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‘Yo sé leer’

/upload/fotos/blogs_entradas/el_ltimo_lector_med.jpgEn mitad de El último lector, de Ricardo Piglia, me encontré con una anécdota sobre el Che Guevara que me dejó obsesionado. Historia personal de la lectura, como modo de definir la invención de la conciencia moderna (Hamlet y el Quijote son ante todo lectores, y dan a luz en simultáneo al hombre contemporáneo), El último lector se detiene en Ernesto Guevara de la Serna concibiéndolo como Aquel Que Nunca Habría Sido el Che Guevara -de no ser por la influencia transformadora de la lectura.

Cuando el Che es detenido en Bolivia en sus horas finales lo ha perdido todo. No lleva ni zapatos en plena marcha, pero tiene anudado a la cintura un maletín con su diario de campaña... y sus libros. La negativa a desprenderse de sus volúmenes aun en la más abyecta de las derrotas es la última de las resistencias del Che Guevara, el más grande de los revolucionarios. Piglia destaca además que en plena campaña en territorio cubano, mientras impulsaba una marcha forzada que casi nadie resistía -salvo él, a pesar de estar jaqueado por el asma-, Guevara se hacía siempre un hueco a diario para leer los libros que acarreaba sin quejas por la jungla. Mientras los demás desfallecían, abandonándose a un sueño que nunca era suficiente, Guevara leía. Y no de cualquier manera: se subía a un árbol para hacerlo, como si necesitase de esa mínima distancia, la que va del suelo a las ramas, para subrayar la separación (¿el aire?) que resulta indispensable para la ceremonia de la lectura -esto es, de la alimentación de su conciencia más íntima.

Leer es un acto que requiere de soledad profunda. Kafka escribió que ni siquiera la noche era lo suficientemente nocturna como para proporcionarnos la soledad perfecta que reclama el acto de leer. Piglia sugiere que el Robinson Crusoe de Daniel Defoe es en alguna medida el lector perfecto, en tanto está solo por completo, en una isla que el árbol de Guevara representa a escala. En este mundo escandaloso al que hemos venido a dar, el hombre que quiere mantener viva su conciencia -o para ponerlo en los términos del libro de Piglia: el hombre que quiere leer- debe trabajar a brazo partido para no perder su isla, su árbol, su interioridad. Todo conspira para arrancarnos nuestra rendición. Pero allí está el ejemplo del Che Guevara: el hombre que marchaba sin quejas, el revolucionario que exigía de su físico esfuerzos sobrehumanos, sabía que toda su energía no serviría de nada si no actuaba iluminado por esa conciencia alimentada a base de libros. Acción, pero también lectura. Dos instantes irreemplazables y complementarios, como sístole y diástole, como inspiración y expiración, como la especie que necesita de dos configuraciones genitales para perpetuarse.

/upload/fotos/blogs_entradas/che_guevara_med.jpgEl gesto final del Che es revelador. La noche previa a su fusilamiento la maestra de La Higuera, Julia Cortés, le lleva un plato de guiso. Las últimas palabras de Guevara son para señalar un error en la frase escrita en el pizarrón del aula. "Le falta el acento", dice el Che. Una vez corregida, la frase expresa al fin el mensaje que Guevara quiere dejar, que deja delante de las narices de sus victimarios sin que lo adviertan, como ocurre en La carta robada de Edgar Allan Poe.

Yo sé leer, dice al fin el pizarrón.

He ahí su secreto, el mismo secreto que tantos de nosotros compartimos en secreto, comunidad casi clandestina: nosotros también podríamos llamarnos Aquellos Que No Seríamos Quienes Somos -de no ser por los libros.

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7 de marzo de 2008
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Educación fuera de fase

Comprobados los pésimos resultados de la enseñanza pública en España, Rajoy propone incrementar la autoridad de los maestros e imponer la ética del esfuerzo en el aprendizaje de los estudiantes. Proyecto inútil. Ni los maestros actuales  lograrán mayor autoridad con sus procedimientos y conocimientos demasiado vetustos ni los alumnos se aplicarán con abnegación viviendo como viven entre una cultura general del hedonismo. Unos y otros no se entienden debido al gran abismo cultural que hoy sustituye a lo que fuera el conocido gap generacional.

No es la edad que separa a docentes y discentes sino la época. Los maestros pertenecen todavía a los profesionales que amaban el libro, creían en el esfuerzo, el valor del sacrificio y la sagrada importancia de la cultura superior. Los chicos no tienen de la cultura superior una opinión positiva. Su saber se obtiene del picoteo, los juegos, los viajes, las informaciones cortas, los impactos audiovisuales y no de un sistema apoyado en la reflexión y concentración que exige la lectura. Su mundo es otro mundo. El otro mundo posible que ya se desliza bajo los malos resultados del informe Pisa, se manifiesta en el presente fracaso escolar y se proclama en la desatención dentro de las aulas.

No sirven estos espacios, estos programas, este personal, para mejorar la educación. Esta época es de crisis y con ella se viste, se acicala y se define. El ajuste entre el saber y el querer, entre el profesor y el receptor, tendrá acaso lugar en otra fase, cuando el  desfase de hoy llegue al punto crítico en que se admita la falla telúrica, la imposibilidad de volver atrás y remediarlo mediante los antiguos sistemas y valores.

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7 de marzo de 2008
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Dispárenle al pajarraco

Siento una antipatía natural por las armas de fuego. Temo que baste con tener una entre manos para empezar a convertirse en imbécil. Hasta hoy, mi padre se pregunta cómo alguna vez cometió la insensatez de poner en mis manos un rifle de diábolos. Según él, iba a conformarme con disparar a blancos inertes. Un bote, un palo, una diana de papel, nada que se parezca a la emoción que prueba un treceañero cuando le mete al vecinito un diábolo en la nuca. "Y da gracias que no te dejé tuerto", le grité todavía, de pie sobre la barda que dividía a su casa de la mía, mientras él se quejaba entre lágrimas frescas. "Ya me diste en la madre...", repetía, sin aún calibrar las ventajas genuinas de haber volteado a tiempo la cabeza. Pues lo que yo quería era sacarle un ojo.

     Para suerte de todos, el rifle se rompió unos meses después, cuando apenas había enviado a dos vecinos a la enfermería. ¿Cómo explicar esos ataques de furia, durante cuyo incendiario transcurso -les lanzaba asimismo botellas llenas de gasolina y tapadas con un trapo en llamas- no pensaba sino en hacerme respetar? ¿Cómo justificar los ataques de risa que los reemplazaban? De entonces para acá, he entendido que sólo necesito de un arma para ser el idiota de mis pesadillas.

     Varios años después del rifle roto, otro vecino, recién llegado, me presentó a su esposa, y un minuto después sacó la pistola. Una era rubia y vulgar, de falda mínima y chamorros obsequiosos; la otra me pareció espeluznante, no tanto por su amenazador calibre .009 como por el orgullo de niño mimado con que la levantaba su feliz poseedor. "Es un súper juguete", se ufanaba, mirando hacia la rubia y sobando el cañón, mientras yo paladeaba la idea juguetona de meterle una noche un diábolo en la nuca, nada más por mamón.

     Nunca se me ocurrió matar a un pájaro. Los pájaros no me tiraban piedras, como lo hizo el vecino antes del diabolazo, pero ya habría dado cualquier cosa por derribar a un pájaro robotizado. Aún en estos momentos, luego de haberlos visto en un documental, donde sus creadores afirman que serán usados para efectuar labores de espionaje, me pregunto si no tendría que irme consiguiendo un rifle de caza, de manera que cuando vea pasar al primero lo pueda recibir tal como se merece. Imaginemos un cielo ennegrecido por parvadas de animales mecánicos equipados con cámaras de alta precisión. ¿Quién no querría cegar a esos bicharajos entrometidos de un plomazo en el motherboard?

     Un pájaro con cámaras y sensores en lugar de ojos es un robot armado. Puede fisgar y registrar la vida privada de quién le dé la gana al que lo maneja, sin dejar de volar. ¿Cómo evitar que semejante juguete caiga en manos de gente capaz de idiotizarse fácilmente no bien dispone de un pequeño poder? ¿Se toparán siquiera con un mínimo escollo legal los pájaros robóticos para invadir los cielos impunemente? ¿Nos acostumbraremos a verlos como parte regular del paisaje, hasta que los ilegales no sean ya ellos sino nosotros?

     Desde el balcón donde mañana con mañana me siento a escribir -casi siempre entre pájaros de verdad, que raramente cesan de cantar y de pronto se posan en la baranda- me digo que ahora sí debería conseguir un rifle. Hay que estar preparado, insisto, mientras de las bocinas escapa una canción de Vanessa da Mata cuyos ecos pueblan de la escena de otras aves, sin duda preferibles. Tiempo de descartar los demás escenarios y entregarse a volar sin miramientos.

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6 de marzo de 2008
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Tecnología cubana

Esto es para los aficionados. Aficionados a Cuba y de tecnología que leen en inglés. El texto me llegó a través del RSS del blog de más éxito de EE. UU: Boing-Boing. Se trata de una conferencia sobre las tecnologías emergentes animada por O'Reilly (el inventor del término Web 2.0). En este caso se trataba de las tecnologías en Cuba después de la caída del campo socialista.

Claro que frente a la escasez había que inventar para sobrevivir a lo largo de la isla. "Cubans teach us to strip away layers of plastic, metal, and code to the root of what technology is, and what it has always been" (los cubanos nos dicen que hay que quitar las capas de plástico, de metal y de código para llegar a la raíz de la tecnología, de lo que siempre fue) explicaron los dos oradores.

Nada nuevo para los que conocen los camiones transformados en barcos, las neveras en almacén de libros o las bicicletas que fingen ser una motocicleta con un motor de grúa. Pero me gustan las notas de Cory Doctorow. Hablan del mundo de las novelas de Zoe Valdés o Eliseo Diego. Es decir: el mercado negro asume el 95% del suministro; es un mercado de productor a productor (trueque) totalmente descentralizado con una circulación continua de los productos. En otras palabras es un modelo que vale la pena copiar, al revés del modelo estatal oficial. Pero la frase que me encanta (no más que una frase) y es esta: "Man wants wood for a raft for Miami, traded laptop -political freedom for national freedom" ("un hombre quiere madera para construir una balsa para ir a Miami, lo consigue a través del trueque de una computadora -libertad política en contra de libertad nacional". Tener una computadora conectada a la red es tener libertad de pensamiento y de informarse, pero en Cuba no se da acceso a lo que ofrece una balsa. El compañero Raúl tiene trabajo. (Espero leer esto en una novela pronto).

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6 de marzo de 2008
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Ausencia de la cultura

/upload/fotos/blogs_entradas/arturofernandez_med.jpgSi pensamos que cultura es algo más que unas fotos, unas canciones, una referencia al canon o la cita de famosos cantautores hay que tener un oído del que carezco para saber qué piensan hacer con la cultura los principales candidatos a presidir el país. No es nuevo, la cultura es un adorno para los mítines, es una foto para la feria de vanidades, es la cita fácil de un libro que los asesores han recomendado. /upload/fotos/blogs_entradas/pedro_almodvar2_med.jpgClaro que es muy diferente presentarse con Almodóvar, por ejemplo, que con Arturo Fernández, con perdón. Si nos fiamos por las presencias, si tuviéramos que dar el voto por personalidades de la cultura al lado de uno u otro, no tendríamos dudas.

El voto de la cultura no es para la derecha. También en eso somos muy diferentes a los franceses. Nuestra derecha es diferente. Y, desde luego, Rajoy es muy poco Zarkozy. No soy muy partidario del ligón presidente de los franceses. Fui muy partidario de su mujer antes de ser primera dama, pero después de leer el libro de Yasmina Reza sobre la campaña de Zarkozy y de comprobar la capacidad de seducción sobre intelectuales de muy diferente pensamiento e ideología. Volví a ser consciente de nuestro largo camino que recorrer para ser lo que siempre quisimos -algunos- ser franceses. O afrancesados. También valen otros países europeos. Aquí la derecha se tropieza con el catecismo como lectura. También con autores de best seller o con algunos raros que se acercan a la derecha. Muchos de ellos conversos, antiguos izquierdistas. Nada despreciables por muchas cosas pero muy sometidos en su servidumbre a la nueva fe. O al nuevo estatus. No son muchos pero, además, se callan. Todavía parece excéntrico ser de derechas si te dedicas a la cultura. Conozco alguno, además, me gustan y los respeto pero son menos de que la inmensa minoría.

El país será mejor cuando la ausencia de la cultura sea un bien, sea la expresión de que el creador no tiene que mostrar sus creencias en algo tan difícil de creer como un partido político. Lo mejor sería poder pasar de ellos, de todos, pero todavía no estamos tan tranquilos, tan laicos, tan libre como para quedarnos leyendo un libro en el día del voto. Iré por demostrar mi contra. No por tener fe.

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6 de marzo de 2008
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Todo saldrá a la luz

Los gobiernos creen manejar en exclusiva la información privilegiada que tienen sobre el estado del mundo. Y los gobernantes apelan a este antiguo prestigio para justificar su impunidad. Como si hoy bastara la grave gestualidad del mandatario para convencer al auditorio.

Resulta muy evidente el origen de las dificultades que atraviesan los líderes democráticos para sostener su credibilidad y sorprende que se resistan a entender la transparencia, a veces brutal, que impone la sociedad de la información. Los representantes institucionales se mueven y hablan como si su público fuera cautivo de una seducción duradera.

Es cierto que los procesos electorales, incluso los que no se ven sometidos como el nuestro a la violenta diatriba del sabotaje, movilizan fervores grupales y los someten a estrechísimas disyuntivas. O haces esto o lo otro. Tú verás.

Pero el proceso de la información integra a un número cada vez mayor de ciudadanos y la Red los convierte no sólo en consumidores de información sino en gestores y productores activos que modifican con sus preferencias el futuro de los líderes políticos.

Véase el caso Sarkozy no sólo como un ejemplo de desventurada petulancia sino como la intervención severísima de una sociedad, la francesa, irritada con los excesos del que mientras se creía amparado por las viejas murallas del poder, se exponía alegremente a la intemperie.

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6 de marzo de 2008
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La venganza del Capitán Piluso

Ayer se cumplieron veinte años de la muerte de Alberto Olmedo. Aunque en la Argentina sigue siendo inmensamente popular, el suyo es un fenómeno que no trascendió nuestras fronteras. Olmedo era una criatura de la televisión, pura y dura. Si bien triunfó en teatro y en numerosas películas, los films que se conservan no alcanzan a mostrar la verdadera dimensión de su talento. Al igual que John Belushi en los Estados Unidos, que brilló cuando protagonizaba Saturday Night Live pero nunca dio con una película que le hiciera justicia, Olmedo sólo parecía encenderse ante las cámaras de televisión. El hecho de haber trabajado como técnico de estudio en el viejo Canal 7 debe haberle dado un dominio impar de las posibilidades del medio. Olmedo no dudaba un instante a la hora de quebrar la cuarta pared y descubrir el tinglado que había más allá de las cámaras, proponiendo al televidente una complicidad hasta entonces inédita. Si hasta la muletilla de Rucucu, uno de sus personajes más memorables, parece más apropiada para esta era de zapping endemoniado que para aquellos tiempos en que ni siquiera existía el control remoto. Rucucu miraba a cámara -nos miraba- y decía con esos ojos llenos de picardía: "¡No toca botón!" Y uno obedecía y se quedaba viéndolo, hasta que Rucucu se despedía y ya no quedaba más que ver.

/upload/fotos/blogs_entradas/albeto_olmedo_2_med.jpg

Uno de los mayores orgullos que conservo de mi etapa de periodista es haberlo reivindicado en las páginas de la revista Humor, a mediados de los 80, cuando para muchos era todavía sinónimo del humor chabacano que había hecho su agosto durante la década de la dictadura. Es verdad que Olmedo había seguido trabajando durante el régimen militar, como tantas otras figuras de la TV. (No sin algunos problemas: una broma discutible, la de fingirse muerto cuando no lo estaba al inicio del programa El chupete, lo malquistó con el almirante Massera. El costado ridículo, o más bien patético, de los amos de la muerte: estuvo fuera del aire dos años, y cuando regresó con su personaje infantil del Capitán Piluso -que me había acompañado en cada merienda durante tantos años de mi infancia-, lo obligaron a quitarse el grado militar, quedando como Piluso a secas, al tiempo que prohibieron a su socio Coquito que vistiese su tradicional traje de marinero.) Pero los grises de su desempeño como ciudadano no podían, ni debían, negar su increíble talento histriónico. Alberto Olmedo intuyó la capacidad interactiva de la televisión mucho antes de que existiera la noción de interacción en los medios electrónicos: su comedia -sus miradas, sus silencios, sus bocadillos- nos incorporaba al juego. Sólo brillaba cuando estaba seguro que estábamos del otro lado, incapaces de tocar botón.

La única forma de certificar su talento es ver los viejos sketches. Por fortuna han empezado a editarse antologías. La mejor forma de homenajearlo que encuentro es poner play al DVD que reúne sketches de uno de sus mejores personajes, Rogelio Roldán (donde lo acompañaba el también talentosísimo Vicente Larrusa), que acabo de comprarme. Y merendar como antaño, mientras le agradezco en silencio tantas horas de alegría, tantas carcajadas, tanta ternura.

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6 de marzo de 2008
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Viejos, ancianos, abuelos (1)

Supongamos que alguien tiene un hijo a los veinte años y que vive hasta los noventa (algo cada vez más normal). Cuando el hijo tenga setenta años estará cuidando del padre de noventa. Y puede que el nieto tenga que hacerlo del padre y del abuelo si las cosas se han complicado por el camino y no llegan en buenas condiciones a tales edades (lo que también es bastante normal). Ese nieto, pongamos que tiene cuarenta y cinco o cincuenta años. Ya ha criado a sus hijos y puede relajarse un poco. Está en condiciones de viajar, de divertirse, aún es joven. Pero no puede. Las responsabilidades, que no cesan. Ha pasado del cuidado de los hijos al de los padres, los abuelos y, como sigamos así, los bisabuelos. Los queremos y no podemos ignorarlos, los lazos son demasiado fuertes. De eso se vale la Administración para mirar sólo de reojo un problema de capital importancia, que por cierto se está soportando mejor gracias a los inmigrantes. Anciana con ecuatoriana, anciano con rumana, colombiana, dominicana. Los parques madrileños están llenos de estas nuevas parejas, cuyas vidas están tejiendo la historia de una nueva convivencia y supervivencia sorda. Los telediarios, por ejemplo, sólo abordan el asunto en las vacaciones de verano o en navidades, cuando en plan sentimentaloide sacan a ancianos solitarios en sus solitarias casas, mientras tal vez algún familiar ande por ahí de picos pardos, y entonces a todos, aun a los más sacrificados, nos remuerde la conciencia porque no estamos constantemente al lado de nuestros mayores viviendo su vejez.  

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6 de marzo de 2008
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Inglés para idiotas

En el gran bazar en que se ha convertido el proceso electoral puede encontrarse de todo, como hemos podido comprobar estas últimas semanas. El político, disfrazado de prestidigitador, hace los trucos que están a su alcance, e incluso —patéticamente— los que no lo están, con tal de convencer a los electores. Para conseguir sus propósitos se valen de buenas y malas artes, creciendo en sofisticación estos últimos a medida en que avanza la campaña. Los clientes más deseados son los “desmovilizados”, los “indecisos”, los “abstencionistas” y los que, si esto tuviera algún valor, votarían en blanco.

Precisamente con respecto al voto en blanco hemos asistido a uno de los pocos fenómenos remarcables de esta campaña electoral: el silenciamiento de la propuesta de Pascual Maragall. No es que yo crea que es fácil de aceptar que quien ha sido hasta hace poco presidente de la Generalitat y del partido socialista proponga a los electores el voto en blanco; sin embargo, esta circunstancia hubiera debido avivar el debate pues si alguien con su dilatada experiencia y responsabilidad políticas ha llegado a esta conclusión es que nos hallamos ante un caso de alerta considerable sobre el funcionamiento de nuestra vida pública.

Lo remarcable es que, en lugar de avivarse el debate, se ha producido una auténtica conspiración del silencio en la que han participado los medios de comunicación, al recoger un eco rápidamente debilitado, los partidos, encabezados por el propio partido socialista, y muchos de los amigos políticos de Pasqual Maragall, que apenas han intervenido en su defensa o así me lo ha perecido a mí. No han faltado, además, siniestras manifestaciones de supuesta “compasión”, sobretodo por parte de aquellos que viven y medran en estos aparatos de poder que exigen la opacidad y el camuflaje.
Fuera del “caso Maragall” —un personaje, Pasqual Maragall, que para bien o para mal remueve las aguas del pantano— no ha habido nada en el gran bazar que no fuera previsible. Entre ataque y ataque lo más vistoso ha sido la subasta que los candidatos han hecho con el dinero de los ciudadanos, unos regalando cheques y otros promesas de reducciones impositivas. En todos los casos está claro que en las arcas del Estado sobra dinero y no se entiende porqué éste no se emplea en arreglar las injusticias que el mismo Estado detecta gracias a sus sacrosantas estadísticas.
Pero si el segmento más filibustero de la campaña ha sido la tómbola que se ha realizado con el dinero público el segmento más estúpido ha sido, sin duda, el arrebato en torno a la enseñanza del inglés. De repente casi todos los candidatos, mirándose probablemente en el espejo de sus propias carencias, han encontrado en el aprendizaje del inglés el talismán de nuestro porvenir. Pronto toda Catalunya, toda España hablará inglés si hacemos caso a lo que nos aseguran los señores Zapatero, Rajoy, Montilla,… (todos al parecer menos ellos).
 
No vamos a negar ahora la importancia del inglés como lengua científica, económica o de comunicación pero de ahí a transformar ese idioma en la panacea de las virtudes futuras media un universo. Sin ir más lejos, y para recordar un tema doméstico, las turbas de simpáticos hooligans británicos vociferan en inglés entre cerveza y cerveza y no por eso los vamos a poner de ejemplo –creo- para esas escuelas llenas de niños angloparlantes que vamos a crear. Tampoco resulta conveniente, por ejemplo, inculcarles el himno de los marines para que lo canten en el recreo, por más que su letra algo tosca sea perfectamente inglesa.
 
Con todo, la verdad, el problema no estriba ni en los hooligans ni en los marines sino en nosotros: ¿Qué importa el idioma si lo que se dice es el fruto de la ignorancia? ¿Qué habremos avanzado si un estudiante universitario manifiesta en maravilloso inglés que no sabe quién es el emperador Carlos V o el pintor Piero della Francesca, que tampoco sabe, ni desde luego le importa cuál es el teorema de Pitágoras o el número pi, que confunde con absoluta impunidad la Revolución Francesa y el Mayo del 68? Estas pequeñas lagunas —en catalán, español o inglés— son fácilmente constatables para cualquiera que se entretenga en charlar con nuestros estudiantes, actividad que quizá sería de provecho para quien pretendiera presentarse candidato.
 
Sin embargo, lejos de hacer este trabajo de campo, el candidato prefiere ofrecer inglés para todos de modo que el mal sistema educativo actual derive en una peor academia de un único idioma. Tras el goteo apocalíptico de informes europeos y mundiales sobre el pésimo estado de educación en España hubiera sido de esperar que la enseñanza fuera el asunto central de la campaña. No ha sido así en absoluto, o únicamente lo ha sido en lo referente a la enseñanza del inglés, tema en el que la farsa guarda paralelismos con la subasta de talones y reducciones de impuestos: “Yo haré que todos sepan inglés en diez años”, “yo haré que sea en cinco”, “yo en dos”, y así sucesivamente.
 
Sospecho un par de razones. La primera, fácil de adivinar, es que proponer el inglés universal es una tarea bastante menos complicada que realizar una auténtica reforma educativa. La segunda es un poco más maliciosa: ¿saben nuestros candidatos quién es Piero della Francesca o cuál es el teorema de Pitágoras? ¿Les importa? English for idiots.

                                                                                               El País, 23/02/08

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6 de marzo de 2008
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IV. Carta a una sombra

El destino no es muchas veces imprevisión, ni tampoco fatalidad, sino conciencia de lo que uno ha venido a hacer sobre la tierra, y eso es lo que al fin ocurre con la muerte del héroe en El olvido que seremos.

Si un escritor tiene siempre un lector en singular que de alguna manera guía sus pasos, ese lector vigilante, en el caso de Héctor Abad Faciolince, es su padre. El padre asesinado. "Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra....", dice el hijo. Uno adivina que esta carta ha venido siendo escrita desde hace tiempos, desde aquel martes 25 de agosto de 1987, cuando la madre y los hijos, cada uno a su manera, recibieron la noticia del asesinato a mansalva del padre. Cada uno de ellos da su testimonio, que el hijo escritor transcribe. Y ese conjunto de testimonios viene a ser de las partes más conmovedoras del libro, en un libro que es todo conmovedor.

Pero más que la carta a una sombra, el libro es la rendición puntual de cuentas a una presencia viva. Una presencia que viene a llenarlo todo, vida, recuerdos, futuro, frente a la que no hay olvido posible. Más que el olvido, es el recuerdo que el padre será siempre en la cabeza del hijo que escogió ser escritor El padre que, según Aristófanes, llevamos siempre enterrado en la cabeza.

Lean El olvido que seremos

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6 de marzo de 2008
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