
Ficha técnica
Título: La razón del mal | Autor: Rafael Argullol | Editorial: Acantilado | Colección: Narrativa del Acantilado, 249 | Encuadernación: Rústica cosida | Formato: 13 x 21 cm | Páginas: 224 | ISBN: 978-84-16011-38-4 Precio: 16 euros
La razón del mal
Rafael Argullol
En una ciudad occidental, cosmopolita y próspera, se produce un fenómeno extraño que inicialmente parece sólo un molesto contratiempo pero muy pronto se convierte en una amenaza mucho más insidiosa, capaz de transformar las más íntimas convicciones de los ciudadanos. A partir de la crónica de este fenómeno que afecta a todos los estratos de una sociedad, el autor recrea el proceso de su descomposición, desde la delación, el temor y la sospecha, hasta el pillaje, la magia y la superstición. En medio del caos, una relación amorosa se construye serenamente, inmersa en el tiempo de la lenta restauración de un cuadro mitológico donde el artista se atrevió a invitar al espectador a soñar con otro destino para Orfeo y Eurídice. Argullol nos recuerda el indispensable valor de la lucidez y la memoria: mirar atrás, como hiciera Orfeo al rescatar a su amada del Hades, no aboca necesariamente a la condenación.
«Novela pensada para perturbar las buenas conciencias y dinamitar algunas ideas, […] como que vivimos en el mejor de los mundos posibles». Lluís Bassets, El País
«El valor de la novela estriba en representarnos una catástrofe súbita y mostrarnos que el recurso a regresar a lo edénico es la única salvación posible». Juan Ángel Juristo, El Mundo
I
Primero hubo vagos rumores, luego incertidumbre y desconcierto; finalmente, escándalo y temor. Lo que estaba a flor de piel se hundió en la espesura de la carne, atravesando todo el organismo hasta revolver las entrañas. Lo que permanecía en la intimidad fue arrancado por la fuerza para ser expuesto a la obscenidad de las miradas. Con la excepción convertida en regla se hizo necesario promulgar leyes excepcionales que se enfrentaran a la disolución de las normas. Las voces se volvieron sombrías cuando se constató que la memoria acudía al baile con la máscara del olvido. Y en el tramo culminante del vértigo las conciencias enmudecieron ante la comprobación de que ese mundo vuelto al revés, en el que nada era como se había previsto que fuera, ese mundo tan irreal era, en definitiva, el verdadero mundo.
Y, sin embargo, antes de que los extraños sucesos se apoderaran de ella, se trataba de una ciudad próspera que formaba parte gozosamente de la región privilegiada del planeta. Era una ciudad que, a juzgar por las estadísticas publicadas con regularidad por las autoridades, podía considerarse como mayoritariamente feliz. Se dirá que esta cuestión de la felicidad es demasiado difícil de dilucidar como para llegar a conclusiones. Y, tal vez, quien lo diga tenga razón si se refiere a casos individuales. Pero no la tiene en lo que concierne al conjunto. Nuestra época, quizá con una determinación que no se atrevieron a arrogarse épocas anteriores, nos ha enseñado a reconocer los signos colectivos de la felicidad. Por lo demás son fáciles de enunciar y nadie pondría en duda que tienen que ver con la paz, el bienestar, el orden y la libertad. La ciudad se sentía en posesión de estos signos. Los había conquistado tenazmente y disfrutaba, con legítima satisfacción, de que así fuera.
Naturalmente también tenía zonas oscuras, paisajes enquistados en los repliegues del gran cuerpo. Pero ¿qué ciudad, entre las más dichosas, no los tenía? Eso era inevitable. No alteraban la buena apariencia del conjunto. Hacía ya tiempo que se sabía que los focos malignos debidamente sometidos a la salud general perdían eficacia e incluso, bajo la vigilancia de un riguroso control, podían ejercer una función reguladora. Por fortuna habían quedado muy atrás las inútiles aspiraciones que pretendían extirpar todas las causas del desorden social. Una ciudad ecuánime consigo misma sabía que la justicia ya no consistía en hurgar en las heridas sino en disponer del suficiente maquillaje para disimular las cicatrices.
Si el ojo de un dios centinela de ciudades hubiera posado su mirada sobre ella seguramente habría concedido su aprobación: la ciudad creía haberse hecho merecedora de un honor de este tipo en su afanosa búsqueda del equilibrio. Orgullosa de su antigüedad, se había sumergido con entusiasmo en las corrientes más modernas de la época. Pobre, y hasta miserable, durante siglos, había sabido enriquecerse sin caer en la ostentación. Abierta y cosmopolita, había conservado aquellos rasgos de identidad que le permitían salvarse del anonimato. Al menos esto es lo que opinaban muchos de sus habitantes, y bien podría ser que, en algún sentido, fuera cierto. Antes, claro está, de que las sombras de la fatalidad se arremolinaran sobre su cielo dispuestas a soltar su inquietante carga.