Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he contemplado el de Eva.
Delfín Agudelo: Pero Eva tiene muchos rostros, desde literarios hasta pictóricos. ¿A cuál de todas has visto?

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he contemplado el de Eva.
Delfín Agudelo: Pero Eva tiene muchos rostros, desde literarios hasta pictóricos. ¿A cuál de todas has visto?
Cada autobús que circula por las calles de Guatemala lleva ahora a un soldado del ejército en traje de fatiga, armado con un fusil automático, como parte del nuevo plan de seguridad ciudadana. Es, desgraciadamente, una de esas medidas de protección de los ciudadanos que no puede durar toda la vida, y que si no tiene como resultado tangible la disminución drástica de las red, está destinada a fracasar, junto con todo el plan de seguridad.
Pero más que eso, está de por medio la aplicación de la pena de muerte. Será al presidente Colom al que toque de ahora en adelante, de acuerdo con la ley, autorizar cada ejecución, un poder que nunca propuso tener durante su campaña, y que ahora sus adversarios ponen en su mano.
Un instrumento de eficacia dudosa, como tantas veces se ha demostrado, y que seguramente abrirá un enconado debate, tanto en Guatemala como en el resto del mundo. Sobre todo tratándose de un país donde el respeto a los derechos humanos ha sido siempre cuestionado, y los instrumentos de justicia resultan de poca confiabilidad.
El arzobispo de Guatemala, Monseñor Rodolfo Quesada, ha dicho al oponerse a la resolución de los diputados que restablece la pena de muerte: "Si la justicia fuera ecuánime y pareja, sin auto-amnistías, más de algún personaje de nuestra historia pasada y reciente hubiera ya pasado por la cámara letal". Verdad como una catedral.
La pena de muerte no resolverá nada. Sólo el triunfo de la propuesta de dejar atrás el túnel de la pobreza endémica que aflige a la gran mayoría de la población, al tiempo que se construye un sistema de justicia real, puede hacer que el monstruoso tamaño que el crimen tiene hoy en Guatemala sea reducido.
Eso toma mucho años, más allá de los que el presidente Colom tiene como mandato. Pero alguien tiene que empezar.
Este film arranca de la más profunda oscuridad, como si quisiese hacerse cargo del parto que implica separar las tinieblas de la luz. Daniel Plainview horada el corazón de la tierra desde lo hondo de un pozo; parece como si el director Paul Thomas Anderson quisiese anunciarnos que estamos a punto de ver una historia visceral, o mejor: mineral, hecha a partir de los elementos que cada uno de nosotros lleva inscrito en la química de su cuerpo.
La impresión persiste, subrayada por el relato que escapa de las palabras y por el score de Johnny Greenwood, guitarrista de Radiohead, que se aparta radicalmente de los lugares comunes de las bandas sonoras para trabajar con ruidos que también parecen arrancados de la naturaleza. Mientras perfora un pozo de petróleo Plainview pierde un socio en un accidente y gana un hijo adoptivo, como si la tierra misma lo instruyese en las cuestiones de equilibrio que son condición de la vida: nada se obtiene sin perder algo a cambio, un toma y daca permanente que sólo se interrumpe -quizás, en tanto la descomposición prevé nuevos intercambios- con la muerte.
Pretender compararla con Citizen Kane, como se ha dicho tanto, es un tanto injusto. Es verdad que tratan ambas del ascenso y caída de un magnate americano, de los medios en el caso de Kane, petrolero en el de Plainview. Pero en muchos aspectos Blood es casi el anti-Citizen Kane: donde la película de Orson Welles era fría y artificiosa (aunque casi siempre genial), redundando en una mirada poco profunda sobre su protagonista, la de Paul Thomas Anderson es tan brutal y directa -y tan afecta a las profundidades- como su personaje central. Lo cual hoy, en el contexto de un cine ligero que por lo general ha perdido la capacidad de crear personajes de hondura, no deja de ser una osadía digna del genio oscuro de Welles.
Si algo enlaza Kane con Blood es la ambición de sus autores. Kane es la obra de un joven todavía maravillado por los poderes casi mágicos del cine. There Will Be Blood es la obra de un joven al que los trucos de feria ya no lo impresionan, y que se lanza en busca de una magia más alquímica. Paul Thomas Anderson se ha liberado de las mañas del narrador primerizo: no hay en Blood planos secuencia como el que abría Boogie Nights, ni estructuras narrativas intrincadas como la de Magnolia. En más de un sentido, Anderson parece haber adoptado como propia la ética de su protagonista: como Daniel Plainview, persigue su objetivo a la manera de un perro de presa, con una convicción que parece más fuerte que la vida misma. (A veces imagino que no hay otra manera de hacer cine. Las escenas de Plainview embaucando terratenientes despierta ecos del director que embauca productores, prometiéndoles glorias a cambio de su firma en el papel de un contrato.)
En esta búsqueda de oro (oro negro en el film, veta creativa en su director), Anderson tiene un socio inmejorable. Daniel Day Lewis es un actor que pulveriza todos los cánones. Su intensidad es casi intolerable de ver. (Me pregunto qué hará de aquí en más. Alguna vez huyó del teatro en plena representación de Hamlet, hoy Shakespeare lo reclama a gritos: están hechos el uno para el otro.) Tiene tan poco miedo a embarrarse y hacer el ridículo durante su tarea como el mismo Plainview. La secuencia en la que acepta ser bautizado para convencer a un terrateniente de venderle sus terrenos es antológica, y se vuelve desgarradora en el instante en que Plainview admite en público haber abandonado a su hijo. Es un extraño momento de vulnerabilidad en un hombre acorazado, que dice detestar a la especie y buscar fortuna tan sólo para tener cómo levantar suficientes muros entre su persona y el resto de los hombres.
Escribiendo me doy cuenta de que seguiría hablando horas sobre There Will Be Blood. Hay tanto que decir, sugiere tanto... Me gustaría hablar de América: la maldición del petróleo y de la religión (la escena en que el petrolero explica al predicador Eli Sunday cómo se ha apoderado de sus riquezas sin que lo advirtiese está llena de resonancias), la tierra que se devora a sus hijos -Plainview es rechazado por uno y sacrifica a otro-, el final estremecedor con la frase profética que no me atrevo a repetir. Me gustaría hablar de cómo Anderson adaptó Oil! de Upton Sinclair sin que le queden marcas ni rémoras literarias. (Blood es cine puro, petróleo sin refinar. No creo que gane el Oscar aunque se lo merezca, es de esas películas que hace sentir a los votantes que son limitados e indignos.) Pero quedará para más adelante. Estoy seguro de que deberé ver la película al menos otra vez, para terminar de aceptarla en sus propios términos. En todo caso, este medio es el más adecuado del mundo para expresar perplejidad. La inmediatez de internet es muy útil para comunicar nuestras sensaciones aun indefinidas, un reflejo de nuestras almas en tránsito permanente.
Henry Kissinger tiene 84 años, un pasado más que turbio, pero una mente aún en buena forma. En Davos, de cuyo Foro Económico Mundial es uno de los vicepresidentes, se expresó con dificultad pero con ideas claras. También, en una entrevista que ha publicado el semanario alemán Der Spiegel , que en la red la reproduce también en inglés. Básicamente, Kissinger parte de que nos enfrentamos a tres retos: la desaparición del Estado-nación, el surgimiento de India y China, y la emergencia de problemas que no puede resolver una única potencia, como la energía y el medio ambiente.
Tiene algunas ideas originales que merece la pena conocer:
Son todos elementos discutibles. Pero interesantes, y reflejan el pensamiento realista conservador en EE UU.
Por cierto, Kissinger apoya al republicano John McCain para ser próximo presidente de EE UU. Pero esto, no sorprende.
El texto de Unamuno tan crítico con los jugadores, con los que nos entretenemos con el azar, con los tontos que cambiamos cartoncitos porque no tenemos ideas, con los que damos golpes a las bolas en un tapete verde y con los que hacemos apuestas en los caballos, en la lotería, la ruleta o las quinielas, me hizo sentirme tan pequeño intelectualmente que empecé a dudar también del ajedrez. Es posible que el ajedrez sea más que un juego, pero quizá menos que un estudio. Y sigue diciendo el sobrio, pesado, listo, duro y algo tramposo de Unamuno que "es cierto que el ajedrez desarrolla la atención...para el ajedrez...como las carreras de caballos, que desarrollan la cría de caballos...de carrera y los juegos florales que promueven el cultivo de la poesía...jocoso-floral".
¡Ya no nos queda ni Unamuno!...Yo prefiero los escritores, los pensadores, los seres humanos más abiertos a las contradicciones. No me creo a los profesores severos, moralistas y seguros. Me gustan muchas cosas de Unamuno, versos, pensamientos, viajes españoles y quijotescos, nivolas, pero no soporto su severidad de comportamiento. Y no me la creo.
Recuerdo que su amigo, gran escritor y excelente novelista, Leopoldo Alas Clarín, era un buen jugador de billar. Aunque muchas veces se arrepintiera de su adicción al juego por perder mucho dinero que burlaba de sus obligaciones familiares. Esa imagen tan desconocida del Clarín jugador, billarista y cercano al mundo de la "golfemia" es uno de los retratos que prefiero del gran escritor. Me gustan con pecados, con imperfecciones, con capacidad de jugar, de ganar y de perder...aunque sea el tiempo en un tablero.
No hay vidas ejemplares. Y si las hubiera que se vayan a tomar por el santoral.
Pensar en la jugarreta, el secuestro, el robo que lo peor de España, los tramposos falangistas, los ladrones de cadáveres y algunos asesinos del franquismo hicieron con la muerte y el entierro de Unamuno, me enternece con él y me irrita con los otros. Es mejor quedarse con ese intelectual que también tuvo contradicciones aunque no fuera capaz de jugar como nosotros, los tontos.
El nacimiento del cine tuvo detractores ilustres y defensores insólitos. A unos les parecía la pérdida de la cultura-culta, mientras otros lo estimaron como "el entretenimiento que iba buscando la Humanidad". Estos últimos consideraban el cinematógrafo como el medio de distracción idóneo por tres razones: funcionaba gracias a la energía eléctrica (que a la sazón bendecía cuanto tocara); no permitía la participación del público (que se tenía por rucio y subversivo) y era absolutamente inmutable en su contenido.
Hoy los videojuegos son apreciados por tres posibles razones que revocan la estimación referida al cine un siglo atrás. El videojuego es práctico porque puede prescindir de la conexión eléctrica, es admirable porque propicia la participación del usuario y es atractivo especialmente porque ni su proceso ni su final se hallan predeterminados.
El cine es al videojuego, lo que la cultura del capitalismo de producción a la cultura del capitalismo de consumo. El cine es al videojuego lo que los programas políticos fijados ideológicamente son a los actuales programas cambiantes demoscópicamente.
El cine es imperativo, no admite corrección exterior. El videojuego es flexible, invita a la modificación popular. ¿De la dictadura a la democracia? ¿De la jerarquía al populismo? ¿Del orden piramidal al mundo horizontal?
Hace ahora casi tres lustros tuve ocasión de ocuparme del texto de Crimen y Castigo citado en el último escrito y que posiblemente genera en el lector un malestar rayano en lo insoportable. Dostoievski logra en estas líneas condensar todos los elementos que configuran el destino ruin de los protagonistas:
Rodia, espectador de la escena, marcado por el crimen que obsesivamente barrunta; Catalina Ivanova que encuentra en la indigencia económica una coartada para liberar todo el desprecio sádico que incuba hacia su marido; Marmeladov, espejo de indigencia y debilidad, moldeado en cuerpo y espíritu por las humillaciones cotidianas que le inflinge su mujer y cobarde ante el maltrato que de terceros recibe su verdugo ("cuando hace un mes el señor Lebesiatnikin pegó a mi esposa con sus propias manos, ¿es que sufrí yo, mientras borracho e inerme contemplaba la escena?")
Marmeladov se halla tan aferrado a las referencias de lo que un tiempo se designaba con la expresión "trabajador de cuello blanco", que su entera personalidad es fruto de ellas. No se trata (por utilizar una expresión de Ortega) de valores que él tiene sino más bien de valores que le tienen, valores que le dan soporte, hasta el punto de que no responder a ellos es vivido como mutilación en su entera personalidad social; el no responder a ellos... al menos en apariencia, y de hecho sólo en apariencia.
Pues dada la dificultad para abrirse camino en el pantano que el entorno social del pobre diablo constituye, la dignidad es efectivamente aquí tan sólo cuestión de apariencia. El decorado tiene como única función el disimular las grietas. En lo real de la intimidad la rotura es tan acusada que, cabe decir, el soporte se agota en la red de quiebras.
Volveré a este texto y concretamente a las relaciones entre Marmeladov y su mujer cuando toque abordar una de las epifanías más sórdidas de la mentira, esa mentira cuya función lubrificante del orden social efectivamente establecido me propongo poner de relieve en las semanas que siguen. Por el momento, quisiera retener otro aspecto de estas estremecedoras líneas de Dostoievski. Me interesa el extravagante discurso que citaba al principio: "Sí joven amigo -insistió con ademán lleno de dignidad...- me está tirando de los cabellos". Discurso mediante el cual el pobre diablo, incapaz de sobreponerse a su situación y ni siquiera de rebelarse, apunta a paliar la atroz impresión que la escena no puede dejar de producir en el testigo. Marmeladov espera de las palabras que, incluso en la situación límite en que se encuentra, salven las apariencias, espera que reintroduzcan la decencia y el decoro, términos ambos a los que remite la palabra dignidad, empleada por el narrador. Mas obviamente su esperanza es vana, y el pueril barniz de las palabras no hace sino acentuar las grietas, lo improcedente, lo literalmente indecoroso de la escena.
Me voy, salgo volando (nunca mejor dicho) para Sevilla desde Barcelona. Me encuentro en plena promoción de mi nueva novela PRESENTEMIENTOS (Alfaguara) y después de hacer unas cuantas entrevistas en Madrid me toca en otras ciudades. Es un ritual que acompaña la publicación de la mayoría de los libros y que ya casi va teniendo tintes románticos. Cuando la gente liga por Internet en lugar de en un bar, cuando hay casorios que salen de un chat, este cuerpo a cuerpo entre escritor y periodista, este traslado del escritor en persona al lugar físico para dejarse ver y ver al mismo tiempo a esas personas (que se van haciendo conocidas a lo largo de las novelas) que escriben sobre él, o ella en este caso, tiene su encanto, y lo echaremos de menos cuando llegue el momento en que no nos veamos las caras.
Mañana os contaré cómo me ha ido.
Delfín Agudelo: ¿Es paradójica una carta de amor a través de un correo electrónico?
R.A.: No; es posible. Pero es casi el paso de lo que era el poema épico al haikú; o del poema épico al epigrama. Claro, ésa es la grandeza del sms, a diferencia del e-mail. Yo que he sido una persona muy poco dada a lo electrónico, me gusta mucho el lenguaje del sms, porque exige un carácter conceptual y sintético que encuentro muy interesante. Evidentemente, esta carta de amor se puede dar, pero exige en el escribiente una estrategia distinta a lo que era la carta de amor tradicional: le exige una estrategia o bien más metafísica, o muchísimo más imaginista, casi sensorial. El sms se acerca a la pincelada, mientras que la carta de amor en cierto modo se acerca al tratado.
D.A.: Pensaría que la caligrafía es un elemento fundamental. En la carta de amor, podríamos llamarla “caligrafía amorosa”: aquella que confirma quién la ha escrito. La diferencia entre una carta de amor escrita en ordenador o con la mano es abismal. Es más ameno recorrer ese mapa interior de mano de la caligrafía amorosa.
Miseria, desamparo, desesperanza, sobre todo para los más jóvenes, que es la clientela de los maras, y criminalidad generalizada que toca a todos los sectores de la sociedad, los ricos protegidos dentro de sus fortalezas amuralladas, la clase media indefensa, y los pobres aterrorizados en las barriadas. El ingeniero industrial, al terciarse la banda presidencial, recibió el modelo para armar más complicado que manos humanas hayan tocado jamás en Guatemala.
Fruto de uno de esos milagros que los países latinoamericanos producen de tiempo en tiempo, la mayoría de la gente creyó más en el discurso de Álvaro Colom, de transparencia institucional y progreso social como armas para enfrentar el crimen, que en el de mano dura, del general Pérez Molina.
La mano dura para neutralizar a los maras, orquestada por gobierno de derecha, ya había fracasado ruidosamente en Honduras y El Salvador. Ahora el presidente Colom, que apenas tiene poco más de un mes en la presidencia, busca enfrentar al crimen organizado sin salirse del marco institucional, y la campaña de seguridad pública que las fuerzas policiales han lanzado sobre los focos rojos de delincuencia, sobre todo en la ciudad de Guatemala y en su extensa periferia, han obtenido como primera respuesta la multiplicación del asesinato de los choferes y ayudantes de autobuses, de los que van ya más de 15, una franca réplica de las pandillas decididas a defender sus territorios, y su negocio de cobro de impuestos de protección. La guerra recrudece, y será larga.