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El lado oscuro (2)

Dicho de otro modo, nos caen bien los escritores alcohólicos: Edgar Allan Poe, Joseph Roth,  Malcolm Lowry, Carson McCullers, John Cheever... y un largo etcétera que ocuparía varias páginas. La delincuencia, cárcel y cualquier modalidad de caída libre de Jean Genet. Los jueguecillos eróticos del Marqués de Sade, por no hablar de ese minucioso incesto de Anaïs Nin con su padre que hay que leer de reojo (¿quién ha dicho que las escritoras son cursis?). La locura de Virginia Woolf o la desesperación suicida de Sylvia Plath sumándose a la nutrida lista de los Larra, Gabriel Ferrater, Horacio Quiroga, Cesare Pavese y unos cuantos escritores japoneses. Los "monos" literarios de William Burroughs o Irvine Welsh pasando por Aldous Huxley. A diferencia del atletismo o ciclismo, el dopaje del escritor es visto con simpatía ¿por qué...? no se sabe por qué. También confiamos en aquellos que proceden de familias desestructuradas, pobres o enloquecidas como el genial John Fante o Frank McCourt, a quienes sus parientes les han dado un maravilloso juego.

Y ha rendido lo suyo no tener un euro y haber tenido que alternar la biblioteca municipal con oficios de poca monta para ir arrancándole a la existencia toda su mala baba y su sabor, lo que nos parece un buen reflejo de democratización de la cultura.

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3 de enero de 2008
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Chicas perdidas (y encontradas)

¿Una porno protagonizada por la Alicia de Lewis Carroll, la Wendy de Peter Pan y la Dorothy de El Mago de Oz? Eso es Lost Girls, la historieta en tres partes escrita por el genial Alan Moore e ilustrada por su actual mujer, Melinda Gebbie. Un prodigio narrativo: el único relato pornográfico en que las historias que ocurren entre uno y otro coito no sólo tienen sentido, sino que además dotan al acto sexual que una carga de valor inapelable.

A comienzos del siglo XX, las tres protagonistas coinciden en un hotel de Europa Central -el Himmelgarten, o sea Jardín del Cielo- para una temporada de vacaciones. Alicia es una mujer mayor con una historia trágica. Wendy está casada con un inglés que la frustra sexualmente. Y Dorothy es una chica ‘moderna' que viene del Nuevo Mundo en busca de sensaciones. Allí se conocen, intiman y comienzan a intercambiar historias. Aquí tiene lugar el primer gran hallazgo de Moore. En una serie de jornadas con mucho de Las mil y una noches, las tres mujeres relatan sus historias -esas historias que nosotros leímos en su carácter de clásicos infantiles- en una clave que respeta los parámetros conocidos pero los reinterpreta de manera que hubiese hecho las delicias de Freud. La Alicia niña es iniciada en el sexo por un amigo adulto de sus padres. Peter es, para Wendy, aquel muchachito salvaje que la conduce a la tierra fantástica del placer. Y Dorothy asimila el tornado que la arrancó de Kansas a su primer orgasmo, por cierto autoinducido. Lo que cimenta la relación entre las tres mujeres es el viaje a París para oír Le Sacré du Printemps, de Stravinsky. Un último acto de puro goce, antes de que el mundo conocido se hunda en la oscuridad.

Alicia, Wendy y Dorothy se cuentan historias y se abandonan al placer mientras en Sarajevo se prepara el crimen que encenderá la mecha de la Primera Guerra Mundial. Su doble número circense -el de la imaginación, el del sexo- es en verdad un acto de resistencia, que opone lo mejor de la vida a la dinámica de la violencia, de la avaricia -de la muerte.

Las líneas entre retro y naive de los dibujos de Gebbie son perfectas para el cometido de Moore: una unión hecha en los cielos (en el Himmelgarten, debería decir) entre la imaginería del pasado y la sensibilidad del hoy. Lost Girls es un objeto bello, una verdadera obra de arte. Provoca en todos los sentidos del término. ¿No es eso acaso lo que ansiamos más profundamente, cada vez que nos abrimos al poder de un hecho artístico?

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3 de enero de 2008
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III. Las exageraciones de la naturaleza

Alguna vez he hablado en este blog de lo que es la Managua de hoy, desarticulada y fea, todo un remedo de ciudad. La otra, como para muchos otros nostálgicos, sólo vive en mi recuerdo. Como vive también en mí la memoria del terremoto de 1972. Y como estamos de aniversario luctuoso, vale la pena sumarme a los dolientes.

Para entonces vivía en Costa Rica y había llegado a Nicaragua para las vacaciones de Navidad con Tulita mi mujer y mis tres hijos. Dormíamos esa noche en casa de mis padres en Masatepe, mi pueblo natal, a unos 45 kilómetros de Managua, y las sacudidas provocadas por las ondas del cataclismo, que nos sacaron de la cama, fueron tan fuertes como para trancar puertas y hacer que los faros de los vehículos estacionados en las calles se encendieran de manera misteriosa.

Las noticias que traían quienes volvían huyendo, porque se hallaban en Managua en alguna de las tantas fiestas navideñas y habían escapados ilesos, eran de edificios derruidos, cables eléctricos enredados en las calles, anuncios comerciales derribados cerrando el paso a los vehículos, incendios por todos los confines. "¡Se perdió Managua!", era el clamor. Y yo aún confiaba en el poder de la exageración, que en Nicaragua es una de las formas corrientes de la imaginación.

Pero las líneas de teléfono estaban muertas, y el dial de la radio vacío. Así que a las cuatro de la madrugada, mi mujer y yo salimos hacia Managua, apretados junto con familiares dentro del Peugeot en que habíamos llegado desde San José, en busca de parientes y amigos a quienes socorrer.

Todo era cierto. La única exageración de aquella madrugada, había sido de la naturaleza.

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3 de enero de 2008
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El primer lector

René Magritte, "La reproduction interdite", 1937Rafael Argullol: El autor, aunque quiera llegar a comunicar lo más ampliamente posible, no tiene que doblegarse ni a las exigencias del mercado ni tan siquiera a las exigencias del hipotético lector.


Delfín Agudelo: En ese caso, la escritura sería completamente solitaria en la medida en que si ni siquiera se tiene en cuenta al hipotético lector, no se piensa en nadie más que él mismo. Sin embargo, el hipotético lector sería el escritor mismo; habría una separación, por decirlo de alguna manera. El creador es al mismo tiempo un lector.

R.A.: Como yo parto de la idea de que lo que llamamos nuestra identidad es una multiplicidad conformada por múltiples yoes, tantas veces contradictorios y opuestos entre sí, aventuraría que es muy posible que en el escritor, en el momento en que está escribiendo, una parte de su yo se dirija a otra parte de su yo, que incluye al lector. El escritor es también su lector. En ese sentido, evidentemente cuando se escribe, y se tiene ambición -que es lo opuesto a guardar el manuscrito en un cajón y no mostrarlo a nadie- hay un primer modelo para esa comunicación en el propio autor. Hay un primer lector dentro del propio autor, hay un primer distanciamiento y por lo tanto un primer vínculo comunicativo que está dentro del propio autor. Entonces el acto de escritura es un acto necesariamente solitario, pero quizá no tan tópicamente solitario como se acostumbra a decir si partimos de esa idea de la multiplicidad de yoes que entran en juego en el momento en que estás escribiendo. Estás escribiendo, hay un personaje que está escribiendo en ordenador o a mano, como es mi caso, que es alguien que está realizando una actividad física; hay otro personaje que le está poniendo trampas del lenguaje, trampas lingüísticas y lógicas a ese otro; hay otro personaje que es el que le está diciendo "Lo estás haciendo bien", "Lo estás haciendo mal", "Deberías ir por este camino o por este otro". Hay otro personaje que simplemente está negando rotundamente todo lo que el otro está escribiendo. Hay otro personaje en la representación que está diciendo todo lo que podría ser y no es. Y así.
El acto de escribir es una gran escenografía, aunque sea muy íntima y aparentemente solitaria, en la que entran en juego la representación de muchos roles y personajes distintos. Y entre estos roles, el del lector está claramente presente. Yo escribo dirigiéndome a alguien; ese alguien no necesariamente tiene que tener nombre y apellido, no tiene que ser el cliente de determinada editorial y tampoco necesariamente tiene que pertenecer a un grupo social o cultural. Pero ese alguien está presente en el acto de la escritura.
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3 de enero de 2008
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Leer y como leer

Gustavo Guerrero hizo un excelente comentario a mi post del 21 de diciembre sobre el atardecer del libro.  En dos palabras, mi post aprovechó la publicación de dos artículos (en el LA Times y sobre todo en The New Yorker) para plantear el problema de uan posible reduccion de la lectura como actividad. Gustavo Guerrero cita en su comentario una encuesta sobre los lectores canadienses y nota una contradicción: la lectura de los libros da signos de debilidad en EE.UU. pero se mantiene en Canadá. Lo que le hace decir: no hay tendencia global.

/upload/fotos/blogs_entradas/teoras_de_la_lrica_med.gif(Un poco de transparencia: Gustavo Guerrero es un amigo venezolano que vive en Paris, un poeta, un profesor de literatura, y sobre todo la persona que lleva el sector de la literatura hispánica en la casa editorial Gallimard. Es una persona clave como se puede imaginar para los autores latinos y aun más para los lectores franceses).

Y Gustavo, sí, tiene toda la razón (además, acaba de salir otra encuesta sobre Canadá que confirma la resistencia de los lectores canadienses). Quizás me equivoqué en el enfoque de lo que escribía. Para mí, el problema no es tanto saber si sube o baja la lectura, si viene o no viene el libro electrónico. Para mí el problema es entender lo que será la lectura mañana. Leer un libro en papel, es decir una serie de páginas encuadernadas cuyo orden no puede cambiar, a veces con un índice al final es una experiencia que participa de lo que McLuhan llamó la galaxia Gutenberg. Leer en la pantalla, es decir en un mundo que tiene ya -en el caso de Internet y que va a tener en muchos otros soportes-  palabras, imágenes, sonidos, videos y herramientas de interactividad, es obviamente algo distinto. Es salir del texto lineal y continuo para entrar en un mundo discontinuo donde el uso de palabras no puede esconder la renuncia a lo que ofrece el otro mundo: este texto, lineal y continuo.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_monk_and_the_book.gifSabemos que pasar del volumen, es decir el rollo de papel, al codex (las paginas con un texto en ambos lados de cada hoja), fue una etapa decisiva en la historia de la escritura y del pensamiento. Existen investigaciones sobre la historia del cristianismo como movimiento religioso que se apoyó en una tecnología nueva: el libro -hay que leer Christianity and the Transformation of the Book: Origen, Eusebius, and the Library of Caesarea de Anthony Grafton and Megan Williams (Belknap Press/Harvard University Press) y The Monk and the Book: Jerome and the Making of Christian Scholarship De Megan Hale Williams (University of Chicago Press)-. Ahora, en el paso del libro a la pantalla que empezamos a vivir, el texto, creo, no va a salir ileso. Es lo que me preocupa y que tocaba el articulo del New Yorker.

Este post es muy técnico. Pido disculpa por esto pero me parece imposible trabajar en Internet y tener un interés para la literatura sin preocuparse por el futuro del texto. Para los que quieren profundizar en el estudio del tema, hay que leer The economics of attention de Richard Lanham (University of Chicago Press). Es un fracaso excelente: al intentar crear una nueva economía (la economía de la atención) el autor tiene que discutir lo que será el futuro del texto. Poco a poco se hunde en el tema del estilo y del fondo de lo que se dice para expresar un contenido. De esto se trata. Puede ser, tal como lo imagina Gustavo, que vamos a guardar la cuota de lectores que tenemos, pero no sabemos si harán la misma lectura.

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2 de enero de 2008
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El amor al yo

Todas las discusiones, peleas y agresiones que he presenciado estas Navidades, en fiestas y cenas, tenían por centro el "yo".

Parece una perogrullada (una perogru-yo-da) pero, simultáneamente, en otras partes del mundo donde el yo contaba menos se desarrollaba la caridad y la paz.

El yo es una bomba delicadísima que al mimarse en exceso estalla con formidable facilidad. Todo yo por pequeño que sea se encuentra naturalmente inflado y procede en el mundo como un globo propenso a detectar con la mayor sensibilidad los roces, los pinchazos y, lo que es más grave, su exagerada importancia personal.

Con ello el globo del yo que se advierte achicado en la estimación procura engrandecerse y el que se siente preterido o no visible se mueve aparatosamente  para hacerse ver.

La presencia del yo es, desde luego, consustancial a su pervivencia pero el límite de esta obscenidad no puede calcularse de tal forma que concuerde siempre adecuada y pacíficamente con los demás yoes.

Las peleas familiares de Nochebuena y Nochevieja hacían notoria esta batalla de globos hinchados, inflamados, explosivos que, uno y otro, en la reyerta, despedían un aire tan vulgar como es la naturaleza egoísta, el amor desmedido a sí mismo sin la menor elegancia ni tino. Un burdo amor por el yo que convierte a su núcleo en producto masturbatorio y sofrena así cualquier buena intención de amar al prójimo, vista la desmesura que el prójimo destina a sí mismo y cuya patología amorosa  se desprende un humus de repugnante e infecciosa contaminación.

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2 de enero de 2008
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El lado oscuro (1)

Voy por ejemplo en un taxi y si el taxista se entera de que soy novelista automáticamente dice: "Si yo le contara...", y de esta forma he tenido que escuchar de la gente más diversa historias tan truculentas que a veces habría preferido no oír. La humanidad piensa que el escritor puede ser un estupendo depositario de todo lo sórdido e inconfesable de la existencia, porque se le supone una capacidad de comprensión sin límites y sobre todo porque se da por supuesto que las propias vidas de los escritores se sostienen sobre desórdenes y extravagancias envidiables.

Por eso, a este ser para muchos privilegiado, ensalzado y machacado, nombrado y olvidado, leído e ignorado hasta la paranoia, no sólo no se le afea un pasado trasgresor, maldito, marginal y cualquier suceso que otro trataría de borrar de su biografía, sino que es buscado y alentado porque en el fondo nos preguntamos qué nos puede contar, de esta vida sin sentido, alguien que no se haya arrastrado por el fango.

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2 de enero de 2008
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“Salvar la ciudad”

Para hacer referencia al proyecto que anima la filosofía de Platón y Aristóteles se recurre a menudo a la frase "salvar los fenómenos", es decir, dar a lo que se muestra un sostén, un soporte explicativo que lo armonice en un todo con las demás manifestaciones. Sin embargo, se hace necesario asimismo enfatizar el hecho de que este proyecto no puede ser disociado de algo que constituye su condición de posibilidad, a saber, erigir un contexto social en el que la filosofía pueda responder a la condición de "ciencia de los hombres libres", contexto que no puede ser otro que la ciudad liberada de corrupción y perturbaciones debidas a la subordinación de los intereses de la ciudad misma al de sus individuos. En suma "salvar la ciudad" (sozein ten polin) es un proyecto no ya complementario, sino quizás previo al de "salvar los fenómenos".

Sabido es que la sociedad griega era una sociedad jerarquizada, exclusivista (consideraba a los no griegos, los "bárbaros", prácticamente infrahumanos, y hacía de las lenguas distintas a la griega una laia, una suerte de simulacro del lenguaje). Y no obstante, en el seno de la sociedad propiamente dicha, es decir, de los griegos no esclavos, la identificación de dignidad individual y dignidad social era muy grande. Si es cierto en general que un hombre solo no es un hombre, la cristalización de esta convicción en el mundo griego era absoluta: un hombre no reconocido como interpar por los ciudadanos libres perdía de alguna manera su andreia, término a traducir por hombría, pero que designa el hecho mismo de responder con entereza a la dura exigencia de ser plenamente humano y es así atribuible tanto a hombres como a mujeres. 

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2 de enero de 2008
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II. Armando el rompecabezas

Decía que cada 23 de diciembre la vieja Managua que sucumbió con el terremoto de la víspera de la Navidad de 1972, es recordada con ritos funerarios, uno de ellos buscar como reconstruir la ciudad en la memoria, lo que da lugar a nostálgicas discusiones acerca de dónde se hallaba cada tienda, bar, restaurante, sorbetería, estación de gasolina, banco, hotel o pensión, cine, parque. No hay que olvidar que la Managua de 1972 era una ciudad que no pasaba de 250.000 habitantes, y que su radio central desaparecido era de 300 manzanas, una pequeña urbe provinciana que crece en los recuerdos. Y yo soy de esos que gusta de armar en conversaciones de amigos el rompecabezas fantasma, cuadra por cuadra.

Así lo ha hecho en este nuevo aniversario el periodista e historiador Francisco Gutiérrez Barreto, experto también en la historia de la música popular del Caribe, en un largo reportaje en dos entregas publicado por El Nuevo Diario. Allí reconstruye pieza a pieza la que fue la avenida principal de Managua, la avenida Roosevelt, que para mejor entendimiento tenía apenas una longitud de 1.2 kilómetros, desde su arranque al pie de la loma de Tiscapa, donde se hallaban el Palacio Presidencial y los cuarteles de la dictadura de la familia Somoza, hasta su final en las orillas del lago Xolotlán, donde aún se alza el Teatro Nacional Rubén Darío, construido en los años sesenta del siglo pasado bajo el patrocinio de la esposa del último Somoza, Hope de Somoza. 

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2 de enero de 2008
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IV. Lo cósmico y lo cómico. Riesgo y verdad

Rafael Argullol: En el ámbito de la literatura, muchas veces la creación de estructuras artificiosas ahoga la propia creatividad. No defiendo la espontaneidad, porque cuanto más culto el escritor, mejor; pero en cuanto a escritor, nunca recibirá una instrucción literaria que le proporcione la escritura.

Delfín Agudelo: Las escuelas de creación literaria enseñan, entre otras cosas, aquello que se debe evitar. Esto implica necesariamente que hay un tipo de escritura preestablecido para cada género. Desde siempre se ha tendido a una fosilización de las estrategias, llegando así a callejones sin salida: se olvida de la innovación, produciendo pocas veces estrategias nuevas.

R.A.: Pienso que uno de los ejemplos de nuestra época es que se está viviendo una especie de resaca con respecto a lo que fue la vanguardia moderna. Es muy probable que en el último tercio del siglo XX hubiera una especie de hipertrofia del vanguardismo, y ahora nos dirigimos al lado contrario. Tengo la impresión de que en los focos de creación literaria de la actualidad se experimenta poco. Hay una cierta obediencia a mecanismos reguladores, como pueden ser la academia, las supuestas escuelas de creación literaria, y sobre todo el mercado editorial, que parece exigir un determinado tono a la literatura. Lo que es preocupante es que también tengo la impresión de que una gran mayoría de escritores asume ese tono monocorde que se le exige basado en la ley de la oferta y la demanda, mientras que en el último tercio del siglo XX parecía que el escritor sólo podía ser rabiosamente vanguardista. Ahora parece que se hubiera impuesto pendularmente un movimiento de índole conservadora que hace que el escritor experimente muy poco. Recuerdo un ejemplo que en su momento resultaba llamativo: el libro de un crítico italiano titulado Kafka o Thomas Mann. El autor evidentemente se inclinaba por Kafka. Actualmente parece que las opciones se han vuelto más conservadoras cuando yo creo que lo auténticamente deseable es Kafka y Thomas Mann: por un lado hacer una literatura inteligible que tenga como ambición llegar a un público lo más amplio posible, pero al mismo tiempo que sea una literatura que se exija continuamente a sí misma un rigor, una experimentación y se exija algo que a mí me parece imprescindible, y es que el autor, aunque quiera llegar a comunicar lo más ampliamente posible, no tiene que doblegarse ni a las exigencias del mercado ni tan siquiera a las exigencias del hipotético lector. El pequeño prefacio de Montaigne a sus Ensayos es claro: dice que se investigará a sí mismo pero que el lector no espere que se esté doblegando servilmente a lo que él desearía. Ya mucho más radical fue en el siglo XIX Baudelaire, cuando se refirió al hipócrita lector, que no dejaba de ser una fórmula provocadora. El autor tiene que buscar la comunicación pero creo que nunca se ha superado la fórmula tradicional de que el lector sobre todo tiene que buscar su propia verdad. No la verdad, en abstracto, sino su propia verdad, su propia sinceridad, o, si se quiere, su propia mentira auténtica, siendo algo que le sea radicalmente propio, sin ceder a la presión exterior y eso exige sin duda un gran grado de experimentación y de riesgo. La literatura tiene que ser riesgo necesariamente, el arte tiene que ser riesgo si quiere implicar esa dosis central de verdad.
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2 de enero de 2008
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