Rafael Argullol
Entre esos trasvases para mí siempre ha tenido especial interés el que enfrentaba la pintura a la literatura. Antes del cine, que ha puesto tantas y a menudo tan distintas caras a los héroes literarios, era a la pintura, y en mucha menor medida, a la escultura a quienes correspondía encarnar -poner carne de pigmento o mármol- a los personajes de la literatura. Ahora, por ejemplo, a nosotros, por obra del cine, nos cuesta disociar las caras del Gatopardo o de Marco Antonio de las de Burt Lancaster y Marlon Brando, y sin embargo antes de las películas de Visconti y Mankiewicz –Julio César– los rostros de los protagonistas de la novela de Tomaso di Lampedusa y de la tragedia de Shakespeare eran imaginables de modo notablemente distinto. El cine, con su hiperrealismo y con su poder para la sugerencia, ha fijado decenas de personajes que habitaban, con facciones más o menos confusas, la historia de la literatura.
Con anterioridad al cine, aunque sin la capacidad de fijación de éste, la pintura, la escultura y el grabado proponían las traducciones visuales de los héroes. Las retrataban, por así decirlo, a posteriori. Algunos de estos retratos han sido tan contundentes que aún hoy evocamos a los personajes de acuerdo con las propuestas del retratista. Pensamos, para citar a uno de los más influyentes, en Gustave Doré y en la potencia de sus grabados para configurar siluetas heroicas asumidas por el público de varias generaciones. Apenas es posible representarnos personajes como Fausto o el Quijote sin tomar como referencia la forja fisonomista de Doré.
Tras la irrupción masiva del cine y el gran giro hacia la abstracción de la pintura del siglo XX las presentaciones visuales de los héroes literarios han sufrido profundas modificaciones. En términos generales el retratismo ideal ha sido otorgado a la fotografía y el cine. Sin embargo, no por eso la pintura ha perdido por entero su antigua vocación ilustradora si bien ésta implica en la actualidad desarrollos muy diferenciados entre sí. Relevante labor, a este respecto, la del Círculo de Lectores al proponer a los artistas la ilustración de textos literarios, con la posterior exposición de las obras: La Divina Comedia de Barceló, el Shakespeare de Plensa y, actualmente, Las mil y una noches de Amat.
Las ilustraciones de Frederic Amat para Las mil y una noches, editadas hace un par de años en tres magníficos volúmenes, se exponen ahora en las salas del Círculo de Lectores con un montaje arriesgado y acertado: alienadas todas ellas a lo ancho y a lo largo de una de las grandes paredes conformando un mosaico de gran impacto sobre la retina del espectador. Amat recrea el texto a través de un eficaz juego de correspondencias simbólicas. De un lado, con la delicadez y la exquisitez de un iluminador medieval; de otro, con la maestría de un moderno investigador de formas. Amat no nos propone el retrato de Sherezade pero sí el laberinto que a través de sus cuentos conduce al rostro de la narradora infinita.