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Sin Ángel

No quiero que este blog parezca el Spoon River de Edgar Lee Master, siendo un apasionado del libro y del poeta. Pero tantas muertes me superan. Me extrañó que se muriera un eterno como Pepín Bello pero lo de Ángel es tremenda injusticia de distinta dimensión. Lo de Ángel me rompe muchas más cosas. Hacía tiempo que no lloraba, quiero decir algo más que una de esas furtivas lágrimas que de vez en cuándo pueden caer al leer, ver, escuchar algo que te emociona. No era eso. Eran lágrimas que no pude contener cuando en ese lugar tan extraño donde se van a convertir en cenizas personas que queremos, escuchamos a su amigo de infancias y complicidades literarias, Manuel Lombardero. Y la emoción siguió con otro de sus grandes amigos, su cómplice, de vida y generación, nuestro amigo José Manuel Caballero Bonald. Sintiendo que le han dejado sólo. El último de aquella generación de plata, de aquella generación del cincuenta que tanto bebió. La generación del alcohol. La mejor de los poetas que hemos podido conocer, querer, tratar y disfrutar.

No puede decir muchas cosas sobre Ángel que no me resulten pequeñas, banales, prescindibles. Le quisimos. Le seguimos queriendo. Hasta unas horas antes de morir con él estuvimos compartiendo cosas de vida. Cosas de leer, de beber, de fumar o de fugarnos. Penúltimo de los grandes poetas vivos de su generación. Poeta sin Premio Cervantes. Poeta con lectores.

Si acaso seguir leyendo a Ángel. No olvidaremos su cercanía. Y siempre nos acompañará su poesía.

Ahí, donde fracasan las palabras, nos acompañan sus poemas.

 

Siempre lo que quieras

 

"Cuando tengas dinero regálame un anillo,

cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,

cuando no sepas qué hacer vente conmigo

-pero luego no digas que no sabes lo que haces.

Haces haces de leña en las mañanas

y se te vuelven flores en los brazos.

Yo te sostengo asida por los pétalos

como te muevas te arrancaré el aroma.

 

Pero ya te lo dije:

cuando quieras marcharte esta es la puerta:

se llama Ángel y conduce al llanto".

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14 de enero de 2008
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Carla Bruni se queda en casa

Aunque no debería parecernos una imputación ofensiva, lo cierto es que Sarkozy sigue los pasos de George Bush. Los dos están de gira en Oriente Medio.

En la imagen distribuida por Reuters, el presidente norteamericano sostiene en su brazo la figura regia de un halcón al que mira con una mezcla de curiosidad y respeto. Su agenda de actividades incluye estos episodios folklóricos pero lo prioritario es consolar a las tropas americanas acuarteladas en la zona de guerra, anunciar la reducción de los efectivos humanos destinados a luchar (y morir) en Iraq y pronunciar algunas arengas y estimulantes bravatas.

A sus anfitriones árabes, tratados siempre como aliados, les dedica tartamudas proposiciones diplomáticas. Ahora se trata de convencerlos para organizar un frente común contra los persas. Hace unas semanas USA reconoció que Irán no tiene el programa nuclear que tanto nos alarmó meses antes de Navidad. Ahora, Bush, el pato cojo, vuelve a la carga: Irán es el santuario del terrorismo internacional. ¿Debemos creerle? ¿Servirá de algo a partir de ahora la palabra de honor de un presidente norteamericano? No hubo armas de destrucción masiva en Iraq, no hubo programa de armamento nuclear en Irán... ¿O nos conducirá nuestra adocenada ingenuidad europea a un nuevo bochorno?

La visita de Sarkozy pertenece al protocolo de la grandeur que imagina para su Francia, aunque eso suponga compartir con los norteamericanos un antiguo propósito: postergar indefinidamente la puesta en marcha de una política exterior europea.

La visita de Sarkozy a Arabia Saudí -como consejero delegado de la coalición nacional de empresas energéticas francesas- será eficaz, aunque para ello deba dejarnos a todos en ridículo: Sarkozy, que considera a Arabia Saudí un "aliado ineludible, moderado y estable", acepta que su querida Carla Bruni se quede en casa. ¡Cuánta alegría debe sentir Benedicto XVI, el Papa preconciliar que mira con mala cara a los divorciados!

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14 de enero de 2008
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El fracaso, según Beerbohm

Tengo mucho que decir sobre Sir Maximilian Beerbohm (1872-1956), caso singular de la literatura inglesa. Su única novela, Zuleika Dobson (traducida por la casa editorial Destino), historia de una muchacha tan bella que quitaba la respiración a los estudiantes de la universidad de Oxford, hasta tal punto que todos, menos uno, se suicidaron tirándose a un río, es la obra más ligera, más fresca más inverosímil que se puede encontrar en la literatura de pura ficción. Como todos, empecé por esta novela y descubrí poco a poco los bocetos, las parodias, los artículos. El «incomparable Max» (la fórmula es de George Bernard Shaw) no tiene una obra. No quería tenerla: a los 25 años agrupó siete ensayos suyos en un libro, el primero, titulado Obras de Max Beerbohm, y anunció su voluntad de jubilarse por estar ya fuera de moda.

Por suerte, tuvo dos vidas. Una vida de crítica de teatro, dibujante, ensayista en esta generación de  los decadentes (George Moore, Arthur Symons, Oscar Wilde) que fue una molestia para la sociedad victoriana de Londres al final del siglo XIX; y otra vida de exiliado, en Rapallo, en Italia. Nunca aprendió el italiano y se dedicó a producir una especie de síntesis de lo que fue Londres a principio del siglo XX, de lo que recordaba, de lo que decían sus visitantes. Se describía como «un vínculo interesante con el pasado». Era «el último hombre civilizado» para Rebecca West y «un genio de la categoría más alta» para Evelyn Waugh.

Para mí, era un hombre de tanto talento que me dediqué a traducir y conseguir la publicación en francés de su famoso cuento El hipócrita feliz. Es «un cuento de hadas para hombres cansados» como dice su subtítulo. Es la historia de un hombre que se pega una máscara (que llaman careta en ciertos países) en el rostro para esconder su maldad y, al final, su cara se transforma y se parece a la máscara. Es una metáfora de la «filosofía de la máscara» de Beerbohm: el arte, según él, incluye al arte de vivir, entonces corresponde a cada artista definir una apariencia ideal y asumirla.

El otro texto clave de Beerbohm es un cuento de Siete hombres. Leer Siete hombres en español es un milagro. Alfaguara hizo un convenio con New York Review of Books para traducir unos títulos de su colección de clásicos modernos. Muy buena noticia. Cada mes, me llegan paquetes de Amazon con estos clásicos que son una maravilla. En el caso de Siete hombres, hay una joya cuya lectura es imprescindible. Es el primer cuento. Su título: Enoch Soames. Soames es un escritor y se hace la peor pregunta:  ¿Existiré para la posteridad? No voy a contar la búsqueda de la respuesta, terrible, que es la columna vertebral del cuento. Pero confirma lo que afirmaba Beerbohm: «Se puede decir mucho a favor del fracaso. Es mucho más interesante que el éxito».

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14 de enero de 2008
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Ángel González

El viernes por la noche falleció Ángel González, un poeta que leo desde 1976. No recuerdo el día y la hora pero sí el año por motivos que me guardo para mí. Sin él saberlo, en aquellos días estaba formando parte de mi particular revolución de vida, que ha desembocado en lo que hoy soy. Después, sin saberlo yo, tuvo parte en un acontecimiento que marcó mi vida literaria. Cuando se me concedió el premio de novela Alfaguara 2000 y se desveló el jurado, el corazón me dio un vuelco al ver que uno de los miembros era Ángel González. Me emocionaba tanto la idea de que hubiese leído mi novela este poeta extraordinario que no usaba las palabras para brillar sino para iluminar el mundo, que era como si me hubiesen premiado dos veces, y además me lo tomé como un presagio. Después hemos coincidido en sitios, hemos cruzado algunas impresiones y...bueno todo eso no importa, lo que de verdad importa es que existió para todos los que tuvimos y tenemos la suerte de conocer sus libros. Y el que sigue es el poema suyo que primero leí y el que me abrió la puerta a su poesía. Se llama Elegido por aclamación:

"Sí, fue un malentendido.

Gritaron: ¡a las urnas!

Y él entendió: ¡a las armas! -dijo luego.

Era pundonoroso y mató mucho.

Con pistolas, con rifles, con decretos. 

Cuando envainó la espada dijo, dice:

La democracia es lo perfecto.

El público aplaudió. Sólo callaron,

Impasibles, los muertos. 

El deseo popular será cumplido.

A partir de esta hora soy -silencio-

El jefe, si queréis. Los disconformes

Que levanten el dedo. 

Inmóvil mayoría de cadáveres

Le dio el mando total del cementerio."

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14 de enero de 2008
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El corazón de la bondad

Veinte críos de ambos sexos atacan a una mujer indefensa. La golpean, la humillan y graban su proeza con el móvil. Mientras dura la tortura, la mujer oye que lo van a colgar en Internet, que son menores y que a ver si se atreve a pegarles. Estos salvajes son racionales: saben que son intocables. Su placer sádico es el principio narcisista que mantiene unido al grupo. Entre ellos y el resto de los humanos hay un abismo. Estos menores lo ignoran, pero están actuando como terroristas a quienes protege un poder legal. Saben que buena parte del conjunto llamado "democrático" les apadrina. Saben también que la mujer está inerme, sin posibilidad de defensa, pero que un sector respetable de la sociedad "comprende" a los terroristas y a los niños feroces.

El suceso pone de manifiesto el más viejo enigma de la humanidad. ¿Somos bestias salvajes que sólo un proceso represivo convierte en humanos, como creía Hobbes? ¿O somos humanos justamente porque tenemos una moral instintiva, innata, "natural", que nos diferencia de las bestias, como creía Kant? ¿Hay que juzgar a esos salvajes y a los terroristas como animales que han racionalizado su bestialidad, los unos con el móvil, los otros con Sabino Arana? ¿O como seres humanos que aplican la moral del narcisismo fascista, la del verdugo que se cree superior a sus víctimas?

No es un debate trivial. Algunos darwinistas, como Marc Hauser, creen en una moral "instintiva" que compartimos con algunos animales. Los relativistas multiculturales creen que la moral es una fantasía variable, producto de la utilidad social y por lo tanto sin fundamento. Otros, como Rawls, se encuentran en un punto intermedio según el cual la satisfacción "natural" de actuar rectamente tiene un fundamento social, la funcionalidad del bien común.

En todo caso, los niños salvajes y los terroristas tiene en común un rasgo que comparten con lo más inmoral del mundo político y mediático: la convicción de que no deben responder de sus actos ante la sociedad. La creencia de que sólo responden ante la tribu. Y que la tribu les protege.

Artículo publicado en El Periódico, el 12 de enero de 2008.

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14 de enero de 2008
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La ruta del desconsuelo

Da un poco de vergüenza escribir desde el desconsuelo, pero hay días en que es preciso hacerlo. Parecería que se busca el consuelo, peor aún la compasión, cuando a veces se quiere sólo más desconsuelo: un estado poético donde los haya. La primera acepción de la palabra, de acuerdo al diccionario de la Real Academia, peca un poco de obvia: "Angustia y aflicción profunda por falta de consuelo", pero ya la segunda hace el esfuerzo de invadir territorios metafóricos: "Desfallecimiento, debilidad de estómago." Imaginemos a ese órgano lánguido y nihilista que se mira incapaz de hacer lo suyo por causa de una pena sin alivio. "No tengo hambre", alardea el desfalleciente, discretamente ufano de estar inconsolable, y en tanto indiferente a las pequeñas recompensas de la vida. "No puedo más", reconoce el estómago, incapaz de ofrecer otro consuelo que el de soltarse vomitando de pena: prueba de que se sufre de manera fehaciente.

     Me encantaría poder narrar el desconsuelo de un personaje sin adquirir el virus a mi vez, pero eso sería tanto como hacer el amor manteniendo la calma. Pobre de quien lo logre, me consuelo, siguiendo ya la senda de contagio que desemboca en esa debilidad de estómago por cuya causa cree uno que el amor es heroico. Ahora bien, mi personaje vive desconsolado pero intenta disimularlo ante el espejo, razón más que bastante para quebrarlos todos y a partir de ese día sobrevivir a espaldas de sí mismo, entre espartana y sibilinamente. Y me pasa ya por tercera vez en la semana que he salido a la calle sin haberme mirado al espejo y demasiado tarde me doy cuenta que traigo la pelambre como Sid Vicious, sólo que sin glamour.

     Nada indigna tanto a un desconsolado como que alguien le crea capaz de ser práctico, objetivo u optimista. Cuando mi personaje es visto con extrañeza porque está mal peinado y peor afeitado, lo hace con el derecho que le da el desconsuelo. Esto es, cautivo de un egocentrismo que le ahorra la más elemental reflexión en torno a la naturaleza viral de su padecimiento. De muy poco me sirve ponerle alguna de esas canciones californianas hechas precisamente para aliviar la debilidad de estómago; él insiste en oír sólo aquellas que garantizan el sano crecimiento de su desconsuelo. Como era de esperarse, acabamos metidos en una vieja canción de Peter Hammill cuya letra y espíritu hacen desfallecer al más plantado. Traduzco libremente por el puro deleite de la flagelación:

     He estado solo hace tanto que he olvidado cómo es sentir a alguien a mi lado y escucharla respirando cuando despierto a la noche. He estado solo hace tanto que he olvidado qué decir; y si me encuentro con alguien que se parece algo a ti, sonrío y miro sin ver. He estado solo hace tanto que he olvidado qué hay que hacer; como armarlo todo bien, cómo asistirla si sufre, cuándo huir, cuándo pelear, cómo hacer que no se vaya... si lo supe alguna vez.

     A diferencia de las personas, los personajes no acostumbran padecer en balde. Necesitan llorar por el bien de la historia, y saberlo es de gran ayuda cuando no entiende uno por qué hace días que se pelea con quien tiene el mal tino de ponérsele enfrente. Hay un sentido en ello, nada es porque sí; también por eso se rechaza el consuelo. Te arde porque te cura, intentaba mi madre consolarme cuando me untaba merthiolate en una herida. Cierto es que nada cura la carne viva del narrador como sumarle páginas al proyecto. Y eso debe de ser lo más desconcertante para la empleada del almacén que no sabe si debe mirarme con lástima u horror porque algo en mi sonrisa le dice que la estoy pasando en grande, aun con esa pinta de ciclotímico en abierto descenso. Qué mal pero qué bien, confiesan ambos ojos.

     Está desconsolado el personaje. Luego, hay un personaje -consuelo de consuelos, me permito opinar- y tras su mal fingida indiferencia se revuelve una bestia temperamental que en momentos padece debilidad de estómago, aunque pienso que de eso se alimenta. Cree que sólo es posible levantarse del suelo cuando al fin ha llegado hasta el subsuelo, donde los otros ya lo dan por fiambre. Con permiso, que lo vengo siguiendo.

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14 de enero de 2008
Vila-Matas, fotografiado por Kim Manresa
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La vida se diversifica

Mas la vida no es unívoca, sino que se haya diversificada en pluralidad de formas, y aquí empieza la interrogación propiamente filosófica, por elemental que sea. ¿Qué hace la diferencia entre las formas de vida? Esta pregunta está emblemáticamente vinculada al nombre de Aristóteles. Es bien sabido que éste fue el primer clasificador de las formas de vida, y que con muy elementales medios consiguió distinguir un gran número de especies.

/upload/fotos/blogs_entradas/linn_med.jpgAristóteles clasificó a los seres vivos en niveles jerarquizados, con los humanos en la cumbre. La clasificación de Aristóteles se mantuvo durante siglos hasta que fue completada y superada por la de Karl von Linné (1707-1778). Linneo dividió el espectro de la vida en dos reinos: animal y vegetal. El primero está formado por cuerpos orgánicos que, además de tener capacidad sensorial, tienen capacidad de locomoción. Los segundos no poseen ni locomoción ni sensación.

El hecho de considerar que las plantas carecen de capacidad sensorial es quizás el argumento principal de los defensores de los animales con vistas a establecer una barrera entre el tratamiento que pueden recibir animales y humanos, por un lado, y plantas por otro. Discutiremos en otro momento las implicaciones éticas de esta distinción.

Animales y vegetales difieren por un variado conjunto de rasgos: los animales no están arraigados, mientras que las plantas hunden sus raíces en la superficie de la Tierra; los animales son impulsados a una acción (debido al hambre, por ejemplo) eventualmente destructiva para las otras vidas, mientras que las plantas son, en la visión algo idílica de Linneo, fuente de ilimitada iteración de la vida mediante dispersión de semillas... etc. Pero para las razones de esta reflexión conviene enfatizar el hecho de que los animales estén para Linneo motivados por afecciones que implican dolor o placer, mientras que las plantas son ajenas a estos estados.  

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14 de enero de 2008
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IV. La piedra otra vez al fondo del abismo

A partir de aquellos escopetazos que resonaron en la soledad de las ruinas de Managua el 10 de enero de 1978, y a la vista del cadáver ensangrentado de Pedro Joaquín, el país cobró la conciencia irreductible del cambio que él proponía desde las páginas de su periódico, una propuesta que contradecía las promesas amañadas del dictador, sus elecciones fraudulentas, los pactos de repartición de curules y prebendas. Los andamios podridos de la dictadura, se habían desplomado por fin.

/upload/fotos/blogs_entradas/pedro_joaqun_chamorro11_med.jpgSu muerte pudo significar la piedra de fundación de una nueva forma de convivencia política y de conducta de gobernar, tal como él mismo quiso predecirlo, anunciando que Nicaragua volvería a ser una república. Pero no fue posible tras su asesinato, y treinta años después, tampoco lo ha sido posible hasta ahora, cuando el país parece retroceder de nuevo hacia las formas más primitivas de gobierno autoritario, la confusión entre los intereses familiares y los intereses del estado, la abolición de la independencia de los poderes del estado conculcados bajo una sola mano, la corrupción inducida del sistema judicial para favorecer intereses turbios, la lealtad convertida en servilismo, la voluntad personal como sustituto de las leyes. Y, otra vez, el fantasma de la reelección.

Otra vez la piedra rodando hasta el fondo del abismo.

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14 de enero de 2008
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El lazo de la ausencia

Mientras la presencia acosa, la ausencia oxigena. Mientras la proximidad intoxica, la distancia orea. No cabe pensar la higiene sin holgura pero la  higiene, a su vez, es el alma de la clínica y la clínica, a su vez, la química de la misma vida.

De la vida a la química no hay ningún paso. La vida de la molécula principal se ahoga en la multitud mientras crece y se reproduce en el espacio abierto.  De este modo desprovisto de espesura viene a ser cómo nos amamos perfumada y soñadoramente. Nos amamos sin tasa en la lejanía y amamos lo justo en la vecindad. A mayor vecindad más redundancia del yo y, por el contrario, a mayor ajenidad nuestro yo se alza y arquea.  De esta tensión el yo logra una visión de sí que lo engrandece y lo lanza hacia el otro. Y gracias a esa potencia ama con mayor vehemencia. La vehemencia necesaria para salvar la distancia.

A menor distancia menor vuelo y a mayor separación un arco mayor dibuja el deseo. Nos deseamos, definitivamente, en tanto que no logramos todavía poseernos puesto que la posesión es como el mausoleo de los deseos. Exactamente, sólo nos cabe en el pecho henchido el gozo propio del vacío. Ese ámbito incomparablemente gozoso que crea la evocación y funda el irrompible y mágico lazo de la ausencia.

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14 de enero de 2008
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El velo de Sherezade

    El trasvase entre lenguajes artísticos, pese a ser tan frecuente, siempre es arriesgado. Wagner pretendía que en su obra la música y la poesía confluyeran de tal modo que formaran una unidad indisociable: esa "obra total" a la que, además de él, muchos autores han aspirado. Pero lo habitual es que un arte sea deudor del otro y el pintor se inspire en motivos literarios o el músico, en pictóricos. En el siglo pasado el cine, el más vampírico de los lenguajes, recurrió indistintamente a la literatura, pintura y música como materia propia para sus imágenes en movimiento.

     Entre esos trasvases para mí siempre ha tenido especial interés el que enfrentaba la pintura a la literatura. Antes del cine, que ha puesto tantas y a menudo tan distintas caras a los héroes literarios, era a la pintura, y en mucha menor medida, a la escultura a quienes correspondía encarnar -poner carne de pigmento o mármol- a los personajes de la literatura. Ahora, por ejemplo, a nosotros, por obra del cine, nos cuesta disociar las caras del Gatopardo o de Marco Antonio de las de Burt Lancaster y Marlon Brando, y sin embargo antes de las películas de Visconti y Mankiewicz -Julio César- los rostros de los protagonistas de la novela de Tomaso di Lampedusa y de la tragedia de Shakespeare eran imaginables de modo notablemente distinto. El cine, con su hiperrealismo y con su poder para la sugerencia, ha fijado decenas de personajes que habitaban, con facciones más o menos confusas, la historia de la literatura.

    Con anterioridad al cine, aunque sin la capacidad de fijación de éste, la pintura, la escultura y el grabado proponían las traducciones visuales de los héroes. Las retrataban, por así decirlo, a posteriori. Algunos de estos retratos han sido tan contundentes que aún hoy evocamos a los personajes de acuerdo con las propuestas del retratista. Pensamos, para citar a uno de los más influyentes, en Gustave Doré y en la potencia de sus grabados para configurar siluetas heroicas asumidas por el público de varias generaciones. Apenas es posible representarnos personajes como Fausto o el Quijote sin tomar como referencia la forja fisonomista de Doré.

    Tras la irrupción masiva del cine y el gran giro hacia la abstracción de la pintura del siglo XX las presentaciones visuales de los héroes literarios han sufrido profundas modificaciones. En términos generales el retratismo ideal ha sido otorgado a la fotografía y el cine. Sin embargo, no por eso la pintura ha perdido por entero su antigua vocación ilustradora si bien ésta implica en la actualidad desarrollos muy diferenciados entre sí. Relevante labor, a este respecto, la del Círculo de Lectores al proponer a los artistas la ilustración de textos literarios, con la posterior exposición de las obras: La Divina Comedia de Barceló, el Shakespeare de Plensa y, actualmente, Las mil y una noches de Amat.

    Las ilustraciones de Frederic Amat para Las mil y una noches, editadas hace un par de años en tres magníficos volúmenes, se exponen ahora en las salas del Círculo de Lectores con un montaje arriesgado y acertado: alienadas todas ellas a lo ancho y a lo largo de una de las grandes paredes conformando un mosaico de gran impacto sobre la retina del espectador. Amat recrea el texto a través de un eficaz juego de correspondencias simbólicas. De un lado, con la delicadez y la exquisitez de un iluminador medieval; de otro, con la maestría de un moderno investigador de formas. Amat no nos propone el retrato de Sherezade pero sí el laberinto que a través de sus cuentos conduce al rostro de la narradora infinita.

    En la misma línea ilustradora el Círculo de Lectores ha realizado la hermosa traducción que hizo Sergio Pitol de El corazón de las tinieblas de Conrad acompañada por las ilustraciones de Ángel Mateo Charris. En este caso la dificultad era también formidable, y por una doble razón.
En primer lugar por que aquí la competencia del cine era durísima pese a que fuera indirecta. Si bien Apocalypse Now de Coppola es una versión libre y cambiada de contexto de El corazón de las tinieblas a estas alturas es muy difícil prescindir de ella al tratar de rememorar los paisajes de la novela, aunque ésta transcurra en el Congo y no, como la película, en Vietnam. Igualmente pocos imaginarán al enigmático y terrible Kurtz sin acudir a la demoledora interpretación -también aquí- de Marlon Brandon. La segunda razón era de fondo: el relato de Conrad siempre me ha parecido más acústico, musical, que pictórico, con los sonidos de la selva y la voz grave de Kurtz como inquietantes reclamos.
   
    Con todas esas dificultades Ángel Mateo Charris acierta en sus ilustraciones conradianas. Algunas parecen sugerentes carteles de viaje de antaño; otras, misteriosos fotogramas en los que se transmite la luz turbadora del relato. El conjunto es oscuro, ambiguo, fascinante, ronco como la voz de Kurtz.
   
    La cara de Sherezade, la narradora infinita, es secreta pero es estimulante que los pintores traten de arrancar el velo que la cubre.
 
El País, diciembre 25 de 2007

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14 de enero de 2008
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