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Río Fugitivo en El Boomeran(g)

Desde hace cuatro meses que mi blog está enlazado a El Boomeran(g). Ha sido un placer llegar a los lectores de ese sitio tan importante para la literatura en español, en el que se encuentran algunos de los blogs que más admiro. A partir de este lunes 5, comienza una nueva etapa: este blog será parte intrínseca de El Boomeran(g). No cambiará de nombre, tampoco de estilo, pero sí de formato, y también de frecuencia (mi intención es escribir más seguido). Cuando comencé este blog, hace dos años y medio, hacía trampa y lo utilizaba para divulgar los artículos que escribía en periódicos (sobre todo La Tercera, de Chile) y revistas. Con el tiempo, me di cuenta de que un nuevo medio necesitaba de otro lenguaje, y me puse a mezclar textos escritos para otros medios con posts escritos directamente con el blog. La idea, ahora, es que no desaparezcan los artículos, pero que predominen los posts. Que Río Fugitivo madure. No será fácil, pero bueno, eso es lo interesante de este desafío.

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5 de mayo de 2008
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La línea fina

Una línea silenciosa fina escinde la cultura en dos. La parte de los que todavía persisten en el conspicuo amor al libro y esperan, además de su contribución los mayores beneficios intelectuales y la parte de quienes tienen al libro como un amable complemento entretenido, ni mejor ni peor que los demás productos de recreo. Los primeros se aferran a la página escrita, al volumen y su significada representación como una insignia del saber y de la excelencia, mientras los otros, reclamados por el múltiple interés audiovisual, toman al libro, el bestseller especialmente, como una contribución, más o menos excitante, a las pasajeras experiencias de entretenimiento. De un lado predomina la consideración respetuosa o sagrada y de otro el trato utilitario y secular.

Los librescos creen en la importancia del conocimiento a través de la lectura y siguen confiados en ella como vehículo de experiencias profundas, ricas o enaltecedoras. Los no libresco, que no toman a la lectura como la madre de todas las cosas sino como un allegado más, saborean la oferta impresa como un plato más en el múltiple menú del ocio.

Si el libro se pone pesado, el libro se lo pierde. Lo mismo que se hace respecto a la publicidad o la serie televisiva. El receptor ha dejado de ser un receptáculo más o menos sumiso para comportarse como una pieza de caza en continuo movimiento. Su desazón, relacionada con el clima de ansiedad general y consumo efímero, veloz y cambiante, define su estilo principal y a este elemento cambiante debe orientarse la oferta. La oferta cultural y la oferta de ropas, de entremeses, cereales o automóviles.

De hecho, la cultura ha ido perdiendo, a través de la cultura pop, su estatus y rueda por los entresijos del organismo de la existencia, la experiencia, el recreo y la consumición. Apenas queda lugar para el adorable monumento y cuando este erige materialmente en el centro de una plaza, posee hoy la morfología artística de los artefactos en los parques de atracciones y no la severidad de las celebraciones serias.

Lo serio, sea libro, película o lienzo, cae fácilmente en el ridículo dentro del aire general de lo intrascendente. ¿Hemos perdido el más allá? Hay un más allá pero se compone de una miriada de perdigones futuros. Futuros inmediatos, expuestos como metrallas, perceptibles como snacks, desechables como las cáscaras de los pistachos en el cóctel.

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5 de mayo de 2008
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La hoguera de las vanidades

Lo primero que pensé cuando me llegó la invitación de la Embajada de los Estados Unidos, fue: alguien se equivocó. ¿Qué tenía que hacer yo en un cóctel de homenaje a Tom Wolfe, uno de los padres del Nuevo Periodismo, el autor de The Right Stuff -su mejor libro, coincido con Rodrigo Fresán- y de La hoguera de las vanidades? Hasta donde sé, no soy ni lo suficientemente notable ni brindo especial lustre a ninguna velada social. (Ni siquiera a mis propios cumpleaños, que deberían tenerme como protagonista.) Lo segundo que me pregunté, una vez que decidí participar -la curiosidad era demasiado fuerte-, fue: ¿qué demonios haré allí? ¿Con qué figurones me veré obligado a intentar conversación, para que nadie descubra que estoy allí en condición de infiltrado, o mejor aun: de polizón?

Llegué cuarenta minutos tarde. Para mi sorpresa, el embajador americano Earl Wayne y Wolfe & Señora seguían en lo alto de la escalera del palacio, recibiendo a los invitados -debo haber sido el último.

Me imaginaba a Wolfe más alto. Pero estuvo a la altura de su leyenda en materia de vestuario. Quizás para mantener el equilibrio, por esas cuestiones de yin/yang, Sheila Wolfe vestía de negro -la sobriedad personificada. Le pregunté a Wolfe cómo lo estaban tratando. ‘Como si fuese de la realeza', respondió. Le dije que a esa altura de su carrera debía estar acostumbrado. Tanto él como Sheila parecían sinceramente atentos, y ciento por ciento interesados en la conversación, a pesar de que ya llevaban mucho de un besamanos que fastidiaría a cualquier mortal. A pesar de su disposición, en ese preciso instante advertí que mi capacidad para la conversación menor se había agotado, murmuré mi agradecimiento por la invitación y les di la espalda, dirigiéndome al salón.

Sí, ya lo sé. Soy un animal.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_pornografo_med.jpgAl primero que encontré adentro fue a Juan Terranova, uno de los escritores más talentosos de la nueva generación. (Si quieren comprobarlo lean El pornógrafo, o la crónica que tituló La Virgen del Cerro. Por lo demás, nadie que sea fanático de la historieta Nippur de Lagash puede ser un mal escritor.) Al instante se nos sumó Maximiliano Tomás, con quien me había cruzado en las escaleras al llegar. Tomás armó una de las compilaciones que sirvió de cabeza de playa para los narradores de esta generación, llamada La joven guardia, y tiene bajo el ala un primer libro de relatos llamado Amores comunes.

Fue maravilloso eso de ir a un cóctel de la Embajada americana para conversar con gente como ellos, llenos de picardía y de una energía contagiosa que invita a conquistar el mundo. Cuando yo tenía su edad, el común de los escritores que eran mis contemporáneos parecía sufrir de una severa constipación. (Que todavía les dura, dicho sea de paso. Más que un estreñimiento, lo que están incubando debe ser un alien al mejor estilo de Giger.) Al rato se acercó Carlos Gamerro, otro de mis escritores argentinos favoritos. Le dije que su artículo sobre el documental Federación, que apareció hace dos semanas en Página 12, me había encantado. Respondió que en realidad no había contado con mucho tiempo para hacerlo. Pensé que Gamerro era de los míos, esa gente que no tolera un elogio y que necesita producir al instante un comentario de autodeprecación. Quizás sea una cuestión generacional. Gamerro debe tener mi edad, aunque no le cuadre la acusación de estreñimiento -la excepción que justifica la regla.

Por allí andaba también Ana María Shua, cuyo libro La sueñera atesoro desde hace décadas. Por un momento creí que la lista de escritores invitados por la Embajada había sido muy sagaz, con la salvedad de quien esto escribe. (Otra excepción que confirma reglas.) También estaba el Embajador argentino en los Estados Unidos, Héctor Timerman, cuyo padre, el célebre periodista Jacobo, me acusó en mis comienzos de sufrir de incontinencia tipográfica. Y Ernesto Martelli, director de la edición local de la Rolling Stone, que hace mucho que es mejor que su nave madre americana. Y el hoy animador televisivo Roberto Pettinato, sacándose fotos con Tom Wolfe en un virtual campeonato de vestidores atildados. (Aunque Petti, como apuntó alguien -creo que Terranova- le deba más a David Letterman que a Wolfe.) Todo entre bandejas rebosantes de copas, hors d'oeuvres y servilletitas de papel con el sello de la Embajada, que le producían a uno sensaciones contradictorias al llevárselas a la boca.

A la hora señalada llegaron los discursos. Wolfe estuvo encantador. Recordó su primera visita a la Argentina en el año 2005, dijo que había estado tomando clases de tango con su mujer y que había considerado hacer una demostración en esa oportunidad, hasta que el buen tino le sugirió que Buenos Aires no era el sitio más indicado para semejante debut. Entonces le escuché decir: ‘Un distinguido escritor argentino me preguntó recién cómo me estaban tratando. Le respondí que me sentía parte de la realeza...'

Me cagué de risa. Una vez en mi vida que alguien me trata de ‘distinguido escritor' -Tom Wolfe, nada menos-, tengo que oírlo de labios de alguien que no leyó una sola línea de lo que escribo. En fin, debería estar agradecido. Si Wolfe leyese mis libros seguramente se habría ahorrado el adjetivo.

Pequeñas delicias de la vida del escritor del Tercer Mundo.

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5 de mayo de 2008
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Anglófilos, afrancesados, españoles todos

El palacio estaba lleno de republicanos convictos, confesos, oportunistas, peseteros, ilustrados y alucinados. Gracias a Juan Gelman, en un día de abril, se produjo una toma pacífica, dialogante, ecléctica e intelectual de palacio. Republicanos españoles que, como el aristócrata Vauvernages, creen "que un príncipe es grande y amable cuando tiene las virtudes de un rey y las debilidades de un particular". También comía, bebía y ¡fumaba! en palacio una pequeña resistencia de monárquicos. Exóticos especimenes del mundo cultural, "pobres enriquecidos por la mendicidad", llamaba Chamfort a los cortesanos.

En nuestras curiosas tribus culturales la mayoría es republicana. Un peculiar rebaño ilustrado que se deja pastorear, mesta real que hace parada y fonda en el palacio de Oriente -nuestra Bastilla parcamente tomada y perdida, ay-, que una vez al año come y bebe aquí donde se cruzan los caminos, donde Cervantes no comerá, donde premiados como Gelman recuerdan y nos hacen recordar. Pongamos que hablo de Madrid, doscientos años después de "vivan las cadenas". En tiempos contrarrevolucionarios donde el pueblo sueña con un futuro refugio en Telefónica.

Había muchas ausencias, entre otras la de uno que había crecido en una familia habituada a reflexionar sobre España y su ser problemático e invertebrado: Javier Marías, un español anglófilo. Marías, republicano con su propio reino y corte, no acude a las comidas de palacio. A otro anglófilo, amigo y maestro, ingeniero, novelista y seductor, Juan Benet -que estos días le recuerdan amantes de la ingeniería, los trasvases y la buena letra-, tampoco le gustaban los bailes en palacio. Durante años recorrió caminos, monumentos, casas de comida y burdeles de la España profunda y nocturna. Quijotesco de aspecto, tenorio de aficiones.

Benet, tan español y tan inglés, sí hubiera acompañado complacido a la charla entre el anglófilo Vicente Molina Foix con Jacobo Stuart, casi inglés, editor y conde de Siruela y Laura García Lorca, neoyorquina y de Granada. Fueron el último bastión de la república de las letras en abandonar el palacio. Cruzaban la educada vigilancia de los alabarderos sin aquella música de "pompa y circunstancias" que tantas noches les acompañó cuando, a la del alba, en tiempo de la movida y sin nobles escaleras, se retiraban de aquél sótano, nocturno garito, superviviente bar llamado El Sol.

No sólo anglófilos llenaban los salones reales. Una legión de afrancesados, desde comuneros a utópicos soñadores del Mayo del 68. Soñaron con que debajo de los adoquines estaba el mar. Y cuando se despertaron debajo estaba el Arroyo Abroñigal, pero seco. La España de los trasvases es así.

Artículo publicado en: El País, 4 de mayo de 2008.

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5 de mayo de 2008
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Sesión XII. Cuentos comentados

Como habrán podido observar por los estupendos textos que hemos escogido esta semana, la arbitrariedad de los elementos que ofrecimos en sendas maletas no ha representado obstáculo alguno para que sus autores -al igual que ha ocurrido con muchos de los otros que por razones de espacio no hemos colgado pero que hemos devuelto comentados- hayan encontrado una coherencia, un orden que nos revela a personajes mucho más robustos, mejor descritos e historias mejor articuladas. La razón es bastante sencilla y seguro que a muchos les parecerá ya evidente: nos estamos ciñendo no sólo a la búsqueda de una estructura (darle coherencia a una serie de elementos disímiles y sin aparente conexión) sino a la necesidad de relatar sin ser demasiado evidentes, dejando que el lector termine de conciliar todos los aspectos que conforman el cuento. Éste, como saben, es fundamentalmente una estructura, una estructura que se sirve de un buen lenguaje, de una manera sutil de contar las cosas poniendo en relieve algunas y ensombreciendo otras. La medida exacta de esa combinación es lo realmente difícil de encontrar. Por eso, en este ejercicio hemos procurado darle la vuelta al criterio habitual de trabajo, como nos decía Marco Tulio Capica en un mail, el ejercicio de esta semana «nos obliga a pensar al personaje desde lo concreto -hasta el punto de la dispersión- [...] ya que existe la tendencia a enmarcar al personaje en un concepto o idea, lo que lo deja muy abstracto o cuadrado.» Y precisamente por allí vamos a avanzar. De hecho, la gran mayoría de los participantes se ha dado cuenta de que es así  y nos ha ofrecido texto espléndidamente resueltos y de mucho ingenio. Que los disfruten.

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5 de mayo de 2008
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Por esos mundos de Nadie

Hacía por lo menos quince años que no me acercaba a la costa norte de Barcelona, mejor conocida como el Maresme por las antiguas marismas que envenenaban la región con la malaria. Si ya la barbarie de los años ochenta y noventa dejaba poco espacio para la esperanza, lo sucedido en el último decenio es irreparable. Un gigantesco hormiguero de casitas adosadas en un desorden pueril, con un urbanismo caótico y la evidente ausencia de cualquier regulación humana. El aspecto que cada país, su rostro visible, refleja el alma de su clase dirigente.

La excursión no había podido comenzar mejor. En la salida de la autopista nos cobraron un peaje tan irreal que preguntamos si no era una broma. La encargada asintió con gesto resignado. Un euro con once céntimos. ¡Once céntimos! Será que cada día obsequian a los empleados con sacos llenos de moneditas. Las colas eran preciosas. Un céntimo, sin embargo, es un céntimo y La Caixa, entidad que explota las autopistas catalanas, necesita ese céntimo del cual depende la buena digestión de los consejeros.

Luego fue imposible llegar a la feria de Canet. Los habituales sabrán cuál de las múltiples bocacalles lleva a la ciudad, porque no hay una sola indicación que no conduzca al parking de un hotel o de nuevo al lugar del que venías. Si te fías de la señalización, Canet no existe. De modo que nos fuimos a Sant Viçens de Montalt, donde teníamos la cita. No fue fácil, pero al fin alcanzamos una casa en lo alto de lo alto, desde dónde se divisaba el relumbre del mar, manchas sueltas de pinar... y la inmensa favela para ricos en la que se ha convertido lo que en otro tiempo fuera uno de los lugares más civilizados de España. Hay que leer a Pla, que escribe sobre su tierra con la inteligencia y no sólo con las vísceras, para percatarse de lo que han arrasado los amos de este paraíso.

La devastación salvaje del territorio en los últimos diez años, invita a la huída. Nos vemos obligados a vivir como termitas entre muros de cartón, en espacios usurarios y ciudades estúpidas. El país no da más de sí. De modo que tratamos de escapar como peces asfixiados en el pantano, aunque sólo sea para boquear un poco y ver que el firmamento aún existe. Sin embargo, allí donde vas te encuentras el nihilismo del poder público, la barbarie del dinero y la estafa colosal de una simbología de la patria que sólo engaña a quienes no tienen más remedio que tragar.

/upload/fotos/blogs_entradas/castillayotrasislas_med.jpgQuizás por eso me ha gustado tanto la solución de Jesús del Campo. Su relato, más próximo a la poesía que a la prosa viajera, es ejemplar. Del Campo, como su nombre indica, es alguien que viaja, pero como sabe que todo ha sido ya arruinado, indaga lugares en busca del espacio que algún día cobijó estampas grandiosas y a veces terribles. En su libro "Castilla y otras islas", publicado por la colosal editorial "Minúscula", nos cuenta unas escapadas densas, estoicas, decorosas, en las que el espacio se alza para respirar el aire del tiempo.

Busca Del Campo escenarios esquinados, oblicuos. El 20 de julio de 1812 las tropas de Wellington y las del mariscal de Marmont avanzaron en paralelo a lo largo de las riberas derecha e izquierda del río Guareña. Oficiales y soldados se observaban de reojo. Sabían que al cabo vendría la matanza: "La muerte estaba aún a cincuenta horas de distancia", escribe Del Campo, pero él quiere comprobar cómo eran esas riberas y el agua que fluía entre ambos bandos, imaginar en su espacio exacto la procesión de guerreros y mulas. Y allí se va para revivir los pasos hundidos en el fango, las miradas de odio, el temor y el temblor.

Como ésta, decenas de estampas en lugares de los que se ha perdido toda memoria y donde lo que podría quedar se encuentra en estado ruinoso. ¿Cómo es ese castillo de Berlanga que guareció a Velázquez unos días, camino de la Isla de los Faisanes para aposentar la entrega de la hija de Felipe IV a Luis XIV? Es uno de los últimos paisajes que pudo ver el pintor, muerto al regreso. ¿Qué vio? ¿Y cómo es el puente de Tudela del Duero, donde el fraile Alonso de la Espina le comunicó al condestable Alvaro de Luna que iban a ejecutarle? A partir de allí el hombre más poderoso de España era ya un cadáver. ¿Qué miraría? ¿Y por dónde rodearon el Duero las huestes de Rodrigo de Vivar? El vado de Navapalos sigue ahí, pero es necesario viajar tanto en el tiempo como en el espacio para ver a los guerreros desfallecidos, los caballos sedientos, el alma en vilo del Campeador. ¿Y la banca de los Fugger en Almagro? ¿Los potentados que pagaban las guerras de Carlos V, qué se ficieron? Así, una docena de historias y lugares.

Del Campo nos invita a visitar lugares que quizás existieron, pero ya no existen. Y a contemplar el destrozo invariable, tenaz, del que nuestro país es máximo artífice. Aunque no para desesperarse y maldecir nuestras vidas, sino todo lo contrario. Una frase del libro me ha quedado grabada para el resto de mis días: "La sabiduría parece una línea divisoria entre la lucidez y la autodestrucción". Exacto y sutil: la sabiduría es el muro de contención entre el ansia de vivir sin mentiras y el negro desengaño. Mantengamos la cordura, aunque seamos galeotes en la nave de los locos.

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de mayo de 2008.

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5 de mayo de 2008
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Galería de espectros: "La danza de Salomé"

"La aparición", Moreau, 1875Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el de “La danza de Salomé”.

Delfín Agudelo: ¿Piensas en Salomé o en San Juan Bautista?

R.A.: Cuando pienso en Salomé pienso en San Juan Bautista, y cuando pienso en San Juan pienso en Salomé: creo que es una de las negras parejas de baile más íntimas de toda la historia del arte, y el arte lo que ha querido así. Hay todo aquello que nosotros podamos ver representado desde el punto de vista de lo erótico y lo tanático en sus fronteras más limítrofes. Y pienso en la cautivante bailarina Salomé, que ha hecho volver loco a Herodes, y que por iniciativa de su madre finalmente acepta que sea decapitado San Juan Bautista; en la danza de Salomé con la cabeza de San Juan Bautista en la bandeja; en las múltiples pinturas que han querido interpretar esto o en la propia música de Strauss en su ópera sobre el tema. Tiendo a pensar la extraña seducción que ha tenido la pintura por las decapitaciones. La pintura ha representado ampliamente a David y Goliat, a Judit y Holofernes, y precisamente también a San Juan Bautista —o su cabeza ya decapitada— en manos de Salomé. Pienso en Salomé como esa mujer extremadamente joven, una adolescente que encarna a las mil maravillas la inocencia perversa porque tal como nos lo cuenta la historia bíblica, de la misma manera como ha sido recogido en las sucesivas interpretaciones, es por un lado completamente inocente porque cede a la presión de los adultos, en este caso la de su propia madre, y a partir de esta inocencia desarrolla una de las coreografías o bailes más perversos que puedan concebirse. En consecuencia, creo que ahí se llega a la ecuación más exacta, meticulosa del erotismo, que es la ecuación que dosifica de manera exacta la inocencia y la perversidad. Sería en cierto modo la femme fatale pero malgré lui.
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5 de mayo de 2008
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Y sin temer nada

El operario de una máquina de construcción que se quita los guantes de cuero finalizada su jornada,  me indica que en la pared de la capilla, al otro lado, hay un plano con la ubicación de las tumbas.  La de Borges es la 735, y hoy se halla vedada por una cinta amarilla que delimita el área de los trabajos de remodelación de la vereda, que ha sido arrancada, prohibición que omito con talante latinoamericano, y paso al otro lado donde en lugar de la verde y suave grama lo que hay es barro vivo.

Una simple piedra grabada con una cruz de Gales y una leyenda en inglés antiguo, 'And ne forhtedon na' (Y sin temer nada), sacada de La balada de Maldon, un poema épico del siglo X. Es algo que hay que averiguar luego, lo mismo el significado de los siete guerreros que acompañan la inscripción, y que tienen que ver con la misma balada. En el reverso de la lápida, hay otra inscripción más extensa, en lengua también incomprensible para el visitante desprevenido, y que sería un mensaje cifrado de amor.

Cumplido el rito de la visita, salgo por el Boulevard  de Saint Georges. Un vulgo errante, municipal y espeso, recuerdo a Darío. Enfrente, el Café de L' Espoir, una tienda de motocicletas Yamaha. Al lado del portón de fierro, y como si fueran parte del cementerio mismo, el bar Ananás, una lavandería automática, otro bar, que se llama El Pacífico; no he entrado a preguntar a sus dueños de qué país de habla española vienen, y si saben que son vecinos de la tumba de Borges.

A lo lejos, sobre el lago, como sostenido por el típico chorro de las tarjetas postales, se alza ominoso un enorme balón de fútbol. 

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5 de mayo de 2008
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Más allá del miedo

La imagen se reproduce en El País a toda página con la recomendación del editor: "mire bien esta fotografía". La hizo el soldado Ronald S. Haeberle el 16 de marzo de 1968 un instante antes de la matanza, en la aldea de My Lai, Vietnam, mientras el pelotón de marines obedece la orden de su jefe, el teniente William L. Calley, y dispara contra un centenar de civiles.

En el centro de la fotografía una anciana tiene su rostro contraído por el pánico y con una mueca patética implora piedad. Una muchacha se agarra a su cintura y asustada agacha la cabeza. Detrás, una mujer levanta el brazo para proteger a una niña aterrada. A la izquierda de la imagen otra mujer, más joven, sostiene en brazos al que quizá sea su hijo. El niño mira con curiosidad a los soldados que, detrás de la cámara, les apuntan con sus armas. Mientras el griterío de los marines y el llanto de los prisioneros inflama la atmósfera del poblado, la mujer con el niño en brazos intenta abrocharse el último botón de la camisa.

Este gesto de pudor quizá se deba a su incredulidad o a una falta de imaginación para anticipar el desenlace que el resto del grupo adivina como inminente. También podría revelar la existencia de un sentimiento más fuerte que el miedo. Una extraña certeza acerca del valor que en las puertas de la muerte adquiere la tranquilidad.

¿Cómo podríamos entender la inquietante indiferencia de esta mujer?

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4 de mayo de 2008
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El pavoroso secreto

Los periodistas enviados a la ciudad austriaca de Amstetten transmiten a sus lectores el titubeo de la policía. Los investigadores encargados de contar los detalles del caso están familiarizados con el mundo del crimen pero parece que en esta ocasión no pueden disimular la sensación de asco que sienten al tratar el asunto de Josef Fritzl. Su trabajo no es condenar al personaje cuyo rostro hemos visto estos días en nuestros periódicos ni encontrar los adjetivos más adecuados a su insólita perversión pero se sienten obligados a pronunciar algún tipo de condena moral. La malignidad del crimen cometido por el padre de familia excede lo que se han acostumbrado a perseguir y el simple atestado policial, la fría enumeración de las circunstancias, la palabrería burocrática, no refleja el celo y empeño que quieren poner para llegar al final de la atroz historia.

Hasta hace poco la sociedad horrorizada se llevaba las manos a la cabeza cuando casos semejantes llegaban a su conocimiento. Entonces se pronunciaban durísimos juicios contra los torturadores y se esperaba con ansiedad la condena que los aislaría del cuerpo social.

Pero los interrogantes tradicionales han perdido sentido -¿cómo es posible que existan seres de tan terrible crueldad?- y la reflexión se orienta hacia otras incógnitas: ¿cómo alimentaba y vestía a la hija que tuvo secuestrada durante 24 años? ¿Cómo parió esta niña a sus siete hijos? ¿En qué farmacia compraba los enseres necesarios? ¿Cómo pudo mantener oculta a su segunda familia, enterrada en el zulo, sin que su esposa, familiares, vecinos o policías sospecharan jamás nada anómalo en su comportamiento?

El espanto que suscita el personaje que secuestra a su hija y la convierte en esclava sexual sólo es comparable a un temor más difuso pero implacable: ¿acaso no tendrá Fritzl a su alrededor una tupida red de cómplices?

El caso nos lleva a recordar la última y casi póstuma novela de Norman Mailer. Falleció el 10 de noviembre de 2007 cuando estaba rodando por las librerías "El castillo en el bosque". Una novela que a pesar de su caudaloso índice bibliográfico fue recibida como una obra de imaginación literaria.

A la legión de demonios desplegada por el diablo sobre la tierra para torcer el destino de sus criaturas se le asignan distintos cometidos y a uno de ellos, el narrador construido por Mailer, le corresponde el encargo de manipular el árbol genealógico que finalmente dará a luz al más anhelado de los hombres perversos: Adolf Hitler.

El demonio relata la misión que le han encomendado con la precisión de un funcionario fiel y cuenta a los lectores los motivos que le llevan a escoger Austria como el laboratorio más adecuado a sus fines. Entre la población campesina austriaca es una costumbre de ancestral arraigo la práctica del incesto. Al parecer, la turbulenta atmósfera moral que imponen los padres en familias sometidas a la violación permanente de los niños es la más adecuada para propiciar encarnaciones demoníacas.

Si los investigadores de la policía criminal quieren conocer la genealogía moral y el laberinto mental de Josef Fritzl deben leer "El castillo en el bosque", de Norman Mailer.

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2 de mayo de 2008
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