Sergio Ramírez
Igual que los perfumes, que solamente pueden nombrarse dándoles una referencia: olor a rosa, a sándalo, a cuero viejo, a sudor, a hojas secas, a aguas estancadas, porque huyen de toda explicación por falta de sustancia, así mismo el hüzün que el propio Pamuk siente por su ciudad necesita de enumeraciones para intentar explicarlo, y lo hace, una larga lista de apuntes de la memoria, que es como buscar descomponer en sus elementos esenciales un paisaje urbano con todo y sus gentes, y convertirlo en una tabla de referencias, algo a través de lo que puede lograrse una aproximación, pero nunca aprehender su totalidad.
Cada uno de nosotros tiene su propio hüzün, su saudade, su cabanga, por una ciudad que es propia, y siempre buscamos descodificar ese sentimiento en la mente. Puede estar frente a nosotros la ciudad amada, disolverse cada tarde en el crepúsculo, o vivir en un depósito privilegiado de la memoria. Y siempre jugaremos a desentrañarla, como quien repasa una vieja colección de tarjetas postales que nunca dejará de crecer, sino con la muerte.
La ciudad, nuestra ciudad, que cada día entra más en el pasado, nuestro propio pasado, y la vemos así alejarse en el horizonte, tragada cada vez más por la niebla, y entonces, hacemos nuestra lista: gritos perdidos de niños que juegan en el patio de una escuela, el graffiti en una pared, la estela de un avión que cruza el cielo con rumbo desconocido, las luces que se encienden en la marquesina del cine de la esquina, los autobuses atestados de gente que regresa a sus hogares, un ensayo de piano o de clarinete tras una ventana, el ulular lejano de una sirena en medio de la noche, el llanto desconsolado de un borracho solitario, los pasos de una pareja que se aleja acera abajo.
Los dioses siempre te abandonan a tu propia memoria, como en el poema de Cavafis:
Dile por fin adiós a Alejandría que se marcha,
y sobre todo no te engañes y no vayas
a decir que fue un sueño, que se confundió tu oído…