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Viejos y gloriosos tatarabuelos

Por 19 de mayo de 2008 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Se mantiene en Hiroshima una ruina a modo de monumento, memoria de la explosión que en agosto de 1945 mató a trescientas mil personas. En ese mismo lugar, el epicentro de la destrucción, se alza también un árbol robusto y frondoso que en otoño se convierte en una nube de oro. Si uno presta atención pronto se percatará de que hay algo inexplicable en la presencia de ese árbol. Y habrá acertado. En la primavera de 1946 los ciudadanos de Hiroshima observaron con estupor que de un tronco arrasado estaba brotando un frágil tallo verde. Ahora ese tallo ya es sexagenario: hablamos de un Ginkgo Biloba, el árbol más enigmático que existe, el único ser vivo que ha resistido el beso de una bomba atómica.

Todo en este superviviente (que puede llegar a vivir milenios) es pasmoso. Para los botánicos es un fósil viviente cuyo linaje cuenta con un pasado de doscientos cincuenta millones de años. Para los genetistas es una extravagancia, una planta con dos sexos que da flor y luego pone un huevo (debería explicarlo mejor, ya lo sé, pero no hay espacio). Para los urbanistas es un milagro porque resiste las más venenosas atmósferas, razón por la cual es frecuente en Manhattan (por ejemplo, en el Seagram). Para los farmacéuticos es una mina: cientos de productos, muchos de ellos contra el envejecimiento, se fabrican a partir de las hojas de Ginkgo y hay en Francia plantaciones industriales de pequeños Ginkgos para uso medicinal.

Los viejos árboles son las últimas obras maestras que nos quedan a los ciudadanos sepultados por el cemento y torturados por el ruido. En Barcelona hay una docena de Ginkgos fáciles de localizar gracias a múltiples devotos con blog. Otros árboles igualmente gloriosos, pero más humildes y habituales, no tienen tanta suerte. Pienso ahora en las centenarias encinas del Tibidabo, las que van cayendo bajo el hacha de una Generalitat que se dice "de izquierdas y verde". En ese cementerio quieren instalar una estúpida montaña rusa que llenará los bolsillos de alguien. ¿Verdes? Sí, como los billetes de mil pesetas. 

Artículo publicado en: El Periódico, 17 de mayo de 2008.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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