Marcelo Figueras
La cabeza funciona del modo más raro. La noche del viernes, por ejemplo -mi última noche en Alemania, después de la presentación de Kamchatka en Hamburgo-, estábamos a punto de cenar cuando tuve la sensación de "dejá vu" más poderosa que haya experimentado nunca. Mi cabeza me juraba que yo ya había vivido esa escena de alguna manera, aunque más no fuese con el disfraz de un sueño; sólo que en el sueño, que es fragmentario por definición, yo no sabía aún que el hombre que cenaba a mi izquierda, y que en esa visión original sólo identificaba por su parecido con un actor inglés de talento, era Juan Carlos Benavente, profesor de español en el Instituto Cervantes, así como tampoco sabía que el lugar de la escena -un edificio hermoso, llamado Casa de Chile- era Hamburgo. Durante un instante creí que la lectura del primer capítulo de Kamchatka se me había subido a la cabeza, y que el tiempo, como mi personaje Harry sostiene allí, ocurre todo junto, del mismo modo en que tantas emisoras de radio coexisten a la vez. ¿Será verdad que podemos espiar el futuro, cuando nos detenemos un instante en nuestra loca carrera para espiar por la cerradura de alguna de sus puertas?
El sábado por la noche, mientras hacía tiempo para entrar al cine, mi hija y yo jugábamos a un juego que en la Argentina se llama Tutti Frutti. (Mi amiga Lulú sostiene que en Venezuela se llama Stop; los juegos se repiten en todas partes con mínimas variantes.) Se trata de elegir algunas categorías -sitios del mundo, actores, películas, cantantes o bandas musicales-, optar por una letra del abecedario y llenar cada casillero de la forma más rápida posible. La letra que había tocado en suerte era la hache. Yo completé la mayor parte de las categorías de forma convencional (Holanda, Hugh Grant, Henry Rollins), pero cuando llegué a película, todo lo que acudió a mi mente fue Había una vez un circo, una vieja comedia con Gaby, Fofó y Miliki. ¿Por qué, pudiendo haber elegido películas tan decorosas como Hiroshima mon amour, Hatari y Haz lo correcto, sólo pude pensar en Gaby, Fofó y Miliki? Entré al cine silbando la cancioncita, que ya no se me despegaba: "Había una vez un circo, que alegraba siempre el corazón…"
Cada vez que bajamos la guardia, la cabeza nos demuestra que por más que intentemos controlarla, ella sólo se atiene a sus propios códigos. Ya sea para recordarme a unos payasos a los que amé de niño, o para sugerirme extrañas nociones sobre la naturaleza del tiempo (en el fondo nunca dejamos de ser del todo quienes fuimos, ni siquiera en el amor por Gaby, Fofó y Miliki), nuestro cerebro nos demuestra a cada paso que sabe mucho más de lo que creemos sobre todo lo que necesitamos para vivir en plenitud.
Si tan sólo lo escuchásemos más a menudo.