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En attendant Dylan

A veces uno se pone tonto y pierde grandes oportunidades. Hace algunos años viajé a Japón para entrevistar a Paul McCartney para un diario argentino. A esa altura del partido me había casi habituado a entrevistar gente famosa -de Madonna a Mick Jagger- y también a artistas cuyo talento veneraba -Martin Scorsese, Arthur Miller, Daniel Day Lewis. Cuando se concretó lo de McCartney, lo registré como una entrevista más. A pesar de que había venerado a Los Beatles desde niño (como no tenía tocadiscos, mi prima ponía el simple de I Saw Her Standing There en su casa y yo lo escuchaba... por teléfono), me lo tomé a la ligera. Mi Beatle favorito siempre había sido John, y después de su muerte nada sabía igual.

Volé veinticuatro horas y me encontré con McCartney en su camarín del estadio, un par de horas antes del show. Conversamos con la mayor de las naturalidades, como si nos conociésemos desde siempre -como si fuésemos iguales. Después de la entrevista me quedé en el estadio para presenciar el concierto. Debo haber sido el único occidental que había allí, más allá de la banda y de sus técnicos. Con el correr de los temas, entre los cuales había muchísimos del repertorio Beatle, y bajo el influjo de las imágenes de archivo que se proyectaban durante el show, empecé a caer en la cuenta de lo que había hecho. No había estado en presencia de un tipo más, de un simple artista talentoso y/o de éxito, sino de uno de los hombres que le había dado forma a mi alma. El autor de Eleanor Rigby, de Yesterday, de Penny Lane, de Hey Jude, de Let It Be. Aquel que había sido mi Beatle favorito hasta que la vida me empujó hacia la rebeldía, la acidez de John. Por pagado de mí mismo, por imbécil, me había perdido la emoción de estar en presencia de un tipo al que le debía tanto. Pero no era del todo tarde aún. Me puse a llorar como un chico mientras la música seguía sonando. Los japoneses que me vieron deben haber pensado que los occidentales nos comportamos de la manera más rara durante los conciertos.

/upload/fotos/blogs_entradas/bob_dylan_med.jpgRevisando en estos días el documental Anthology, oí a Los Beatles hablar con reverencia de un hombre que les había transformado el alma a ellos: el señor Bob Dylan. Este sábado voy a ver en vivo a Dylan por primera vez en mi vida, en el estadio Vélez Sársfield de la ciudad de Buenos Aires. Por vía de Anthology, el bueno de McCartney tuvo la delicadeza de advertirme que no cometiese otra vez el mismo error. Para determinadas experiencias, para ciertos encuentros, uno debe prepararse como quien va a misa. Voy a ver a Bob Dylan, el autor de Blowing in the Wind, de A Hard Rain's Gonna Fall, de Idiot Wind, de Masters of War, de Most of the Time, de Not Dark Yet, de Nettie Moore. El artista ante quien Los Beatles -¡nada menos!- se quitaban el sombrero.

El lunes les cuento.

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14 de marzo de 2008
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Galería de espectros: "El hombre de la multitud"

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, me he topado con el fugaz espectro del hombre de la multitud.

Delfín Agudelo: El hombre de la multitud tiene tantas caras como la misma multitud, y tanto tiempo como el del día y la noche. ¿En qué momento de su recorrido te pareció verlo?

Rafael Argullol: Es curioso que aunque en el relato de Edgar Allan Poe van pasando todas las horas del día, yo siempre tengo una imagen del hombre de la multitud como alguien que vive en un claroscuro, en una penumbra. Su hora favorita es el atardecer, cuando está declinando el sol, o en las primeras luces de la aurora, aunque evidentemente él necesita la multitud a todas horas. Lo que me parece absolutamente turbador de ese personaje es que no puede vivir sin la presencia de los otros convertidos ya en masa, sea en Oxford Street, sea en el Covent Garden, sea en los mercados, bajos fondos, calles comerciales. Es alguien que tiene tal terror a la soledad que necesita estar ensartado continuamente en medio de la masa. Ahí creo que estriba la enorme capacidad de anticipación de Edgar Allan Poe al presentarnos a un hombre que no sólo tiene miedo a la soledad, sino que tiene miedo, pienso, a la individualidad, a la subjetividad, tiene miedo fundamentalmente a la intimidad. Es alguien que, como un dibujo muy propio del hombre contemporáneo y moderno, tiene terror a enfrentarse a su a su propio yo, y en ese sentido busca desesperadamente la compañía, el ruido, la voz de los otros, pero no entendido en cuanto a conjunto de individuos, sino entendidos como una masa informe que es como una suerte de monstruo que se va deslizando por las calles de la ciudad.
En la narración de Poe por primera vez la masa se convierte en el héroe, aunque sea un héroe que actúa como contrapunto de ese hombre sumido en un torbellino y en una inquietud permanentes, y que en cierto modo anuncia lo que serán los futuros personajes kafkianos que ya muestran monstruosamente la consecuencia de la sumisión de la conciencia individual al poder de lo masivo. Resulta impresionante cómo desde una ciudad ordenada, pequeña, apacible, tan civilizada como Boston yen una región como Massachussets, Edgar Allan Poe sin haberlo vivido directamente fuera capaz de captar de una manera tan fehaciente lo que es el pulso de la metrópolis que se está configurando en el siglo XIX, y que llega a su máxima distorsión a principios del siglo XXI. El hombre de la multitud nos guste o no, a mí personalmente me gusta poco, es uno de los grandes protagonistas de nuestro escenario.
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14 de marzo de 2008
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Derecha española ¿como la europea?

Se dice, se lee, se escucha a menudo, que la derecha española, es decir, el Partido Popular, necesita un aggiornamiento, volverse como otras derechas democráticas europeas, dejar atrás ese poso franquista que arrastra, como hace poco le recomendaba el Financial Times. ¡Ojalá!

Un problema es la falta de modelo. Pues la derecha o centro derecha europeos no son ya lo que eran. Los democristianos de Angela Merkel o los conservadores británicos (pese a su antieuropeísmo) pueden ser una excepción. Pero algunos de los demás han cambiado sobremanera. Ahí está la derecha italiana encabezada por Silvio Berlusconi, que representa la compra de la política desde la empresa. La derecha italiana ha dejado de ser democristiana, lo cual no quita para que vuelva a poner la religión, la católica tal como la dicta desde el Vaticano Benedicto XVI, en el centro. O ahí está la derecha francesa, con un Sarkozy, a la cabeza de su movimiento y de la Francia republicana, que ha hecho gestos de acercamiento hacia el Papa que ninguno de sus predecesores se hubiera atrevido a hacer. La derecha de Sarkozy no es la que representaba De Gaulle.

No hay más que mirar lo que ha cambiado el Partido Popular Europeo, que giraba antes en torno a la democracia cristiana, uno de los fundamentos políticos, junto a la socialdemocracia, de esta construcción que ahora se llama Unión Europea. Este grupo se ha alejado de sus raíces.

Pero ¿cuáles son los elementos de la nueva derecha europea, que es la que domina la política actual en el Viejo Continente?

  • Más religión. Al menos los que están en sociedades mayoritariamente no ya cristianas, sino católicas. Es decir, darle más entrada política a las recomendaciones que vienen del Vaticano, y con pasos atrás en el secularismo.
  • Más autoritarismo frente a menos permisividad.
  • Una oposición más bronca, cuando están fuera del poder.
  • Una reducción de la separación entre lo público y lo privado cuando lo ejercen.
  • Un discurso más firme y populista en el terreno identitario.
  • Lo anterior le lleva a una posición abiertamente anti-inmigración, por convicción, por temor a perder su electorado, o por temor a que éste se vaya a nuevos partidos xenófobos, como ha ocurrido en Austria, Holanda e incluso Bélgica.
  • Defensa clara de la reducción de impuestos y del papel del Estado (pero a esto lleva también la globalización)
  • Una actitud menos europeísta, si bien es verdad que la integración europea está entrando
  • Un claro deseo de recomponer casi a cualquier precio los platos rotos con Washington tras la guerra de Irak.

En estos años, más parecería que una parte de la derecha europea se ha vuelto más como la española que al revés.

Pero sí, la española está necesitada de un recentrado, que quizás Rajoy ha comprendido debe darle a su partido. Al menos, cabe esperarlo.

Esto no quita para que la socialdemocracia no esté también en crisis, como ya escribí el otro día.

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14 de marzo de 2008
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Mística y barroquismo

Me excede el barroquismo de la Semana Santa, sobre todo la del sur. Con tanta lágrima fácil, tanto cachondeo y tanta exageración. La sobriedad castellana, tan oscura, prohibitiva y silenciosa, también me abruma. Quizá la mezcla que me es más cercana son esas procesiones de Cuenca, por su escenario y por sur turbas borrachas. Dentro de unas horas estaré por allí. Hay otros placeres, pero son de la carne y no los contaré.

/upload/fotos/blogs_entradas/de_las_lgrimas_y_de_los_santos_med.jpgLa mística Santa Teresa, modelo de erotismo para Bataille, delicado modelo para Bernini, emocionada escritora, es todo lo contrario que la Semana Santa y sus juergas. Mi libro preferido sobre santidades y misticismos, es una breve joya que acaba de reeditar en bolsillo "Tusquets", es del santón pagano Emile Cioran. No tiene desperdicio, pero les dejaré un momento en que imagina en Castilla un encuentro de místicos:

"Resulta extraño que varios santos hayan podido vivir en la misma época. Intento imaginarlos juntos, pero carezco de fervor y de imaginación. ¡Teresa de Ávila, a los 52 años, célebre y admirada, encontrando en Medina del Campo a un San Juan de la Cruz de 25 años, desconocido y apasionado...! La mística española es un momento divino de la historia humana.

¿Quién podría escribir un diálogo de los santos? Un Shakespeare aquejado de inocencia o un Dostoievski exiliado en una librería celeste. Toda mi vida merodearé en las inmediaciones de los santos..."

¿Qué tendrán que ver esos santos con Rouco Varela?

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13 de marzo de 2008
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Micromegas

"-No quiero que se me compadezca, contestó el viajero; quiero que se me instruya: empezad primero por decirme cuántos sentidos tienen los hombres de vuestro globo.

-Tenemos setenta y dos, dijo el académico, y nos quejamos a diario de su poquedad. Nuestra imaginación va más allá de nuestras necesidades; nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo, nuestras cinco lunas, estamos demasiado limitados; y, a pesar de toda nuestra curiosidad y del número bastante grande de pasiones que resultan de nuestros setenta y dos sentidos, nos sobra tiempo para aburrirnos.

-Ya lo creo, dijo Micromegas, pues en nuestro globo tenemos cerca de mil sentidos, y todavía nos queda no sé qué vago deseo, no sé qué inquietud, que nos advierte continuamente que somos poca cosa, y que hay seres mucho más perfectos.

.....

-Micromegas le replicó: "Si no fuerais filósofo, temería afligiros informándoos de que nuestra vida es setecientas veces más larga que la vuestra; pero demasiado sabéis que cuando hay que devolver el cuerpo a los elementos, y reanimar a la naturaleza bajo otra forma, a lo cual se llama morir, cuando ese momento de metamorfosis ha llegado, haber vivido una eternidad o haber vivido un día es exactamente lo mismo."

Este texto corresponde a la novelita corta de Voltaire (1694-1778), Micromegas, donde dos extraterrestres hablan sobre la vida en sus diferentes planetas con una gracia y una sabiduría que encantan. Ayer al mencionar a Philip K. Dick me acordé de él y, si queremos, podemos ir más atrás aún, porque parece que la literatura está unida por un cableado eléctrico invisible y que la libertad de expresión y la originalidad no es patrimonio de ninguna época en especial.

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13 de marzo de 2008
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Lo sagrado y lo profano

Al ver su tapa en el estante de mi DVD club, me abalancé sobre Youth Without Youth con la avidez de un chico. Después de todo, Youth es la primera película de Francis Ford Coppola en diez años. Y para muchos, entre los que obviamente me incluyo, Coppola es más que un director de cine: es Merlín, el capitán Ahab y Orson Welles al mismo tiempo.

La película es desconcertante. Basada en una nouvelle de Mircea Eliade que desconozco, y deudora en efecto de muchos de los conceptos que Eliade desarrolló durante su carrera como filósofo e historiador de religiones -suyo es El mito del eterno retorno, noción que viene bien al caso-, Youth Without Youth narra en esencia un viaje místico. Dominic Matei (Tim Roth) es un profesor rumano septuagenario al que la descarga de un rayo somete a una extraordinaria transformación. Su cuerpo vuelve a la condición que tenía en la flor de la edad. La pérdida de todos sus dientes es la antesala de una nueva dentición: en el sentido más estricto, Matei ha vuelto a nacer. La presencia de Bruno Ganz en este segmento, encarnando al médico que cuida de Matei durante su reestablecimiento, hace mucho por remitir Youth Without Youth a visionarios como Werner Herzog y Wim Wenders, que en los 70 empleaban el cine como un instrumento privilegiado para estudiar la condición humana.

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Mientras trata de habituarse a su nueva situación -la capacidad de absorber todo el conocimiento humano, la compañía de un doble al mejor estilo del dáimon griego-, Matei escapa del creciente poder de los nazis sin cejar nunca en su investigación en pos de los orígenes del lenguaje humano. La película asume un carácter episódico y concatena hechos con la lógica propia de los sueños -o mejor: del cine. Obsesionado desde siempre por la naturaleza del tiempo, sobre la que experimentó con éxito en Rumble Fish y torpemente en Jack, Coppola se monta sobre Eliade para escapar de las constricciones del tiempo lineal. ¿Por qué debería atenerse a ellas dentro del relato, cuando el cine le permite aquello que los humanos modernos tememos hacer con un temor casi atávico: desplazarnos en el tiempo, aun cuando sólo podamos leerlo en una sola dirección? ¿O acaso no re-experimentamos el pasado en presencia de un determinado perfume? ¿Y no sufrimos visitaciones del futuro, bajo forma de intuiciones que al concretarse llamamos destino?

En algún sentido Coppola hace lo de Matei: liberado de algunas de las constricciones de lo humano -que, dicho sea de paso, incluyen los condicionamientos de Hollywood- por obra y gracia de un rayo -esto es un haz de luz, como el que hiende la tiniebla de la sala de cine-, Coppola se lanza con avidez a hablar de lo que considera verdaderamente importante. La forma en que experimentamos el tiempo, los límites en nuestra capacidad de saber. Por supuesto, esas otras características de lo humano -la presión del mundo exterior encarnada por los nazis, la naturaleza inasible del amor- llenan su viaje de tribulaciones. En algún sentido la escena clave ocurre al comienzo, cuando Matei es abandonado por su primer amor, que le reprocha el hecho de no estar nunca del todo ‘allí'. Como la mayor parte de los artistas, como Coppola sin dudas, Matei nunca está del todo en el mismo sitio que su cuerpo. La gente puede verlo, incluso puede hablarle, pero Matei no está: su mente está visitando otro plano en simultáneo, una realidad hecha de elucubraciones, de otros tiempos, de fantasías que resultan tan elocuentes, tan atractivas, como el plano de lo real. Siempre es difícil convivir con un artista, que por definición lleva una doble vida aun cuando no salga a menudo de su casa. Youth Without Youth se convierte así en un paseo por aquellos escenarios mentales que Coppola visita cuando su cabeza está lejos de su cuerpo; en este sentido, su film merece ser releído como una (far from) home movie.

Película rara e inquietante, con momentos de enorme lucidez y otros que funcionan como callejón sin salida, Youth Without Youth es Francis Ford Coppola buscando el origen del lenguaje cinematográfico: aquel momento en que se hizo imprescindible crear el signo además de la cosa, aquel umbral que abrió a lo profano las puertas de lo sagrado.

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13 de marzo de 2008
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El secreto del éxito

¿Qué distingue al triunfador del que, siendo tanto o más valioso en la misma profesión, no logra ni siquiera aproximadamente la resonancia del aquél?

Un libro, The tipping point, sigue vendiéndose dentro y fuera de Estados Unidos (dentro, especialmente) porque millones de personas quisieran apresar esa molécula de oro que decide el éxito después de haberse esforzado en el trabajo, haber sido ciudadanos ejemplares y haber rezado fervorosamente a Dios.

El punto que hace explotar una melodía, un libro o una película, reside en algún secreto lugar del público pero ¿cómo acertar con él? ¿Es el público un organismo y requiere ser explorado como el cuerpo humano, el cerebro de los mamíferos o el emplazamiento del punto G? No cabe duda. Pero acaso una confabulación general mantiene el mito de que ese punto que impulsa al superéxito es tan incognoscible como los antiguos secretos del universo.

El libro de Malcolm Gladwell abunda aún más en esta mitología que mantiene, sobre la racionalidad de todas las cosas, el culto y la admiración por lo irracional. Pero ¿debe dejarse al albur un fenómeno del que se deducen tan ricas, suculentas y trascendentes consecuencias? El boom de un candidato o una candidata política, el boom de unas zapatillas, el boom de una marca de arroz, ¿puede dejarse sin una extenuante investigación las fuerzas que concurren en la Gran Sorpresa? ¿Desaparecería la magia y con ella el fenómeno mágico? Mantener a oscuras las razones del boom conserva la facultad del boom, de la misma forma que todo pronóstico de la sorpresa aniquila el asombro. Pero ¿cómo no sospechar que alguien, algo, Algo, conoce la clave de Harry Potter, de Hush Puppies o de Rollings Stones?

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13 de marzo de 2008
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Las cuerdas inmarcesibles

Envidio esas iglesias donde la gente canta y hasta baila gospel, tanto como me habría avergonzado unirme al coro de buenos muchachos que cantaban en misa cada domingo De qué color es la piel de Dios. Aunque también es cierto que aquellas ñoñerías eran preferibles a la liturgia en seco. Me recuerdo llegando a misa de once a lomos de una moto roja marca Islo-Honda, con el motor rugiendo a la altura del Yo pecador, y un minuto después ya en la iglesia, con el casco estudiadamente bajo el brazo. Me veía como uno de esos pandilleros de utilería que al fin de la película resultaban presos, muertos o descalificados por la leyenda que en ciertas ocasiones la censura imponía: Los culpables fueron castigados de acuerdo a las leyes vigentes, o algo así de barato. Espectador escéptico, yo sabía que los malos de moto difícilmente pierden, como no sea por apetito épico.

     Cuatro motocicletas y otros tantos chilazos más tarde, mi asquerosa tendencia a sobrevivir subraya desde entonces hasta hoy un muy dudoso apetito épico. Si he de decir verdad, habíamos entonces algunos repentinos ex niños cuya más honda motivación para poseer una moto era cumplirnos finalmente el sueño de ir por la vida a ciento veinte por hora con una chica guapa pescada del abdomen. Cierto es que casi todas, por decir lo menos, apreciaban primero al aparato que a su dueño, y que de no tenerlo vibrando entre las piernas jamás le habrían dirigido el saludo, pero quince minutos con la ninfa detrás eran ya por sí mismos un largometraje.

     Con el paso de algunos desengaños penosamente idénticos, entendí que esa imagen de malviviente light ya no era suficiente. Comenzaba a sentirme una caricatura de una caricatura, urgía dar un salto cualitativo. Luego de varios meses de ahorrar pesitos escrupulosamente, reuní lo necesario para comprarme una guitarra eléctrica. Roja, como la moto. La experiencia, en principio, fue tan emocionante como gastarme tardes enteras con la guitarra colgada del hombro, sin mejores propósitos que el de irme acostumbrando, y con ese pretexto pasar lista obstinada delante del espejo del baño; o tan frustrante como descubrir que para hacer sonar ese aparato necesitaba de un amplificador.

     -Ya compramos el piano, ¿qué más quieres? Aprende a tocar piano y luego sigues con la guitarra -¿cómo explicar que aquella cariñosa propuesta de mis padres me parecía equivalente a convertirme primero en Richard Clayderman y después en Keith Richards? Una metamorfosis por demás dilatoria e incierta, pues ya sentía fuertes comezones por deslumbrar a las chicas veloces con mi pinta de malo enguitarrado. Armar mi banda, escribir las canciones y lanzar besos largos desde el escenario: tales eran las grandes prioridades, ya después habría tiempo para aprender a tocar la guitarra. Y por qué no, berrear en el micrófono, asumiendo con cierto orgullo punky que es uno más desentonado que el taladro del dentista.

     Mal podría intentar, con menos de quince años, bajarme de la moto para tocar el piano. Se sabe que las chicas veloces no suelen ser sensibles a la delicadeza del tecladista, como al estilo rudo del guarro del requinto. Lo pensé muchas veces, mientras acariciaba trastos y cuerdas y aguardaba el momento de encontrar a los otros prospectos músicos. Nadie, por otra parte, parecía dispuesto a darme clases de guitarra eléctrica. ¿Y si aprendía con una acústica? Ni hablar: iba a sentirme como los monigotes que cantaban en misa. Y yo quería hacer ruido, antes que méritos. Sólo que me seguía faltando el amplificador.

 

     La vendí años después, aceptando por fin que jamás tocaría una nota con ella. Y hoy que miro hacia atrás entiendo que si hubiera buscado un lugar al lado de los ñoños de la iglesia no sólo habría tenido pronto y vibrante acceso al sexo opuesto, sino seguramente me sabría unas cuantas pisadas de guitarra, tal vez no muchas más de las que precisó Sid Vicious en el bajo para hacerse leyenda. Finalmente, para estar en el bando de Sid Vicious no había siquiera que tener guitarra. Y si ahora prefiero envidiar a los fieles del gospel antes que rendir culto al pelmazo de Vicious es porque escucho La Divina Sassy y celebro en mitad de un rapto místico que aquel aprendiz de rufián nunca se haya comprado el amplificador, tanto como lamento su estúpido desdén por el piano. Con su permiso, pues, vuelvo a los cielos: I get misty just holding your hand.

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13 de marzo de 2008
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Estoica mentira

Aristóteles sugería que la condición de esclavo, al ser incompatible con las condiciones de posibilidad de la plena actualización de las potencialidades humanas, de alguna manera excluía de la humanidad. ¿Ausencia en ello de fraternidad con el esclavo? En absoluto, más bien muestra de exultante concepción de lo que es la humanidad, cuya esencia sólo podría realizarse en condiciones de libertad. Marx entendió esto perfectamente, al sostener que la asunción de la visión aristotélica sería extremadamente útil para emanciparse de la esclavitud, mientras que cualquier concepción estoica (que buscara una imaginaria distancia respecto a la condición de ser encadenado), sería alcahuete de la misma.

Es esta una de las epifanías de la mentira a la vez más insoportable y más consolidada. No avizorándose horizonte alguno para una situación de libertad concreta, habiendo interiorizado que lo nuestro es un trabajo absurdo con destino en el aparcadero de la llamada jubilación (curioso júbilo el de un ser considerado ya inservible incluso para funciones de esclavo), proliferan entonces múltiples formas de evasión, es decir de libertad abstracta, libertad puramente imaginaria, cuya oferta resultaría insultante para todo aquel que tuviera la fortuna de sentirse  un solo instante atravesado por ese deseo ardiente de toda mente pensante, ese deseo de veracidad al que me refería en páginas más afirmativas de esta narración.

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13 de marzo de 2008
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La nostalgia

Rafael Argullol: Diálogo, relación erótica y conciencia de lo sagrado nacen de la misma herida epifánica que está míticamente encajada, bien espacialmente en la idea del paraíso, bien temporalmente en la idea de la pérdida de la edad de oro.

Delfín Agudelo: El producto de esa herida es ante todo el anhelo de trascendencia. La noción de epifanía la veo como el acto puntual en el cual se lleva a cabo un proceso humano que permite la oportunidad de trascender.

Rafael Argullol: El anhelo de trascendencia, como el anhelo erótico o el anhelo que implica el lenguaje y el diálogo, es el resultado de una nostalgia. Nosotros buscamos la inmortalidad más allá de la muerte porque se desarrolla en nosotros una idea nostálgica de la eternidad: buscamos en el otro cuerpo una unidad con nuestro cuerpo porque tenemos una idea de división. Buscamos el diálogo porque nuestros monólogos son insuficientes. En el mito del andrógino que relata Aristófanes esto es muy claro: se habla de una humanidad dividida en dos, y cada una busca a la otra: el erotismo sería la búsqueda de esa otra mitad perdida. Por tanto, aunque pueda parecer una paradoja, el deseo es una nostalgia. En el caso de nuestros distinto delirios e ilusiones de trascendencia inmortal, está muy bien explicado por el propio Platón al hablar de la caída del alma. El alma tiene nostalgia de cuando participaba de ese mundo de las ideas. Por tanto, la herida epifánica de la pérdida, que es una caída, implica una nostalgia en todos los terrenos. De ahí que muy probablemente, si ahora nosotros desarrolláramos un juego darwiniano o evolucionista de preguntarnos en qué momento ese otro animal desarrolló por fin el salto hacia lo que llamamos hombre, diríamos que fue en el momento en que ese animal al que llamamos hombre se sintió expulsado del paraíso, y al sentirse así fue desarrollando todos esos poderes genuinamente humanos que al mismo tiempo son todas sus contradicciones trágicas.

 

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13 de marzo de 2008
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El Boomeran(g)
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