Xavier Velasco
La imagen que antecede a estas palabras -tomada hace unas horas, ya de noche, a no más de cincuenta metros de la línea ecuatorial- corresponde a la última orilla de la ilusión. Cada una de las ciudades brasileñas alberga otras así, por el momento. Son los cadáveres del carnaval, restos de carros alegóricos que agonizan al sol, en los suburbios de cada sambódromo. He volado de Rio de Janeiro a Macapá poco después del Miércoles de Ceniza, cuando del carnaval queda sólo el recuerdo y hay que arrancar de cero con un nuevo año.
Llámenlo fetichismo imberbe o sentimentalismo barato, pero ya desde niño me conmovía la visión de las piñatas rotas en el basurero, con la expresión a medias extinta de una ilusión que ya cesó de ser. Ahora bien, el rostro roto y con el cuello quebrado que encabeza los restos de este carro alegórico -no es alto en realidad, medirá con trabajos cinco o seis metros- parece menos hecho para la fiesta que para su final. Cuesta algo de trabajo imaginar esta expresión como parte del esplendor carnavalesco, incluso acompañada de una legión de jíbaras en paños refulgentes y muy menores. Ignoro, pues, qué tan decorativa sería en su momento, pero sigo pensando que fue construida sólo para ilustrar la melancolía propia del fin de fiesta; o en su caso, quizá, la certidumbre de que toda alegría -más aún si es intensa- encuentra su final en un abismo nunca menos triste y añorante que la imagen de una piñata reventada.
Ahora, mientras escribo, la contemplo a la orilla de la pantalla y no puedo evitar que cada nueva línea se contagie de su extraña saudade selvática. Una técnica vieja, muy socorrida por los novelistas a la hora de recrear un sentimiento ajeno y distante, pues verdad es que ahora y aquí, en la mitad del mundo, el universo entero me parece tan lindo que no entiendo bien a bien la tristeza y necesito de una muñeca rota para evocarla. Nadie duda que la alegría, cuando llega, tiende a ser epidémica, pero ya quiero ver quién le saca la vuelta con éxito al imán del abismo seductor.
"Acabó nuestro carnaval", escribió alguna vez Vinicius de Moraes sobre la melodía de Carlos Lyra en la Marcha del Miércoles de Ceniza, no exactamente en torno al fin de fiesta sino al advenimiento de una dictadura, mas ahora que el gorilato es historia vieja permanece en aquella canción el humor lánguido y remotamente esperanzado propio del día más hueco del Brasil.
"Pero eso ya pasó", reaccioné de repente, ya de vuelta en el coche, con la fotografía triste dentro de la cámara y de nuevo la mano sobre el hombro de la Princesa Amazónica que metía primera, segunda, tercera por la calle bordeada de graderíos que apenas la semana pasada fungía como pista del sambódromo en el único carnaval que sucede entre dos hemisferios. Medio minuto más tarde, fugazmente en América del Norte, la memoria completa del carnaval se había disuelto. Llegando a la luz roja del semáforo, ante el guiño flotante de la luna flaca, miré de nuevo al lado y bastó el beso largo de sus ojos para traer de vuelta al carnaval. "La tristeza no tiene fin, la felicidad sí", sentencia la canción de Tom y Vinicius, pero esta misma noche dos luces verdes me han jurado lo contrario. Y yo les he creo, no faltaba más.