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El grito

Por 14 de febrero de 2008 Sin comentarios

Rafael Argullol

Hace poco estuve de nuevo en Lisboa, una ciudad que siempre apacigua. Fue una estancia breve de apenas dos días, con escaso tiempo por tanto para dedicarme a la mejor actividad que ofrece la ciudad, el paseo. Sin embargo, pese a esta brevedad, experimenté otra vez la misma sensación que ya había tenido en estancias anteriores. A las pocas horas de estar en Lisboa sentí, sin que sucediera nada especial, un bienestar singular, lo que me empujó a pensar en el contraste entre aquellas percepciones y las que había dejado en Barcelona por la mañana, antes de coger el avión.

De pronto se me ocurrió que allí en Lisboa la gente no gritaba al hablar, o gritaba mucho menos que aquí, y que esta podía ser una razón que explicara el cambio que percibía. Como no tenía nada que hacer hasta la noche me puse a observar la forma de comunicarse de los lisboetas: hablaban, en efecto, en voz baja e incluso los turistas e inmigrantes compartían este tono como si fuera una exigencia del espíritu de la ciudad.

En cambio, pensé, en Barcelona -en Catalunya, en España- el grito parece consubstancial al habla. Con todo lo significativo es que la necesidad de gritar no es únicamente un fenómeno fonético sino también un hecho ontológico: aquí la gente grita para desprenderse de la intimidad de las palabras. Fíjense, si no, en tantos hombres y mujeres que se dirigen a interlocutores cercanísimos y sin embargo se sienten en la necesidad de gritar. Lo comprobamos continuamente en la calle, en los restaurantes, en la playa. Quien habla gritando, lo hace a un metro, a un palmo de quien recibe el grito. Fisiológicamente no haría falta para nada elevar la voz. Sospecho que aun inconscientemente nuestros gritones gritan para evitar la soledad, que les parece abrumadora, del cara a cara y para buscar la genérica aprobación del involuntario espectador. Un país de gritones se convierte automáticamente en un país de fisgones. El gritón, que quiere llamar la atención, está encantado de estar rodeado por otros gritones que, a su vez, llamen su atención. Todo con tal de no tener que responsabilizarse de la autenticidad de sus propias palabras. Aquí para convencer el grito se hace imprescindible como nos demuestran permanentemente parlamentarios, alcaldes, tertulianos, cómicos o padres de familias; y quien no grita para persuadir queda relegado a una indeseable marginalidad.

Volviendo a esa tarde en Lisboa me pareció averiguar otros factores, estrechamente vinculados al antigrito, que contribuían a la serenidad del visitante. Puesto que la gente por lo general no berreaba tenía su lógica que los distintos individuos con que uno se topaba hicieran gala de una cierta discreción o de lo que en otros tiempos se llamaba educación. El recepcionista del hotel te trataba con amabilidad, al igual que el empleado del parking e, increíblemente, también el taxista y hasta el camarero. Además en toda una tarde por Lisboa nadie me apabulló con nuestro brutal tuteo, perfecto para el gritón pero desconcertante para la mayoría de los habitantes del planeta, incluidos los italianos afines en el cultivo del grito aunque con ritos lingüísticos bastantes más esmerados.

Por la noche al ir al Bairro Alto para cenar con unos amigos me alegró ver una pintada en una pared que confirmaba mis pensamientos: Tourist: respect the portuguese silence or go to Spain! (guardo la foto de esta magnífica proclama que quizá algunos españoles encuentren revanchista). Imaginé lo que hubiera pensado el autor de la pintada al ver el comportamiento de los turistas en nuestras ciudades. En la patria del grito todos se sienten libres para aullar.

Junto con los amigos portugueses participaba en la cena una señora originaria de Madrid que trabajaba en el Instituto Cervantes y residía desde hacía más de veinte años en Lisboa. Al transmitirle mis impresiones acerca del silencio lisboeta y el bienestar que este procuraba cuando se procedía de una tierra de gritones, ella me comunicó tajantemente que iba lo menos posible a España porque se le hacía insoportable el trato que recibía. En su opinión el deterioro se había acentuado mucho en esas dos décadas en que había estado ausente.

Estuvo de acuerdo con respecto a la función siniestra que juega el griterío en nuestra vida colectiva. En cuanto el uso soez y despiadado del tuteo, piedra angular de nuestra pésima educación similar a la de muchos latinoamericanos que visitan por primera vez la Madre Patria y quedan horrorizados por los abruptos ritos maternos.

La lisboeta de adopción me dio más pistas con respecto a nuestro malestar y todas me parecieron razonables. Por ejemplo, según ella, los horarios laborables españoles, tan dilatados como ineficaces acentuaban la ansiedad general. Los españoles dormían poco pues no podían prescindir de una amplia dosis de televisión y de una concepción neurótica del ocio. Con respecto a esto último mi interlocutora insistía mucho en la calidad de que todavía gozaba el noctámbulo portugués frente al pillaje absurdo y puramente cuantitativo de la noche que representaba nuestra universalmente famosa marcha que, como se sabe, no es nada si no se grita mucho.

Al volver al hotel pasé por delante de la estatua de bronce de Pessoa, sentado silenciosamente en el café A Brasileira. Su silencio le hacía compañía a la hermosa noche lisboeta. Nosotros, más bien, deberíamos colgar reproducciones de El grito de Munch por todas partes. Igual así aprendemos algo.

                                                                                          El País, 09/02/2008

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Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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