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El arzobispo y la sharia

Rowan Wiliams, arzobispo de Canterbury y máxima autoridad eclesiástica de la Iglesia Anglicana  ha armado mucho lío al sugerir que había que considerar introducir algunos elementos de la ley islámica (sharia, sobre cuya interpretación hay al menos cinco escuelas distintas) en el sistema legal inglés, como ocurre en parte con algunos judíos ortodoxos. Pero no es algo tan sencillo lo que ha propuesto este fino pensador religioso en su discurso la semana pasada ante los Royal Courts of Justice, aunque sus declaraciones a la radio o la manera de presentarlo hayan simplificado extremadamente su mensaje.

Madeleine Bunting, una de las mejores columnistas del diario británico The Guardian, consideró que puede que haya buenas razones para iniciar el debate sobre la sharia en Gran Bretaña, pero que quizás el arzobispo no debió empezar así, provocando una "tormenta mediática perfecta". Pero "lo que Rowan Williams puso de relieve es que hay aspectos de la sharia que se aplican a través de tribunales de la sharia que ya existen" en el Reino Unido. ¿Pretendemos que no existen o les otorgamos algún tupo de reconocimiento?", señaló Bunting.

Pues Williams ha puesto el dedo sobre un espinoso problema en una sociedad multicultural. Lo que ha venido a decir Williams, en un complejo argumento bien documentado, es que estas poblaciones musulmanas en Inglaterra no se verían reconocidas en el ordenamiento legal inglés (por extensión británico) si no se recogían algunos de sus propios aspectos culturales. Naturalmente no se refería a la lapidación de los adúlteros o a la poligamia, ni siquiera al derecho a la apostasía -en lo que se extiende, dado el no reconocimiento por una parte del islam-, o a los matrimonios forzosos sino a otras cosas como el matrimonio, el divorcio o disputas financieras. Tribunales de la sharia podrían ser reconocidos para estos fines.

Lo que vino a decir Williams, que nunca utiliza los términos fundamentalista o integrista, sino "primitivistas" al referirse a los islamistas más radicales, parte de que vivimos en unas sociedades con identidades múltiples que se solapan, y de  que los musulmanes en su país no deberían tener que elegir entre "las duras alternativas de la lealtad cultural y la lealtad al Estado". Pues hay comunidades en su sociedad que "aunque no menos respetuosas de la ley que el resto de la población, se relacionan con otra cosa que únicamente el sistema legal británico", y "buscan la libertad para vivir bajo la sharia". Para el arzobispo "si el derecho del país no toma en cuenta lo que para algunos agentes podría ser una razón propia de comportamiento (...) fracasa en un modo significativo a la hora de comunicar con alguien implicado en el proceso legal". Intenta evitar que los ciudadanos tengan que elegir. Y de ciudadanos se trata, pues sitúa por encima el concepto de ciudadanía común.

Para deshacer las simplificaciones que se han difundido sobre su discurso, cabe destacar dos frases centrales: "Si se reconoce algún tipo de jurisdicción plural, debería ser presumiblemente bajo la rúbrica de que ninguna legislación suplementaria podría tener el poder de negar el acceso a los derechos otorgados a otros ciudadanos o castigar a sus miembros por reclamar esos derechos". Es decir, que si se admitiera una parte de la sharia por razones culturales, los que se acogieran a ella no perderían los derechos del régimen general, que predominaría en caso de conflicto; mantendrían sus derechos de ciudadanía. Aunque antes hay que "estar preparados para pensar sobre las reglas básicas que pudieran organizar la relación entre jurisdicciones". Para Williams el Consejo de la Sharia Islámica que existe en Inglaterra no es suficiente para avanzar por estos caminos, Se requiere algo mucho más representativo

La derecha se soliviantó, pero también el Gobierno laborista ante el mensaje de  Williams. Todo esto no es un problema estrictamente inglés o británico. En Francia, los sociólogos calculan que hay 10.000 familias poligámicas, naturalmente, no reconocidas oficialmente, pero también se prefiere ignorar esta realidad. Pero sobre todo la relación entre derecho y culturas se va a plantear pronto en muchas sociedades. Canadá ya rechazó lo que ahora plantea Williams para Inglaterra. En el Reino Unido, no se reconocen (en parte sí) los matrimonios o divorcios islámicos (pese a que muchos se crean que sí), de los residentes, pero sí los llevados a cabo en países musulmanes, como Pakistán. Lo que complica la situación a escala global. En España el matrominio católico tiene una plasmación directa en el matrimonio civil, por los acuerdos entre Iglesia y Estado. No en Francia donde quien e¡se quiera casar por la iglesia tiene que pasar tambiñen por el ayuntamiento.

Rowan Williams ha armado un gran lío. Pero habrá que volver, con rigor y sin pasión, sobre lo que ha planteado.

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12 de febrero de 2008
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Vivir entre libros

Eso ya lo hacemos hace tiempo. No solo entre libros, también hay películas, músicas, pequeños objetos, obras pintadas o moldeadas y otras cosas más o menos inútiles. Y personas. No podríamos vivir sin personas, sin realidades de esas que se tocan, te tocan. Vivir con quién se ama, y con quién se discute, discrepa o se llegan a pactos. Vivir como un ser humano, vale. Pero vivir en medio del lío de la ciudad. Entre ruidos, coches, gentes, tiendas, lugares de ocio, restaurantes, estadios, museos y atascos. Vivir en una ciudad.   ¿Podríamos vivir de otra manera? ¿Querríamos vivir de otra manera? Ayer, en uno de esos pueblos que a uno le parecen un ideal de vida sensata, interesante y deseable, pensaba si seria capaz de vivir en un lugar como Urueña.

Dos o tres cosas de Urueña. Es un pequeño pueblo de Valladolid, en medio de la meseta castellana, en un montículo con espectaculares vistas a esa tierra de páramo y campos desnudos. Amurallado, con casas de vieja nobleza y humildes casas de adobe, con iglesia notable y algún palacio con historia. Unos pocos bares, algunos restaurantes, sin prensa, con algunas tiendas y un banco.

/upload/fotos/blogs_entradas/uruea_se_convierte_en_la_primera_villa_del_libro_de_espaa_med.jpgAdemás es el pueblo con  más densidad de librerías de viejo de España. Le llaman la Villa del Libro. Además de ser villa musical pues allí se refugian músicos, cantantes y estudiosos del folklore. También tiene algún espacio para objetos singulares, para la reproducción y creación de esas maravillas de las viejas caligrafías u para rescatar juguetes de los años de la artesanía. En fin un pueblo para huir del mundanal ruido, refugiarnos en las verdades de las mentiras y ser capaces- como Gerald Brenan, como Robert Graves- de decir adiós a todo eso. Un problema, que no somos Brenan ni Graves. Otro, que hablan el mismo idioma. Uno más, que llegan las palabras de los políticos en campaña. Y que llegan el tomate y el pilates. Creo que seguiremos viviendo entre libros pero en medio del caos. La tranquilidad puede esperar y además no existe.

En cualquier caso, los que amen los libros, las músicas y otras bellas excursiones por un mundo razonable que tomen el camino de Urueña. Las librerías sólo abren los fines de semana. A veces desde el jueves. El domingo si quieren comer habrá que reservar. Un buen viaje para soñar con la posibilidad, sin "letraheridos", que se podría cambiar de vida. Un viaje para dejarnos engañar durante unas horas. 

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11 de febrero de 2008
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Chávez y Exxon

Hay que saber muy poco de lo que es Venezuela y de lo que es la historia contemporánea de América Latina para pasar por encima del discurso del presidente Hugo Chávez Frías en su programa «Aló Presidente» del domingo. Tanto en el cable de una agencia reproducido por El Nuevo Heraldo de Miami como en el artículo del diario El Universal de Caracas se ve la misma figura de un líder que habla a su país de suicidarse. No entregar petróleo crudo a EE. UU. sería para Venezuela un suicidio (representa la mitad del producto interior bruto del país).

Chávez reacciona a la noticia de las demandas en justicia del grupo americano Exxon: una congelación de activos de la empresa petrolera estatal PDVSA empezó en varios países. El estado venezolano tiene una enorme indemnización pendiente con Exxon desde las nacionalizaciones del año pasado y Exxon «congela» activos para asegurar el pago. Siempre ha dicho Chávez que va a pagar. Ahora, los gringos le pasan la cuenta.

Ahora no es cualquier momento sino unos meses después de la derrota del chavismo en el referéndum sobre la construcción del socialismo. Y tampoco Exxon es cualquier empresa: representa el 2% del capital invertido a través de la bolsa de Nueva York y se llamaba Esso cuando las relaciones entre la revolución castrista y Washington se fueron al carajo. Es decir, que la empresa tiene peso y una historia de pelea con vecinos del sur. Estamos en un momento de definición de la historia con un presidente acorralado y un poder económico gringo que ahoga un poder político latino. Adivinando lo que tenía que ocurrir, Michael Shifter, el vice-presidente del Inter-American Dialogue, publicó en inglés, hace unos días, un excelente artículo sobre los primeros síntomas del agotamiento de la influencia de Chávez en América Latina. Hay que leerlo para entender el eco internacional de lo que se pone en marcha. Cuidado: es un momento de suma tensión, de gran peligro, pero el llamamiento de Chávez al suicidio económico de su país puede ser, tal como lo escribe Shifter, la renuncia del continente al camino abierto por el líder bolivariano con la plata del petróleo.

Recuerdo que existe en el archivo del New York Times un artículo fenomenal sobre PDVSA y sus dificultades. Lectura ineludible para entender las dificultades de la empresa.

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11 de febrero de 2008
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Hospitales (1)

"El que quiera saber lo que es la vida que venga a un hospital", me dice un médico, veterano en ver todo tipo de calamidades y también en sufrir carencias y falta de medios. Y es verdad, se trata de una experiencia que por poco receptivos o sensibles que seamos nos obliga a mirar las cosas de otra manera, por lo pronto, a darnos cuenta de que dependemos de los demás mucho más de lo que creemos y que hay momentos en que la ayuda, se quiera o no, es imprescindible, y esto sirve para la vida en general. Por eso, cuando alguien dice con soberbia que no le debe nada a nadie, me hace pensar. Me hace pensar que nunca habrá estado enfermo, ni habrá tenido que pedir trabajo, ni le habrán hecho reír. ¿Cómo se puede estar seguro de que no se le debe nada a nadie? De acuerdo que unas personas atraen la ayuda más que otras y que el mundo les resulta más hostil a unos que a otros, pero el resentimiento que encierra la famosa frase de "no le debo nada a nadie" hace antipático a quien la pronuncia, le hace rencoroso, poco generoso, da la sensación de que nunca nadie le ha querido, y si no le han querido es que no se habrá hecho querer, y lo que más embellece y hace deseable a alguien es sentirse amado o por lo menos con la posibilidad de serlo.

Pero estas líneas no van de amor (ojalá, todo lo que necesitamos fuese amor), sino de hospitales, de ese mundo aparte, con su olor, su estética y su estilo de vida particular, que tan bien conoce el Dr. Montes, del Hospital Severo Ochoa de Leganés, y su equipo, tan injustamente tratados por el tan traído y llevado asunto de las sedaciones a enfermos terminales, acusaciones de las que han sido totalmente exculpados. Si hay alguien que necesita amor, pero sobre todo ayuda para no sufrir en los últimos momentos más de lo ya sufrido durante toda su vida, es el enfermo en trance de morir.

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11 de febrero de 2008
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Entereza (andreia, 2)

Hay males que, por muy frecuentes que sean, tienen un carácter contingente. Así, la bajeza de nuestros congéneres es constatable por doquier en las sociedades  humanas; no puede decirse, a priori, que no cabe sociedad sin que se dé, por ejemplo, ese abuso del débil que constituye el rasgo universal de los canallas. Con matices, ciertamente, cabría decir algo análogo del deterioro que designamos con el término enfermedad. Es muy probable que nuestra vida se prolongue en una situación de progresiva decadencia biológica, pero tal cosa no es absolutamente segura. Cabe, por ejemplo, morir de accidente puntual, en plena posesión de las facultades físicas e intelectuales. En fin, por generalizada que sea hoy en día la convicción de que es inevitable la jerarquización de los humanos entre los poseedores de bienes materiales y los condenados a una vida de indigencia, tal convicción no deja de ser un prejuicio, es decir, algo no sometido a cabal crítica. Y hasta cabe aventurar que se trata de un prejuicio derivado de una suerte de melancólico pesimismo respecto de la condición humana.

En suma, cabe al menos aventurar la hipótesis de que (en una sociedad ciertamente ordenada  por criterios antitéticos de los que hoy rigen) un ser humano pudiera no verse confrontado a la ruindad moral ajena y a la pobreza o enfermedad propias, con lo cual, el problema de mantener la entereza ante la inminencia de esos males no se presentaría siquiera.

Indiscutiblemente, muy diferente es el caso de la muerte. Esta aparece como algo correlativo de la vida misma, de tal manera que hablar de una vida sin muerte (o viceversa) tiene tan poco sentido como hablar del polo positivo del imán en ausencia del polo negativo; o hablar de un lenguaje humano que no estuviera materializado, que no tuviera como soporte y origen el registro genético, un lenguaje angélico, un verbo sin carne. Los que no se aferran a tan fantasmática perspectiva, los que no se distraen de la verdad; los que asumen las consecuencias de que la existencia biológica se halla  afectada por la finitud responden con entereza (andreia) ante la inevitable confrontación.

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11 de febrero de 2008
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El ejercicio físico

/upload/fotos/blogs_entradas/lanzador_de_disco._discobolo_med.jpgEsta época se ha hecho muy pesada e incluso insoportable en sus  recomendaciones sobre el ejercicio físico pero es de lo mejor que ha procurado a la sociedad. Otras obsesiones contemporáneas referidas a la naturaleza, los animales, los  bosques o el aire puro, parecen del mismo tenor pero son incomparablemente más culpabilizadoras y aburridas.

La invitación o incluso la conminación al ejercicio físico representan, sin embargo, cuando se experimenta, un impulso directo hacia el gozo y la alegría que la intelectualidad, especialmente la turca y la francesa, se negó siempre a considerar.

Estos años, no obstante, han demostrado que el buen conocimiento intelectual se halla directamente asociado al buen funcionamiento orgánico y que, en su extremo metafórico, la práctica de la natación es indistinguible del ejercicio de la imaginación.

La gimnasia abre los ventrículos y las sinapsis mientras la afluencia de aire a los pulmones brinda una oxigenación general cuya influencia bendice desde el corazón al pensamiento.

Enrarecidos en los humos del tabaco, ennegrecidos en el pesimismo, existencial, obsesionados por crear mediante el sufrimiento, llegamos a formar una cohorte de artistas y escritores tan enfermos como feos, tan sucios como broncos y bronquíticos.

El mundo de la creación recibe por esta vía supuestamente ajena, la atribuida al atleta bruto, la finura máxima para prosperar. Regresamos así a  los idealizados tiempos transparentes de los griegos clásicos cuando su amor al olimpismo, nos parecía, visto desde los siglos recientes, una estampa  beata y depilada, tan depilada de sexo como de realidad. Ahora vemos, por el contrario, sentimos, que la verdad, la obra maestra, la invención científica, la originalidad, la filosofía y la informática, se hallan más cerca de una lucidez con la piel oxigenada que de la tóxica observación de antaño, los ceños severos y las terribles jaquecas como inequívocos signos del saber.  

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11 de febrero de 2008
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Origen de nuestros ojos

Vivir sin admiración, sin que algún objeto nos inspire un culto de dulía, es como vivir en blanco y negro. Los que admiran son retribuidos por su admiración y suele ser gente de corazón ligero. Hacía treinta años que no volvía sobre Victor Hugo, uno de los más olvidados novelistas del siglo XIX. Me empujó al regreso el admirable ensayo de Mario Vargas Llosa sobre Los Miserables recientemente traducido al inglés. No obstante, quise regresar por el principio y abrí con frío escepticismo la novela "mala" de Hugo, Notre-Dame de París. ¡Cielo santo, qué vuelo estratosférico! En el teatro del romanticismo, Dickens y Balzac ocupan el palco real. Esquinado en el gallinero proletario, a Victor Hugo se le pide silencio y que no moleste. Sin embargo, es demasiado grande: como un gigante torpe, en cuanto se mueve descalabra tres estatuas de escayola narrativa y hace añicos dos arañas de cristal de poesía lírica. Hugo, hélas!

El argumento de la novela es un disparate que se reparten un monstruo jorobado, un cura alquimista, una gitana casi impúber y un caballero más puro que Parsifal. Una majadería, pero ¿a quién le importa? Con esos mimbres ridículos Hugo construye un edificio literario cuya ambición no es otra que la de competir nada menos que con el célebre templo del que toma su nombre. En un capítulo de delirante especulación, Hugo expone una teoría que sin él saberlo estaba trabajando por aquellas fechas el iluminado Friedrich Hegel. En ese fragmento sobrenatural el novelista pone ante los ojos del lector la totalidad del saber humano esculpido en piedra, desde los menhires hasta las catedrales góticas, y muestra cómo a partir del siglo XV esa catástrofe llamada "la imprenta" iba a destruir la arquitectura. Los conocimientos humanos ya no se atesorarían en la piedra, sino en los libros, que son más duraderos y baratos.

Lo de menos en ese capítulo es la exactitud histórica. Lo grandioso es la visión, el ímpetu poético, la descomunal ambición de competir con los constructores de Notre-Dame. Con una fuerza hercúlea que hoy no podemos ni soñar, Hugo se enfrenta a lo más grandioso que conoce para ofrecer su alternativa sobre papel.

Comenzó a escribir la novela en julio de 1830, pero hubo de interrumpirla por un par de sucesos molestos. Primero la Revolución, luego el nacimiento de su hija Adèle. Hugo se metió de cabeza en el caos revolucionario, anduvo arriba y abajo por un París cubierto de cadáveres y colaboró con los rebeldes mientras ayudaba a su mujer en el posparto y también al mefítico amante de su mujer, Sainte-Beuve, muy afectado. Aún le quedaba tiempo para navegar por los remolinos del estreno, unos meses atrás, de Hernani y el escándalo universal que había montado. De paso, aprovechó para cambiar de domicilio porque con la nueva hija ya no cabían en casa. Bueno, pues para enero había terminado la novela. ¡Ochocientas páginas! En la actualidad, sólo el cambio de domicilio ya habría paralizado al más dotado de nuestros escritores.

Cuando abres tu corazón y admiras, te invade cordialmente el objeto admirado. Entonces ya no es el entero cuerpo lo que te deslumbra, sino cada detalle. Así por ejemplo, ese capítulo III que luce título en español macarrónico, "Besos para golpes", y que presenta a la gitana Esmeralda. Estamos en invierno, es de noche, arden las hogueras en la Place de Grève donde se han reunido los más feroces malhechores parisinos. Se les ve desde arriba, formando un círculo de hogueras en cuyo centro baila la gitanilla de pies diminutos, "totalmente andaluces" según afirma Hugo con aplomo. La vemos bailar, por así decirlo, desde la grúa, pero la cámara desciende cuando en uno de sus pases se le suelta el prendedor y la cabellera se expande con vuelo de mantón. La cámara entonces recorre los rostros boquiabiertos de los patibularios, pero se detiene en un personaje atravesado al que se acerca en un close up. Rostro inquietante cuya ambigua sonrisa hiela la sangre y nos augura que ese personaje va a jugar un papel decisivo en el destino de la niña.

Volvemos al plano general para ver a Esmeralda exhibiendo las dotes circenses de su cabra adivina, pero de nuevo nos arrastra una panorámica circular del público, como las de M el vampiro de Fritz Lang, seguida por un primer plano del siniestro individuo que ahora grita: "¡Sacrilegio! ¡Profanación!". La cámara regresa a una Esmeralda paralizada de terror, con los ojos desorbitados y una mano alzada como para protegerse de un golpe, puro Lillian Gish. Parece calcado de Eisenstein o de Griffith, pero faltaban cien años para que se inventaran ambos modelos de montaje.

Es en verdad misterioso que el romanticismo avanzara por escrito la esencia de la técnica visual cinematográfica. En otro capítulo deslumbrante de la tercera parte, "París a vuelo de pájaro", Hugo nos ofrece una panorámica aérea de París, como si nos hubiéramos subido al globo en el que Daumier dibujó a Nadar. Con una diferencia notable: las primeras fotos aéreas de París no se verían hasta treinta años más tarde. La ciudad, que sólo había interesado a Balzac (un poco más tarde a Dickens) en su horizontalidad, tomaba de pronto una tercera dimensión que no se realizaría plenamente hasta la invención de la fotografía y los primeros bombardeos aéreos.

Estas intuiciones imaginativas son puro zeitgeist y surgen en los talentos más despiertos de cada tiempo. Por aquellas mismas fechas, en 1834, vivía exiliado en París el duque de Rivas y entretenía su forzado ocio redactando un enorme poema, El moro expósito, tanto más bello cuanto más desatendido por los actuales lectores. Si alguien se detiene en esas páginas soberbias encontrará también allí secuencias a la Eisenstein. Véase esta estampa del malvado Rui-Velázquez, germen de Iván el Terrible con música de Prokofiev: "Éste, delgado y alto (...) enjuto y macilento, demostraba / temores, dudas e inquietudes grandes; / y cruzados los brazos sobre el pecho, y embozado en su manto, a desiguales / pasos la sala toda recorría / formando en suelo y muro una gigante / sombra que era mayor o más pequeña / al venir a la luz o al retirarse". Esa sombra animada, esa sombra que crece y mengua, como el baile de Esmeralda, es ya puro cine.

Sería agradecido averiguar lo que podríamos llamar el componente atómico de la imagen popular, el alfabeto del arte de masas que se encuentra ínsito en las novelas y los poemas del romanticismo, pero también en las óperas de Wagner y Puccini, en las sinfonías de Mahler y de Strauss, en la pintura de Goya y Delacroix. Un repertorio que se diría inventado por los fotógrafos y cineastas de principios del siglo XX cuando en realidad pertenece a un fondo mucho más ignoto del que todavía siguen brotando por mil fuentes imágenes lingüísticas, musicales y visuales que encantan la imaginación popular. Una enigmática sima de figuras radicalmente distintas del depósito clásico, anterior al barroco, cuando el soporte del saber era la piedra y los humanos grabábamos nuestros conocimientos en monumentos más frágiles que el papel.

Artículo publicado en: El País, 10 de febrero de 2008.

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11 de febrero de 2008
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Galería de espectros: Aschenbach

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he observado al de Aschenbach deambulando por Venecia.

Delfín Agudelo: Cuando pienso en Aschenbach, de La muerte en Venecia, no sé si pensar en él como un escritor o como un músico en íntima relación con Mahler.

R.A.: Yo mismo al pensar y al sentir el espectro de Gustav Von Aschenbach a veces lo imagino como escritor, tal como nos lo presenta Thomas Mann en la novela, y a veces lo imagino como músico, según la recreación que realiza Visconti en su película. Generalmente la traslación cinematográfica de una obra literaria es inferior; en cualquier caso, es parcial. Pero aquí nos encontramos con un ejemplo en el cual la retraducción visual es casi o tiene casi igual calidad que la propia novela. Creo que fue un acierto por parte de Visconti convertir al escritor Aschenbach en compositor, porque el lenguaje cinematográfico a la fuerza es menos introspectivo. Y en ese sentido, la combinación de visualidad y de música representó una combinación muy potente, en el que el gran tema de Thomas Mann de la lucha, contradicción o incompatibilidad entre arte y vida se pone de manifiesto a través de una música fascinante pero difícil, sobre todo para su época como fue la música de Gustav Mahler. En ese sentido la aspiración a la belleza, que en la película discurre a través de esa seducción por el adolescente Tadzio, nos conduce al gran problema de Thomas Mann, según el cual el artista necesariamente estaba condenado a verse atrapado en los abismos de la sensualidad y que, como tal, siempre acabaría rompiendo el equilibrio moral. En la novela hay mucha más introspección: el protagonista es un escritor, lo cual lleva consigo que se recurra muchísimo al monologo interior. Sin embargo, el tema evidentemente es el mismo: el de la lucha entre ese difícil equilibrio que intenta mantener el artista, un equilibrio que le convierta también en un héroe del conocimiento, de la sabiduría, pero finalmente el volcarse hacia un desequilibrio de las sensaciones y de las pasiones que en definitiva es el destino final de Aschenbach.
Hay una derrota y una victoria en ese destino. Es una derrota en cuanto a que se desintegra su estructura vital, y llega a la muerte, a la agonía de la muerte. Todo su deambular por Venecia es una especie de continua agonía. Su victoria es que al final de todo el proceso se libera el centro pasional e instintivo, tanto en el caso del escritor como en el del músico, y es capaz, en cierto modo, de acceder a una belleza libre que previamente, mientras intentaba detentar toda esta convención moral, se hacía completamente imposible. En ese sentido, es interesante el desenlace de Thomas Mann, el cual habla de la locura del artista, rememorando el Fedro de Platón; extraordinario es también el de Visconti, que plantea el declive y descomposición física de un hombre, con ese maquillaje que le va cayendo por la cara, como signo externo, barroco, muy presente de una agonía; y al final esa agonía, sin embargo, parece que vaya acompañada por ese sentimiento de liberación que le hace que por primera vez pueda hablarle cara a cara a la belleza que venía persiguiendo. Por tanto, el espectro de Aschenbach siempre tiene, creo, algo de patético, como un hombre que ha tenido enormes dificultades o enormes imposibilidades para hacer conciliar su propia vida y el arte. Tiene, al mismo tiempo, algo de muy impactante y muy cercano, en el sentido en que plantea ese choque entre la razón y el instinto, entre la moral y la sensualidad, entre la libertad y la norma, que en definitiva siempre está presente en el arte.

 

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11 de febrero de 2008
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I. Los Picapiedras no estaban solos

Que la tierra tiene  apenas 6000 años de edad,  que el mundo fue creado en exactamente siete días con sus noches, y que los hombres de las cavernas y los dinosaurios convivían juntos, como en las historietas de los Picapiedras, son creencias que no deberían quitarle el sueño a ningún científico de un país como Estados Unidos, que tiene la cota más alta de premios Nóbel en Biología, Química y Física.  Sino fuera por el creacionismo.

Esta corriente religiosa pertenece al credo oficial de multitud de iglesias sureñas, en el extenso territorio llamado "el cinturón bíblico", y hay una pugna para que sea materia de enseñanza en las aulas en muchos estados, lo que hace que la comunidad científica ponga el grito al cielo: "tampoco enseñamos la astrología como alternativa a la astronomía, o la brujería como alternativa a la medicina", dice el doctor Francisco Ayala, profesor de ciencias biológicas en la Universidad de California.

Pero, además, no se trata de teorías extravagantes salidas de la nada social, a como salió el mundo de la nada física según los creacionistas: un 47% de los ciudadanos, según las encuestas, creen que realmente ocurrió así con el nacimiento del mundo, algo  que comparte el propio presidente Bush; del otro lado, quienes creen que los seres humanos son el resultado de la evolución en un proceso de millones de años, según fue establecido por Darwin desde el siglo diecinueve, ganan por una escasa mayoría.

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11 de febrero de 2008
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Basta de saudade

La imagen que antecede a estas palabras -tomada hace unas horas, ya de noche, a no más de cincuenta metros de la línea ecuatorial- corresponde a la última orilla de la ilusión. Cada una de las ciudades brasileñas alberga otras así, por el momento. Son los cadáveres del carnaval, restos de carros alegóricos que agonizan al sol, en los suburbios de cada sambódromo. He volado de Rio de Janeiro a Macapá poco después del Miércoles de Ceniza, cuando del carnaval queda sólo el recuerdo y hay que arrancar de cero con un nuevo año.

     Llámenlo fetichismo imberbe o sentimentalismo barato, pero ya desde niño me conmovía la visión de las piñatas rotas en el basurero, con la expresión a medias extinta de una ilusión que ya cesó de ser. Ahora bien, el rostro roto y con el cuello quebrado que encabeza los restos de este carro alegórico -no es alto en realidad, medirá con trabajos cinco o seis metros- parece menos hecho para la fiesta que para su final. Cuesta algo de trabajo imaginar esta expresión como parte del esplendor carnavalesco, incluso acompañada de una legión de jíbaras en paños refulgentes y muy menores. Ignoro, pues, qué tan decorativa sería en su momento, pero sigo pensando que fue construida sólo para ilustrar la melancolía propia del fin de fiesta; o en su caso, quizá, la certidumbre de que toda alegría -más aún si es intensa- encuentra su final en un abismo nunca menos triste y añorante que la imagen de una piñata reventada.

     Ahora, mientras escribo, la contemplo a la orilla de la pantalla y no puedo evitar que cada nueva línea se contagie de su extraña saudade selvática. Una técnica vieja, muy socorrida por los novelistas a la hora de recrear un sentimiento ajeno y distante, pues verdad es que ahora y aquí, en la mitad del mundo, el universo entero me parece tan lindo que no entiendo bien a bien la tristeza y necesito de una muñeca rota para evocarla. Nadie duda que la alegría, cuando llega, tiende a ser epidémica, pero ya quiero ver quién le saca la vuelta con éxito al imán del abismo seductor.

     "Acabó nuestro carnaval", escribió alguna vez Vinicius de Moraes sobre la melodía de Carlos Lyra en la Marcha del Miércoles de Ceniza, no exactamente en torno al fin de fiesta sino al advenimiento de una dictadura, mas ahora que el gorilato es historia vieja permanece en aquella canción el humor lánguido y remotamente esperanzado propio del día más hueco del Brasil.

     "Pero eso ya pasó", reaccioné de repente, ya de vuelta en el coche, con la fotografía triste dentro de la cámara y de nuevo la mano sobre el hombro de la Princesa Amazónica que metía primera, segunda, tercera por la calle bordeada de graderíos que apenas la semana pasada fungía como pista del sambódromo en el único carnaval que sucede entre dos hemisferios. Medio minuto más tarde, fugazmente en América del Norte, la memoria completa del carnaval se había disuelto. Llegando a la luz roja del semáforo, ante el guiño flotante de la luna flaca, miré de nuevo al lado y bastó el beso largo de sus ojos para traer de vuelta al carnaval. "La tristeza no tiene fin, la felicidad sí", sentencia la canción de Tom y Vinicius, pero esta misma noche dos luces verdes me han jurado lo contrario. Y yo les he creo, no faltaba más.

 

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11 de febrero de 2008
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