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Sobre escribir

Escribir cada día, y hasta a cada rato. Escribir y escribirse, explicarse, comprenderse, contrastarse, cambiarse, complicarse, cosificarse. Escribir como apuesta contra todo, y todavía más que eso contra la nada (que como siempre acecha como nadie). Escribir por tristeza, por saudade, por miedo, por deseo, por fe ciega y por eso luminosa. Escribir porque es hora ya de enviar el escrito y no se sabe aún por dónde comenzar. Escribir en la cama, la mesa, la playa, el taxi, el baño, la carretera. Escribir a mitad del escenario de una mesa redonda sobre algún tema serio, con dos dedos discretos sobre el teléfono, esperando que nadie se dé cuenta. Escribir lo que duele y fingir que no duele, que se es duro y mundano y capaz de mirarlo todo desde arriba, desde lejos, desde otro que no es uno y jamás tiembla ni acredita el ardor. Escribir con sarcasmo, jugando a que ese látigo truena sobre los otros y no sobre la espalda del mismo que lo empuña. Escribir un insulto, un requiebro, una frase inconexa que se quiere ingeniosa sólo por inconexa. Escribir lo que pasa y aclarar que no pasa, que sólo es ocurrencia y no escurrencia, que no hay sangre a la vista y todo está en su sitio. Escribir con los pies en el aire, ingenuamente, como otros van y cazan mariposas. Escribir una carta plena de languidez, leerla y caer víctima de su hechicería y contemplarse lánguido en sus párrafos. Escribir con las ganas de abrirse las entrañas y que así nadie dude que en lugar de escribir se está gritando y ya no importa más que escuche quien escuche. Escribir cautamente y jamás darse cuenta que se hace exactamente lo contrario y no hay siquiera forma de prevenirlo. Escribir tan contento que ya no se concibe un estado distinto, y luego hacerlo en medio de tal desolación que ya no se recuerda que se estuvo contento. Escribir nombres, fechas, llenar hojas y hojas de datos bien precisos, creer que ya por eso se ha edificado alguna cosa sólida. Escribir con medida arquitectura, calculando los ritmos hasta irlos respirando, encontrando colores entre las vocales y una rara lujuria en las consonantes. Escribir con triptongos y darse a pronunciarlos en voz alta por una mera súplica de los sentidos. Escribir como el niño que juega a las mentiras y hacer la travesura de que absolutamente todo sea verdad. Escribir en un sitio de internet lo que nunca se escribiría en otra parte y agazaparse entonces tras el monitor. Escribir en paredes, como un paria, pero cuidar celosamente la ortografía. Escribir y borrar, tachar, romper, quemar, que no quede ni el rabo de una coma porque igual hasta eso podría delatarnos. Escribir chistes malos y creerlos buenos; o tal vez al revés, cómo saberlo. Escribir el recuerdo de lo que uno juró que olvidaría. Escribir porque sí, para nada ni nadie, como si por ahí se respirase. Escribir con calor en medio de una helada. Escribir el amor, si eso es posible, y suponer que así se entrará en sus secretos, como lo haría algún bisturí apasionado. Escribir describiendo lo que nunca existió y descubrir que existe sólo por eso. Escribir cada sueño que no se tuvo para ver si ahora sí llegamos a tenerlo. Escribir cada cosa, cada detalle, cada ángulo y arista. Escribir cada día, y hasta a cada rato.        

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7 de febrero de 2008
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Biblioteca Breve y novelas de una vida

Una vez me dijo Vargas Llosa que una biblioteca ideal podía hacerse con dos mil títulos. Hace unos cuántos miles que me pasé de volúmenes y tan como vamos, me parece que me seguiré pasando mientras no sepa cómo quitarme este enganche tan adictivo.

/upload/fotos/blogs_entradas/carlos_barral_med.jpgAyer en los premios de novela "Biblioteca Breve", esos que crearon un grupo de "modernos", europeístas- más afrancesados que de otros territorios- y renovadores de nuestro mundo editorial, de nuestro mundo cultural hace ya cincuenta años. Volvió a ser recordado el inevitable Carlos Barral. Y Víctor Seix, Joan Petit, Castellet, Valverde y otros críticos, escritores y editores que cambiaron nuestras lecturas y nuestros autores.

Por edad empezamos más o menos con diez años de retraso de la nómina de los premiados, pero sin duda muchas de esas obras fueron nuestras lecturas de la literatura en  español. Algunas obras siguen vivas y sus autores muertos. Y viceversa.

Pero repasando los títulos de los primeros premios todavía es reconfortante que se encontraran novelas y novelistas de tanta importancia para nuestras lecturas, para nuestras vidas de lectores.

Perdí Las afueras, la primera novela de Luis Goytisolo y la que inauguró el premio. ¿Dónde estarán los libros que extraviamos?

Conservo Nuevas amistades, de García Hortelano; Dos días de septiembre de Caballero Bonald, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa; Los albañiles de Vicente Leñero, Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, Últimas tardes con Teresa, Marsé; Cambio de piel, Carlos Fuentes. He perdido País portátil, de Adriano González León que acaba de morir, creo que sin dejar de hablar tal y cómo le conocí. Nunca tuve Sonámbulo del sol de Nivaria Tejera y por algún lugar debe estar La circuncisión del señor solo de Leyva. Desde luego el catálogo de esta primera etapa es significativo, importante y como para no dejar que nuestra biblioteca disminuya.

Y el premio murió, cambió, renació y sigue disfrutando de buena salud. Y de prestigio. Estoy interesado por esa mirada a la pareja de los orígenes de la nicaragüense Gioconda Belli.

Con editoriales y editores como aquellos nunca conseguiremos desprendernos de algunos libros. Nunca nuestra biblioteca será esencial y breve. Yo  creo, no creo estoy seguro, que la de Vargas Llosa tampoco... pero tiene más metros que nosotros para no preocuparse por tener la casa tomada por esos animales que un día, también ellos, irán a parar al lugar del polvo. Enamorado o no.

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6 de febrero de 2008
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Chile en seis palabras

La última novela de Carlos Franz, Almuerzo de vampiros (Alfaguara, España) se dedica a la "nostalgia de un tiempo miserable": la vida en Chile bajo la dictadura del general Pinochet. Inspirándose en el famoso "con Franco se vivía mejor", el novelista chileno vuelve a un momento de la historia chilena que no era mejor sino más intenso. Franz me interesa desde la lectura de EL lugar donde estuvo el Paraíso. El texto se parece mucho a una obra de Graham Greene. No en su escritura sino en una cierta manera de ver el mundo, sabiendo cómo el amor y el poder pueden dañar a los hombres. Nada que ver con la historia de estos vampiros que no son vampiros sino clientes de "Le Flaubert", un salón de té muy civilizado de Santiago de Chile, con una terraza en la calle y un patio asombrado por atrás. "Le Flaubert" sirve una cocina chilena afrancesada a políticos, artistas, periodistas y hasta banqueros exiliados y hedonistas. En este caso, los clientes son dos, en búsqueda de un profesor "desaparecido".

En Chile, en el Chile de Pinochet, no es igual haber desaparecido que haberse fugado. Aquí está el secreto íntimo de una obra que machaca los sueños de la juventud. "La madurez es la muerte de la sensibilidad a manos de la experiencia", explica Franz, entregando el fruto amargo de la vida ya pasada. A pesar de vivir en Madrid, el novelista se mantiene tan chileno que a lo largo de su novela entrega un diccionario de palabras clave que, a mi parecer, conforman un maravilloso diccionario de la idiosincrasia chilena. Aquí van unos extractos que pintan a Chile en seis palabras:

Creerse la muerte: "en Chile, el más vanidoso, el que ha llegado a la cumbre del éxito, se "cree la muerte"; lo mejor se considera "la muerte."

Talla: "en todo el idioma, ‘tallar' significa cortar... Y que por extensión, una talla sea una ‘medida'... en el dialecto de Chile -que sólo los chilenos no saben que lo hablan- ‘talla es sinónimo de broma'. O sea nuestra medida es la broma."

Pajero: "expresión tan corriente... que ya casi no se usa en su acepción de masturbador. Ahora todos, menos el diccionario, lo dicen del sonador."

Mandar a la cresta: "lo que en otros sitios es lo máximo y lo más alto... en Chile es irse a la mierda."

Fome: carente de interés, falto de gracia y de vida. No exactamente aburrido sino letárgico.

Pico: "... la palabra más escrita en los muros (y retretes) de Chile... El pico se llama así porque habla más alto y convence más que la boca, en este país."

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6 de febrero de 2008
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Santísimas caipirinhas

"Vistoso" es uno de los calificativos más comunes para el Carnaval de Rio de Janeiro. Estoy al fin, me digo, no sin emoción, en el Sambódromo. Esto es Sapucaí. Debe de haber al menos tres cámaras por metro cuadrado entre el graderío, basta con asomarse a uno y otro visor para advertir que toman casi todas la misma foto. A la mía la traje de paseo: recién llego descubro que la pila está muerta y eso en algún sentido me tranquiliza. Al final prefiere uno vivir las cosas que pasarse las horas fotografiándolas. Más todavía, no se desea ser espectador del Carnaval sino parte de él, en lo posible.

     Lo posible, no obstante, tiene sus límites. Un boleto allá abajo, o allá enfrente, en los palcos, flota entre mil quinientos y tres mil dólares. El mío, de gayola, con trabajos costó doscientos cincuenta, y he aquí que la Princesa Amazónica, por cuya compañía aúllo desde mi graderío, está allá enfrente, en el palco, dueña de una esplendente entrada de cortesía. Nos hemos separado por las próximas horas, que no serán pocas, y tengo la encomienda más bien espinosa de divertirme a solas durante todas ellas. Cosa que por principio no consigo ni moviendo las piernas al son de la canción de la primera escuela de samba de la noche: Mocidade.

     Mira uno y no lo duda: es todo tan vistoso como un desfile celestial. Tomo el teléfono para hacer un apunte y desisto tan pronto como empiezo, pero igual continúo pensando de la misma manera. Buscando las palabras en la cabeza, definiendo, distinguiendo, ejercitando inútilmente las neuronas para ver si así abarco cuanto miro. No me doy cuenta aún, y no me la daré durante el paso de las tres próximas escuelas -Unidos da Tijuca, Imperatriz Leopoldinense y Vila Isabel- que semejante forma de ordeñar la ocasión supone el ejercicio de la triste y torcida profesión de crítico de fiesta: ese pobre infeliz que está siempre a la orilla del baile, felicitándose de no ser jamás él quien hace los ridículos.

     Pasado el desfile de la cuarta escuela -cada una se toma poco más de una hora, son más de cuatro mil danzantes por escuela- desfallezco en las gradas y al fin salgo a pasear por un rato, en la esperanza de que la Princesa Amazónica se halle al menos igual de aburrida y me pida que nos vayamos de una vez. Le llamo en medio del escándalo y he aquí que está feliz. "¡Ya viene lo mejor!", me anima, pero sólo consigue emocionarme la idea de que lo mejor es también el final, que según nuestros cálculos sucederá poco antes del amanecer. En el camino se me cruza un ángel. "¿Caipirinha?", pregunta. Descubro entonces que son varios los ángeles y las regalan a todo el que pasa...

     Cuatro caipirinhas más tarde, los colores del mundo han cambiado. Se diría que estamos en high definition. Vuelvo a la gradería en el comienzo del quinto desfile. La escuela Grande Rio ha llegado partiendo leña y ya en las gradas se multiplica la danza. Ni siquiera lo pienso, llego a mi sitio y ya estoy brincoteando, con la letra en la mano y el coro en los labios:

     Com todo gás vou te dar amor
     Com muito amor vem me dar paixão
     É tão brilhante nossa chama que clareia
     Incendeia o meu coração.

     Hay un gozo que sube piernas arriba, un deseo interior de darlo todo aquí, ahora mismo, excederse bailando hasta que los pies duelan insoportablemente, pero esto último no se halla ni cerca. Hace un rato, cuando estaba de pie, sólo mirando, me torturaban de punzada en punzada, y ahora saltan sin freno ni pausa ni el mínimo deseo de reposar. En medio de todo eso, los colores y el esplendor reinante hacen que toda esta gigantesca extravagancia rebote en los sentidos como un milagro.

     Grande Rio vem cantar
     Minha escola é o gás da Sapucaí
     Se a lição é preservar
     Meu grito é verde, Amazonas, Coarí.

     Bailamos muchos, cantamos casi todos. Cuando la escuela de Grande Rio se va, salgo por una nueva caipirinha, entre el público y las bailarinas que vienen de regreso. Rodeada por ocho hombres de seguridad con las manos tomadas, camina oronda la reina de la batería, entre decenas de ojos caníbales. Pero uno tiene prisa por volver, allá adentro ya suenan los tambores de Beija-Flor, la escuela que ha sido campeona en cinco de los últimos seis carnavales. Una vez en las gradas, ya con el combustible en su lugar, me lanzo cuesta abajo hacia otros setenta minutos de baile ininterrumpido y frenético, bajo esa sensación más bien hambrienta de que hay que vivir mucho en poco tiempo, no sea la de malas que después se nos caiga el mundo encima.

     O meu valor me faz brilhar
     Iluminar o meu estado de amor
     Comunidade impõe respeito
     Bate no peito eu sou Beija-Flor.

     Hace un rato, cuando aún contemplaba impasible la fiesta, esperaba con ansia el paso de los trescientos o cuatrocientos tambores, pero ahora ni cuenta alcanzo a darme. El contagio es tenaz. Bailo entre un alemán y una carioca con los que solamente intercambio sonrisas, que no obstante son más que suficientes porque apenas hay tiempo para otra cosa. Entiendo ya que estoy en la fiesta más grande del mundo, que quizás nunca vuelva a estar en otra igual, que ahí vienen ya los últimos carros y la música habrá de terminarse. Mierda, hay que aprovechar.

     Tras los últimos miembros del desfile, camina una vez más el equipo de limpieza, cuya estrella es un hombre que baila mientras barre y recibe tantos o más aplausos que las estrellas. Hasta que en un momento la música para, se hace el silencio y es hora de salir, con la sonrisa impresa y el cuerpo agradecido (los pies, cosa rarísima, todavía no duelen). Son ya casi las seis de la mañana, tomo el teléfono y ahí está la Princesa Amazónica. "¿Nos vamos a la playa?", me sugiere, y al instante comprendo que ahora mismo el cielo de los cielos tiene que estar allí, en las rocas de Arpoador, a pocos metros de la de Ipanema, donde pronto veremos al sol salir.

     Afortunadamente hay multitud de taxis. "Al edén", por favor, le pediré al chofer, fingiendo mal que aún no estoy ahí.

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6 de febrero de 2008
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De la experiencia a la ciencia (1)

Aristóteles se esfuerza en determinar dónde se sitúa exactamente la frontera que separa el universo del conocimiento que pueden alcanzar los animales, y el que pueden alcanzar los humanos. La experiencia es atribuida a ambos, animales y personas. Sin embargo, antes de pensar que se trata de lo mismo en ambos casos, es necesario determinar qué significa experiencia. Aristóteles afirma que la experiencia procede de la memoria ("pues de múltiples memorizaciones de una misma cosa surge finalmente la capacidad de una experiencia").

Empecemos por considerar la experiencia humana, es decir, la experiencia de seres que (con independencia de la experiencia misma) se hallan determinados por mediaciones conceptuales. Por ejemplo, yo reconozco a Calias, Sócrates y Menón como representantes de la humanidad, lo cual implica que tengo este concepto en mente. Y este conocimiento nada tiene que ver con la experiencia. Pero ahora constato que Calias, tras haber ingerido determinada bebida, se encuentra mal; luego, constato lo mismo en Sócrates, cuando finalmente también Menón se siente indispuesto tras beber... gracias al hecho de que tengo memoria, vinculo los tres casos y, eventualmente, evitaré beber, siendo así prudente (phrónimos en el texto de Aristóteles).

Es de señalar que podría haber alcanzado el mismo grado de prudencia si, en lugar de tratarse de tres individuos de la especie humana, la bebida hubiera sido ingerida por un gato, un perro y un hombre, o incluso por individuos de especies que no conozco en absoluto. Pues la experiencia se reduce a establecer un lazo entre algo que sucede ahora y la misma cosa que vuelve a suceder: la experiencia, nos dice Aristóteles, "es conocimiento de individuos".

Como la experiencia es adquirida con independencia de las especies o géneros que la generan, no necesito conocimiento de rasgos específicos con vistas a ser un hombre de experiencia, no necesito teoría (la palabra theoría es usada por Aristóteles, entre otras cosas para expresar el conocimiento por especificación). En consecuencia, el hecho de que los demás animales vivan sin teoría no les impide en absoluto tener experiencia.

Sin duda, la experiencia de los animales nunca es idéntica a la nuestra. Tomemos de nuevo el caso de la indisposición de Sócrates, Calias y Menón. Incluso si su común pertenencia a la especie humana no cuenta tratándose de experiencia, es obvio que este conocimiento que tengo de que son humanos juega algún papel subyacente. Cabe decir que este segundo registro perturba  la experiencia, la cual para nosotros jamás es pura.

Consideremos ahora la techné, palabra que por múltiples razones puede traducirse por arte, pero también por técnica. Una de las razones de esta polaridad es quizás el hecho de que Aristóteles distingue radicalmente entre un tipo de techné que apunta a objetivos prácticos, y un segundo tipo que buscamos por sí misma, y que nada tiene que ver con las necesidades de la vida. En cualquier caso, el principal rasgo de la techné es el hecho de que implica siempre un juicio, es decir, la capacidad de razonar (recordemos que la experiencia, en el caso de los animales, es por definición un conocimiento sin juicio, ya que no lo tienen, al menos que neguemos que la particularidad del hombre sea ser un animal racional, es decir, de juicio... paso que, por cierto, algunos dan), y lo que es más: implica un juicio que concierne a un conjunto unificado, una clase, de entidades y no meramente individuos.

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6 de febrero de 2008
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Una maleta extraviada

Volviendo a los talleres literarios de Mollina. Noia, Andrián, Jose, Cristian... me acuerdo de vosotros como si os tuviera delante, quizá por aquel ejercicio que hicisteis en que todos describíais a vuestro compañero de asiento con pelos y señales, la mayoría de las veces sin compasión, y he de reconocer que con bastante gracia. ¿Qué ocurrió al final con aquellos textos, los reunisteis? No creo que acabéis asomando por esta página los 40 de la clase, pero estoy segura de que alguno más se enterará de que aquí, por obra y gracia de la red y el "boomeran", nos hemos vuelto a encontrar. En cuanto a mí, no sé si alguna vez os habréis preguntado qué hacía cuando después de comer desaparecía de vuestras vidas hasta la hora de cenar, y después de cenar hasta el día siguiente. Me metía en mi suite, bastante cómoda por cierto, y me dedicaba a corregir la novela que tenía entre manos y que estará en las librerías el día 13 de febrero. Se llama PRESENTIMIENTOS. Y en Mollina, en aquellas tardes que pasabais en clase de poesía con el magnífico escritor y amigo Juan Cobos Wilkins o correteabais por la piscina, yo le pegaba una buena atacada a aquellas páginas llenas de correcciones en rotulador rojo ante un ventanal que daba a un pequeño jardín. Lograba concentrarme bastante bien y casi logré pasar entera la nueva versión al ordenador. El problema sucedió a mi vuelta a Madrid.

Para no tener que acarrear tanto peso conmigo, no se me ocurrió otra cosa que meter el ordenador en la maleta y facturarla. Fue un acto alocado por supuesto porque en ese momento no se me pasó por la cabeza (o si se me pasó no hice caso, bajé la guardia) que dicha maleta podría perderse, como así sucedió. La maleta con el ordenador y la novela no llegó a Madrid, se quedó en algún lugar del aeropuerto de Málaga. Así que os podéis imaginar lo que sufrí hasta que unos quince días después, tras mil llamadas de teléfono, alguien me la trajo a casa.

Me abalancé sobre ella, la abrí y allí estaba el ordenador. Lo encendí, y allí estaba la novela. Y respiré.

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6 de febrero de 2008
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Últimos sonidos

Rafael Argullol: El caso de Kleist culminó toda una trayectoria literaria y poética.

Delfín Agudelo: ¿Cómo sería, entonces, una última nota de suicidio de un músico, escrita en un lenguaje musical? La música que más me gusta es aquella que puede ser la más triste o la más alegre, siendo la misma pieza.

Rafael Argullol: He oído algunas "piezas de suicidio", pero es evidente que así como hay una última mirada, hay un último sonido. Tenemos el caso, muy tópico, del Réquiem de Mozart, que tiene mucho de testamento musical. Mozart era un hombre que claramente prefiguraba la inminencia de la muerte seguramente porque se sentía muy enfermo, a pesar de que no tenía diagnóstico objetivo alguno. En el caso de Mozart, el Réquiem y La flauta mágica atestiguan esa dicotomía entre la muerte y la alegría, muy placentero en muchos momentos, y luego ese rigor mortis del Réquiem, que también, en algunos momentos, exalta. Luego están los últimos cuartetos de Beethoven, donde vemos la constancia de la proximidad de la muerte. La Sinfonía inacabada de Schubert; la última sinfonía de Mahler, donde la muerte parece estar muy presente dada la íntima relación que estableció con ésta: a partir de la muerte de su hija escribió las Canciones de los niños muertos, una música terrible. Pero en su última sinfonía la diferencia en la relación con la muerte se debe a que está frente a frente con su propia muerte.
Con esto quiero decir que el arte, en sus distintas facetas de la literatura o la música, ha manifestado el dolor por la muerte de seres queridos quizás más de lo que se ha aproximado a la propia muerte. Generalmente ha sido más patético el dolor por los seres queridos. La aproximación a la propia muerte en el arte daría lugar a un espectro sorprendente de lenguajes, desde el dolor a la alegría, desde lo cómico a un cierto travestismo moral, o una gran serenidad. En cambio, el dolor por la muerte ajena es la que ha concentrado la pulsión más patética.

 

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6 de febrero de 2008
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I. Foto de familia

El vendedor de cal descalzo y de barba encrespada, soplaba en las madrugadas la concha marina que traía en su salbeque de caminante, detrás la recua de mulas cargadas de zurrones. Caminaba leguas, sesteando en trechos del camino, desde los páramos de San Rafael del Sur, que van a dar al mar, subiendo por los contrafuertes de la sierra, hasta alcanzar la meseta y llegar al pueblo de Masatepe. Cada vez hacía lo mismo. Soplaba el caracol para dar noticia de que había llegado con la cal a aquel pueblo de grandes solares arbolados donde faltan casas por construir, y muchas mostraban la armazón desnuda de sus paredes de taquezal. Pero ahora se empeñaba con más fuerzas porque quería que una mujer oyera su aviso.

He encontrado entre papeles de familia una foto del año 1867, que amenaza con desvanecerse para siempre. Es el retrato de mi bisabuelo Francisco Gutiérrez, el vendedor de cal, y su esposa María Silva, cada vez más borroso, como si sus imágenes, que ni el scanner ha podido revivir, se empeñaran en entrar en el agua amarilla del olvido.

A él se le ve reposado y feliz, vestido de corbata con elegancia pueblerina, la barba algo revuelta, y muestra sus pies descalzos. Los grandes pies de caminante de leguas, rajados por la cal, reclaman el primer plano. Sentado a sus anchas en la butaca, mira con algo de curiosidad y fastidio a la cámara, y junto a él, en otra butaca, mi bisabuela, de trenzas y larga pollera, no esconde la satisfacción de la vida doméstica sin sobresaltos.  

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6 de febrero de 2008
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La muerte igual

La edad, a medida que avanza, nos vuelve iguales a todos. Muy parecidos. Basta observar una concentración de pasajeros con los 65 años cumplidos para caer en la cuenta de que las biografías, a esas alturas se han erosionado más que distinguido y el resultado de las diferentes experiencias disminuye relativamente ante la experiencia determinante de la muerte vecina y común. De esta fácil constatación ahí se deduce una colección de enseñanzas tan proteica como inútil. Lo decisivo, se aprende, no es tanto la vida diversa como la muerte homologada. La onda de serenidad y sosiego que desprende este saber se aviene perfectamente con la disposición que conviene asumir para el último periodo. Morimos mucho más juntos de lo que parece, más apilados, homogéneos y solidarios, tal como les ocurre a las moscas, las fieras y los gastados objetos.

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6 de febrero de 2008
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El argumento de Mary O'Hare

Después de ver Map of the Human Heart, y con el bombardeo de Dresden todavía en la cabeza, volví a leer Slaughterhouse-Five, de Kurt Vonnegut. Qué pedazo de libro. Tan divertido, tan inventivo y tan desolador a la vez. Si fuese más voluminoso habría que usarlo para pegar en la cabeza de tanto escritor que rehuye hablar de su circunstancia, ¡o de la Historia!, con la excusa de que ya todo ha sido dicho -salvo la palabra yo, que tanto les gusta repetir.

Había olvidado que la novela tiene un subtítulo apropiadísimo: La Cruzada de los Niños, una Danza del Deber con la Muerte. Lógicamente había olvidado también la razón de ese subtítulo. Vonnegut, que le dedica el libro a Mary O'Hare, la esposa de un compañero suyo de la Segunda Guerra, se sorprende cuando la mujer lo recibe de mala gana en su casa. Después de tratar infructuosamente de intercambiar anécdotas con su ex camarada, la mujer le espeta la razón de su rabia: ‘Era la guerra lo que la enojaba. Ella no quería que sus bebés ni que los bebés de cualquiera fuesen asesinados en otras guerras. Y pensaba que en buena medida las guerras eran alentadas por libros y películas'.

Como tantos momentos oscuros de la historia de Occidente, el bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresden, célebre hasta entonces como ‘la Florencia del Elba', ha sido convenientemente olvidado. Murieron allí 135.000 personas -civiles todos. La bomba atómica sobre Hiroshima mató prácticamente la mitad de gente: 71.379 personas. Y sin embargo nadie recuerda Dresden. En fin, seamos sinceros: casi nadie recuerda tampoco Hiroshima y Nagasaki. Junto con Dresden, se trata de las masacres más execrables de la Historia moderna -habría que agregar el Holocausto, el genocidio armenio a manos de los turcos y los genocidios encubiertos por la vía del hambre, en sitios como el Africa- y sin embargo nadie, empezando por sus responsables, parece interesado en hacerse cargo de este legado de muerte y de violencia, aunque más no sea para empezar por el principio -esto es, pedir perdón a las víctimas.

Dresden, Hiroshima, Nagasaki. Tres nombres a recordar cada vez que vengan a vendernos otra vez aquello de que la Historia del mundo puede ser leída en términos de buenos y malos.

Mary O'Hare tenía razón. Hay demasiados libros y películas que colaboran con la guerra -por acción o por omisión.

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6 de febrero de 2008
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El Boomeran(g)
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