Sergio Ramírez
En Estambul, memorias y la ciudad, Pamuk explica el hüzün como un mal común a los habitantes de la ciudad, atrapados entre el borroso recuerdo de una lejana gloria, y el incierto presente de una modernidad que huye hacia delante, con apariencia, más que sustancia, de quimera. Es el precio que pagan por vivir en la frontera incierta de dos mundos, no sólo en términos geográficos, sólo el estrecho del Bósforo separando dos continentes, Asia y Europa, pero también separando dos ideas de civilización, la del esplendor perdido del oriente que reinó desde Estambul, cabeza del imperio otomano, y la del occidente hacia donde Turquía quiere ir, bajo la pretensión de modernidad insuflada desde los tiempos de Kemal Ataturk, el gran reformador de la primera mitad del siglo veinte, y cuyo apogeo vendría a ser el ingreso de Turquía en la Unión Europea. El hüzün como melancolía ante la identidad incierta.
Un mundo perdido que no se puede recuperar, pero cuyo espíritu vaga por las calles y entresijos de la ciudad, iluminado por la luz mortecina de la nostalgia. El hüzün, al que Pamuk ve no como la consecuencia, sino como la causa inmanente de la búsqueda incesante de un pasado cada vez menos aprensible. Pero ese hüzün, esa cabanga, por una ciudad, ¿tiene que ver sólo con una frontera cultural, o continental, con las glorias pasadas y las pretensiones de futuro?
Todos tenemos nuestro propio hüzün, nuestra propia cabanga por la ciudad perdida o presente donde vivimos nuestra infancia, la adolescencia, la primera juventud, la ciudad a la que una vez llegamos como forasteros para quedarnos, o aquella de la que vientos contrarios nos alejaron.