Vicente Verdú
Digo “verdad” u otra categoría que resista al menos el peso del cuerpo porque la sensación general es hallarse actualmente suspendido en el aire, sin asidero en un lema, una sentencia, una revelación sostenida e incluso una bien atinada cita.
El espíritu de esta época coincide con la vivencia de una atmósfera imprevisible que lo mismo desencadena un huracán que una corrupción inefable de la Justicia, una masacre territorial o el suicidio de un colegial por día. Se trate de los llamados valores, de las referencias o de los principios, un acuerdo común diagnostica su desaparición, su desvanecimiento o su confusa decadencia. Ni padres, ni maestros, ni jueces, ni presidentes. A todos se les han escapado los papeles en la ventisca. Como consecuencia vivimos en este dictamen de la improvisación y la inminencia. A menudo, en el posmodernismo, uno y otro, se glorifican como condiciones vitalistas que enfatizan la joie de vivre, pero lo cierto es que son realmente agotadoras. La improvisación crea ansiedad, incertidumbre y dosis de miedo. La inminencia, a su vez, posee la naturaleza del ataque y aumenta el pavor.
En el seno del pavor tratamos de desenvolvernos con cordura pero no viene siendo fácil. La inspiración para vivir, falta de un código encuadernado, trata de apañarse con notas y hojas sueltas y la consecuencia es la fatiga crónica. En términos generales, la inspiración dominante procede del suspiro sucesivo y, de suspiro en suspiro, comprendemos que sobrevivimos de milagro. Cuanto creemos, decimos o transmitimos desaparece como un soplo y de liana en liana, de improvisación en improvisación, de carátula en carátula; nos desvivimos, puesto que el rostro de la verdad ha perdido su identidad y día y noche se halla en manos de la cirugía.