Marcelo Figueras
Mi amiga Miriam vive en San Telmo, un barrio de Buenos Aires que es una mezcla del Bronx con el muy fashionable Tribeca: al mismo tiempo que yuppies argentinos e inversores internacionales se disputan sus lofts, el lugar sigue siendo coto de la fauna más colorida y más salvaje de la ciudad.
Hace poco volvió de viaje y encontró su casa desvalijada. Como no es la primera vez que le pasa, la gente de su edificio hizo una reunión para deliberar sobre el asunto. Ocurre que el predio contiguo al edificio de Miriam está vacío. Y en que los últimos meses un grupo de gente, liderado por alguien a quien llamaremos El Correntino, empezó a armar allí lo que aquí se llama ‘un asentamiento’; esto es, un grupo de casillas más o menos improvisadas. Si bien es cierto que la física más elemental sugiere que los cacos subieron al balcón desde ese predio, lo cierto es que no hubo testigos ni existen pruebas del robo. Y dada esta circunstancia, la policía -ninguna santa, dicho sea de paso-, no puede hacer nada.
Pero el robo reiterado soliviantó a algunos de los propietarios del edificio más que a Miriam, que tiene con su barrio una relación a la que cabría definir como zen: en la medida en que le gusta y que lo sigue eligiendo, disfruta de lo bueno y acepta lo malo que trae aparejado. La más encocorada, decía, fue una vecina -a quien llamaremos La Negociante, si no les molesta- que se tomó el asunto como su cruzada personal. Ella pretende que las autoridades tomen carta en el asunto y echen a las huestes del Correntino de ese predio, ocupado de manera ilegítima pero no ilegal. Imperturbable ante la impotencia de la policía para cumplir con sus deseos (esta mujer pretende, además, que sus vecinos de facto afean el lugar), La Negociante está convencida de que el actual alcalde de esta ciudad, el hermético ingeniero Mauricio Macri -lo de hermético va porque se le entiende apenas el 30 por ciento de lo que dice-, terminará haciendo lo que ella desea, esto es, rajando a todos los negros de la ciudad y haciendo posible que San Telmo se convierta en un barrio para ‘gente como uno’.
La filosofía que sustenta el accionar de esta mujer fue exteriorizada, sin vergüenza alguna, durante una de estas reuniones de consorcio. ‘La vida es un negocio’, dijo La Negociante, y así, al menos según ella, hay que manejarla: como un toma y daca en que el único objetivo es obtener la mayor ganancia posible. No sé ustedes, pero al menos para mí la vida es una larga serie de cosas, todas derivadas del fenómeno esencial -no me imagino a las primeras células, organismos invertebrados, peces y anfibios originales conduciendo sus días en términos de la Escuela de Chicago-, pero ninguna de las cosas que la vida significa para mí tiene nada que ver con las cuestiones mercantiles. Si yo creyese que la vida es un negocio me habría presentado en quiebra hace rato -y no estaría escribiendo aquí, por cierto.
La cuestión es que mi amiga Miriam, a pesar de ser la única damnificada, se negó a prestar su firma para suscribir el pedido de desalojo. Digamos que prefiere pagar el precio inevitable para reemplazar lo robado, a pagar aquel que el desplazamiento de esa gente sin vivienda le cobraría a su alma. Hoy en día La Negociante no la saluda cuando se la cruza. Debe ser que se niega al contacto con la gente con nula habilidad para el lucro vital. Pero El Correntino sí que la saluda. Todos los santos días.
No lo dije todavía, pero mi amiga Miriam es escritora. A veces pienso que no lo era cuando la conocí, pero que el hecho de vivir en San Telmo ha contribuido mucho a convertirla en lo que hoy es.