tweed y se hubiera unido al alegre grupo de los chicos de Isherwood. La poesía de Eliot habría aparecido a una luz totalmente distinta y seguramente “Miércoles de ceniza” se habría interpretado como una reunión de fumadores de porros.

Muy escasos son los poetas verdaderos que pueden contradecirse biográficamente: se es lince de una vez por todas, o se produce una enorme confusión y aquello no era lince sino chihuahua. Vean el caso ejemplar de Rimbaud que cuando decidió cambiar de vida y dedicarse al contrabando abandonó para siempre la poesía.

Paco era lince ya a los 18, cuando le conocí, y creo que hoy, ya talludito, nadie lo confundiría con un chihuahua. No hay un momento de su vida que niegue al anterior. Dado lo difícil que es hoy juzgar la poesía, es su coherencia vital lo que la garantiza. De muy joven, ya el lince espiaba a los buitres desde su madriguera y así sigue en la actualidad. Ha pasado la vida entera mirando hacia arriba. En general, los poetas, como los niños, miran hacia arriba.

¿Quiere esto decir que ha dedicado todos estos años a escribir poemas? En absoluto. Estoy persuadido de que les habrá dedicado, haciendo la media, un cuarto de hora al año como mucho. Pero es suficiente porque él ha vivido poéticamente y sus escrito son tan sólo breves documentos de su experiencia. Eso es lo que suelen ser los poemas verdaderos, el testimonio de una experiencia que la mayoría de los humanos nunca tendremos. Otro poeta verdadero del género loco, Hölderlin, decía que los poetas son pararrayos. Creo que muy pocos de entre nosotros habrán tenido esa experiencia, recibir directamente el fuego del cielo sobre el occipucio es algo reservado a personas de mucho fuste.

Perdonen que insista en la comparación, pero los biólogos saben que hay linces y que gozan de buena salud porque van dejando deposiciones aquí y allá, a veces rellenas de huesecillos animales y otras veces de simiente frutal. Esto me lo enseñó el propio Paco en nuestras primitivas excursiones. También me enseñó palabras poéticas como “egagrópila”. Los poetas saben palabras que parecen pertenecer a una lengua ancestral.

Pues bien, mal que nos pese, los poemas vienen a ser esas señales orgánicas que dan fe de vida. No estoy siendo soez. Recuerden que la obra de arte que inaugura el arte contemporáneo, la Mona Lisa del arte actual, es un urinario.

Así que la vida del poeta Ferrer Lerín no tiene nada que ver con la vida habitual de los ciudadanos, aunque siendo Paco hombre de exquisita educación, lo disimule y lleve una vida aceptable para la guardia civil y para el Ministerio de Hacienda. Sin embargo, lo que él ha podido ver, lo que sabe de esta vida nuestra incomprensible, no tiene relación alguna con lo que nosotros hemos visto o sabemos. Pertenece a otro orden, a un saber que sólo se adquiere dedicando una vida completa a mirar hacia arriba y a soportar el fuego celeste.

Y como estamos entre amigos, voy a contarles la última vez que Paco tuvo la generosidad de compartir conmigo un poema. Fue hace pocos meses. Estábamos agazapados unos cuantos lectores de su poesía entre los árboles de un monte de la jacetania, que viene a ser el Macondo de Paco, a la espera de que bajaran los buitres para devorar unas piltrafas que antes habíamos extendido por una planicie a unos 50 metros de distancia.

Les ahorro la descripción de una nube de buitres cubriendo el sol hasta hacernos creer que había llegado el crepúsculo a mediodía, y cayendo luego en picado a pocos metros de nuestros ojos. Lo que en esa ocasión me descubrió Paco no fue la épica de las carroñeras, que la tiene, sino la lírica del vuelo y de la caída. Cuando los buitres estaban ya a punto de precipitarse, Paco susurró casi para sí mismo, “el ruido, el ruido”.

En efecto, lo sobrecogedor no es el acto mismo del ave precipitada sobre la carroña, sino el estruendo de cien alas de tres metros cada una cayendo sobre la tierra como los ángeles condenados por su soberbia. Es una música atronadora y fúnebre. Un redoble colosal que parece anunciar la decapitación de un monarca.

Ese fue el último poema que he compartido con Paco. Por fortuna, hay en este libro muchos otros poemas, esta vez escritos, que permiten al lector atento vivir experiencias inusitadas, capaces de transformar nuestras vidas terrestres en algo más próximo a la vida solar y de hacernos mirar hacia arriba aunque sólo sea durante unos minutos.

Porque los poemas de Paco imitan con gran exactitud la música de los buitres. El sonido de la caída. El himno de los condenados. Nuestro himno.

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9 de febrero de 2007
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