Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Con prisas


Ahora los burócratas de Bruselas tendrán que soportar a Puigdemont. No saben lo que les cae encima
 

Esta columna sale los martes, así que mi última hora es el lunes a mediodía. La escribo, por tanto, sin poder demorarme en las estaciones del amor. Dicho en plata, saldrá despeinada.

El domingo no hubo apenas información. A las seis de la tarde se hizo pública la participación, pero era poco orientativa: había bajado respecto de las generales, pero superaba a las últimas europeas. La jornada apenas dio para más, una separatista catalana hubo de quitarse la camiseta porque mostraba publicidad de los golpistas. Lo hizo sonriendo y con gran placer. Claro que en Ceuta presidía una mesa alguien en burka que podía ser una señora o su abuelo.

A las nueve de la noche las encuestas a pie de urna, que se llaman, cantaban una victoria torrencial del partido sanchista. Y en Francia de Le Pen. Lo excelente sucedía en Barcelona, un duelo entre Maragall II y Colau. En ese momento me fui a la cama. Hice bien. La mañana del lunes, como siempre, ajustaba los resultados y permitía volver a creer en la política. Sánchez ganaba en todas partes, pero perdía Madrid y eso a los de aquí les duele una barbaridad. Había otras alegrías como que ahora los burócratas de Bruselas tendrán que soportar a Puigdemont. No saben lo que les cae encima. La otra curiosidad era que Maragall II y Colau empataban, de manera que comienzan los tratos entre dos figurantes habituados al navajeo, dos auténticos barceloneses, el uno burgués y veraneante, la otra lumpen y okupa. Una historia de los años treinta.

Lo mejor era que los partidos de extrema derecha y extrema izquierda no alcanzaban la mínima para incordiar. Los fascistas europeos no podrán romper la asamblea. Nuestros leninistas, chavistas y peronistas ni siquiera tienen fuerza para negociar. Y así, cuatro años.

Leer más
profile avatar
28 de mayo de 2019
Blogs de autor

Canas al aire

Soy una del trillón de mujeres que se tiñen el pelo de forma periódica. Experimenté precozmente, y a los dieciocho años un peluquero leridano que parecía neoyorquino me cortó la melena y me tiñó de rubio platino. No tardó en quedarme la cabeza igual que un café cortado, y tuve que recurrir al moreno español para volver a empezar de cero. Mi cabello fue uno de los primeros y más abiertos campos de batalla contra la ­autodestrucción. El pozo donde muchas jóvenes ahogábamos la inseguridad de no gustarnos, regando la fan­tasía de querer ser otras. Por ello llevábamos en el bolso la foto de Meg Ryan, Madonna o Jessica Lange. El placer de verlo ­mutar de tonalidad, pasar de su onda natural a un rizo pequeño a lo Roberta Flack, nos saciaba igual que nos desesperaba. Éramos débiles ante las tijeras soñadoras de aquellos primeros estilistas del peinado; recuerdo cómo me ­admiraba ver al pionero Llongueras peinando cabezas como si esculpiera una Venus. Nuestras madres fueron unas enamoradas de las peluquerías: ir bien peinadas es una garantía, un signo de que no se ha dimitido del espacio ­público.
Hoy ya no me tiño para encontrarme a mí misma, sino para no perderme. Las canas asomaron discretas e impuntuales; cuando emergen lo hacen en forma de hilos plateados y crean destellos inquietantes. Un gran porcentaje de mujeres de más de cuarenta lucen rubias: es el color que mejor engaña a la cana rebelde. Para algunas consiste en un acto más de cuidado estético, otras lo entienden como una esclavitud, esa tercera jornada laboral –depilación, maquillaje, peluquería y manicura– que nos somete a una ley no escrita que hasta hace bien poco prohibía las canas femeninas. Una mujer con el pelo blanco parece “envejecida, desaliñada y/o descuidada”. Lo piensa el 70% de las españolas, según acaba de publicar un estudio de la firma Pantene. Los hombres, en cambio, cuando las nieves del tiempo platean sus sienes, resultan “interesantes, atractivos o sexis”. Ellos, empoderados; nosotras, homeless. La campaña se titula El poder de las canas y se inscribe en la tendencia en auge de lucir el cabello albo, convirtiéndolo en fortaleza en lugar de debilidad. Y es aguda en el sentido de mostrar lo arbitrario que resulta el prejuicio. La moda es un excelente sacacorchos de tradiciones generando nuevos deseos.
También hubo un tiempo en que una mujer con pantalones parecía una camionera, y ya ven. Es difícil interiorizar la belleza de nuestras canas sin aclarar la mirada de los hombres, y también la de las propias mujeres que antes de lucirlas al viento necesitamos una buena sesión de terapia.
Resulta algo paradójico en un mundo que envejece imparable: la ONU prevé que en el 2045 los mayores de 60 años superarán a los menores de 14. Estamos abocados a un futuro libre de clichés a fin de considerar las canas, parafraseando a Cicerón, parte de “la conciencia de una vida bien vivida y el recuerdo de muchas buenas acciones” en lugar de una persistente y desigual dejadez.
Leer más
profile avatar
27 de mayo de 2019
Blogs de autor

El dolor según Duras

El dolor es una de las mejores narraciones de Marguerite Duras. Decía ella que la escribió sin darse cuenta, pero no es cierto. El dolor es un libro compulsivo y al mismo tiempo muy medido. Paradójicamente es así.

Toda confesión busca la exculpación. El dolor de la Duras también. Toda confesión tiende a ser una narración calculada, aunque pueda haber en ella ríos de pasión.

Marguerite Duras, como Sartre, como Simone de Beauvoir, tuvo que explicar sus relaciones durante la ocupación. Nunca pudieron evitar la sombra de la sospecha. Tampoco la pudo evitar Picasso. Sus vidas fueron relativamente cómodas cuando otros las perdían o eran deportados a las fábricas de la muerte.

No me coloco junto a los que apuntan con el dedo, simplemente evoco lo que oía y leía cuando estaba en París. Más allá y más acá de las palabras que flotan en el aire como brasas que queman y que matan, El dolor es un libro excelente que describe con singular maestría y con bastante audacia la época de la Liberación, cuando París alternaba la alegre irresponsabilidad de los coches circulando por las aceras con las purgas sombrías y siniestras donde con cierta frecuencia pagaban justos por pecadores. Y retrata muy bien a los españoles, que se pasaban el día discutiendo a gritos de la revolución traicionada, de las guerras perdidas, de las guerras ganadas y de las ilusorias batallas por ganar.

Rara vez la capital francesa ha sido descrita con tanta viveza y tanta intensidad.

Destaca como personaje que encarna el dolor real y axial Robert Antelme, que fue marido de la Duras antes de la deportación, y que regresa del infierno con el alma rota y el cuerpo deshecho. Recordemos que Antelme fue el autor de La especie humana, el primer libro que consiguió expresar lo inexpresable sobre los horrores de los campos. Después vinieron todos los demás.

El dolor deja en la mente una vibración extraña. Es un libro que omite circunstancias, pero que está poseído por la verdad. Otra paradoja más.

Leer más
profile avatar
27 de mayo de 2019
Blogs de autor

El médico portugués

Siempre he creído que Michael Corleone se quedó ciego gracias al golpe de azúcar que le produjo la muerte de su hija en aquella escalera de la Ópera que inmortalizó a Sofía Coppola. Como una piedad invertida y con los ojos idos, el tercero de los Corleone pega un grito que se ahoga en el silencio por unos segundos que parecen minutos. En mi imaginación se atraviesa una frase del hijo elegido por el Padrino: Just when I tought I was out, they pull me back in. Luego el alarido se apropia de la escena hasta que la imagen se oscurece. En el siguiente acto, el último de esa saga familiar aparece sentado en un huerto de naranjas. Han pasado los años y Corleone vive en el retiro. Se trata de un hombre ciego a punto de fallecer. El fracaso consiste en habitar una realidad que ya no te pertenece y en donde apenas te reconoces. La naranja cae al suelo.

         Estos últimos meses sucede una pregunta que me ronda como una mosca ciega: ¿Qué relación hay entre las emociones y la enfermedad? El año pasado una llamada telefónica me levantó en vilo para luego azotarme contra las piedras. Además de la taza de café que se me escapó de las manos, los mensajes que ahí escuché me rompieron para siempre. No estoy hablando de cuando te rompen el corazón sino cuando te rompen la vida. Una voz emite mensajes como vidrios que me nublan la vista. La certeza del daño que ahí sucedió no se puede explicar. Tampoco las siguientes noticias que en muy pocos meses se sumaron a la muerte de mi madre:  la forma en que, días después, el asma asfixió la vida de su mejor amiga y también puso de luto a mis primos de Colima; el asesinato impune y nocturno de un adorado amigo que sólo era luz para los que le rodeaban; el modo en que estallaron las venas de mi editor haciéndolo caer sin retorno en el fondo de su cabeza y el deceso del hermano de mi padre en cuya casa comí todos los viernes de mi adolescencia. Reconocer que algo no tiene solución no es algo racional. El dolor surge de la base del estómago para escupirte que todo tiene su origen en el instinto, es tu propio cuerpo intentando sobrevivir. Hoy estoy seguro que el golpe de azúcar que recibí en aquellos segundos me regaló la presbicia y también desató el último eslabón de la enfermedad irreversible que el doctor acaba de anunciarme. Cuando la miel que acumulas no tiene venas para ser transferida, se vuelve veneno. Cuando un año te regala tantas muertes seguidas la química del cuerpo sufre una guerra civil.

         Los síntomas eran claros: sueño incontenible, la presión a todo lo que da, la piel reseca y una sensación de hormigueo y malestar en la base del cráneo que sucedía tras beber el jugo de naranja con que solía acompañar al croissant, el café y el periódico de cada mañana. Ese conjunto ritual que me acompañó durante años y que tanto amé, ya no sucederá más. Muerto el hábito uno deja de ser lo que era.

         Los siguientes síntomas sucedieron desayunando en Guadalajara, cuando me desvanecí frente a la mesa del escritor Orhan Pamuk, quien a su vez prestó una cuchara para revolver la taza de azúcar y té que los comensales sirvieron para sacarme de un desmayo que casi se consuma. Lo que yo creía un momento de ansiedad fue en realidad un problema de glucosa y aquella fue la última cucharada de azúcar que probé en mi vida.

         Llegando a la Ciudad de México fui a unos laboratorios para revisar todo lo revisable: colesterol y triglicéridos, presión y coronarias, antígeno prostático, tiroides, glucosa. El resultado fue evidente y la médico que me trató ordenó otros estudios adicionales. Estaba a punto de volver a mi trabajo en Portugal, así que pospuse la segunda etapa de consultas para dejarla en manos de un médico que me habían recomendado en el Hospital de la Luz de Lisboa.

         Las siguientes semanas fueron substituidas por la visita de mi padre recientemente viudo. Pasamos una navidad en silencio y un año nuevo en la casa de unos amigos también nuevos que invitaron a todos sus amigos tan cubanos como Andy García. Mi padre, cada vez más ciego y cada día más sordo, se ensimismaba en sus propios pensamientos. Además del queratocono, sufría la ausencia de mi madre en la misma proporción que muchas veces la abrazó cuando la vida les regaló cincuenta años juntos con todo y sus pleitos. La costumbre del amor otorga permisos de los que luego uno se arrepiente. Por la tarde nos sentábamos a escuchar música. Nadie padece solo, pero acompañarse en los duelos es algo muy parecido a la condición del siamés que comparte el mismo corazón pero anhela separarse. No fueron días fáciles para ninguno de los dos. Cuando llegaba del trabajo apenas le hacía caso y sólo pensaba en poner la cabeza en las almohadas, la mano en los ojos. Él lograba dormir gracias al Rivotril. Desde la crisis que Pamuk quiso arreglar con una cuchara,  supe que algo no iba bien, los síntomas me rodeaban como una tribu, una y otra vez mis ojos  estallaban como aquella noche cuando Michael Corleone se quedó ciego. Mi presión daba números de internarse y cada noche me dejaba caer como un animal herido, dejándome desangrar por un costado en el lado izquierdo de la cama. De las cuencas y el corazón manaba un año durísimo con toda su imposibilidad. Si me movía un poco, las astillas provocaban nuevas fugas que visualizaba como arterias rotas. Así el colchón se iría llenando de sangre hasta dejarme dormido.

A la mañana siguiente todo estaba purificado y la lengua en tinta.

Los primeros días de enero se sucedieron igual hasta que una mañana amanecí empapado en sudor. Antes de despertar estaba en el borde de una piscina, luego eché a nadar. Voy hacia allá y si me aplico llegaré a tiempo, murmuraba, falta poco y la orilla es tuya, repetía como un mantra. En el sueño las brazadas fueron bien hasta que ese sudor frío que produce el exceso de dulce empezó a paralizar mis  extremidades. Me faltaba poco para llegar al otro lado y cuando quise salir a respirar, sentí como ha de sentir quien nada bajo el hielo. El golpe fue tan brutal que aquel cristal casi se rompe. Luego empecé a embestir. La cabeza me sangraba y la nariz y los ojos, los oídos y los nudillos de las manos.  Llegar a la orilla prometida sería imposible. Estaba condenado a ahogarme y lo tenía claro. Alguien había puesto un cristal sobre la piscina y la pesadilla consistía en intentar romperlo. El nadador se ahoga. Al despertar no me quedaba casi oxígeno. Mi padre dormitaba en el sofá con un periódico y una taza en las manos, encerrado en su ceguera mientras sus aparatos para los oídos dormían empiernados en el lado izquierdo de la cama, haciendo un ruido de grillos.

Ya en el hospital me tomaron una muestra de sangre y luego de esperar en algo parecido a una pecera iluminada por el sol de la mañana, pasé a la sala del doctor Francisco Sobral do Rosario. Lo natural en su palabras hubiera sido decir que mis malos hábitos, el cigarro, los viajes continuos en avión que tenían en jaque a mi presión, pero también el estrés y la vulnerabilidad de los duelos con que cargué el último año, me obligaban a cambiar de vida y que en ello tenía que concentrarme si quería mantener a raya a una enfermedad que me acompañará el resto de los años.

Sin embargo, el doctor Sobral empezó por otro lado. Cuando revisó la tinta de mi lengua, me preguntó por el origen de mi acento. Soy de México, le dije. Portugal acaba de ser invitado a la Feria del Libro de Guadalajara. Lo sé, contesté. Trabajé en eso. Segundos después ya le estaba contando de la cuchara de Orhan Pamuk y de los sesenta escritores portugueses que estuvieron ahí, encabezados por el médico Antonio Lobo Antunes. Me preguntó sobre mi trabajo como agregado cultural de la embajada mexicana y por mis autores lusos favoritos. Dijo que el principal poder de los médicos es la confianza y que una palabra es capaz de transformarlo todo. Le conté de un cuento de Rui Zink que trata de una enfermedad donde escribir se convierte en una epidemia de la lengua muy contagiosa. Luego me recetó a Nuno Judice. Le dije que ya formaba parte de mi mesa de noche. Sin detenerse, en una suerte de glosolalia que hipnotizaba, me dijo que lo mejor de Portugal era su poesía. Entonces sacó el recetario y comenzó a escribir.

Es probable que usted esté  enfermo de una tristeza que no lo es y que los portugueses conocemos bien. Le voy a recomendar lo siguiente... mientras hablaba de mi mal y me decía que debía hacerme una resonancia y otro estudio de sangre, el médico iba haciendo un recuento de todo aquello que no está en el mercado, que pertenece a un mundo cerrado, que se pasa de boca a boca y que construye una sociedad poética pequeña pero sólida, poderosa y tan sana como cuando nació en Los lusiadas, para luego contagiarse de barco en barco, para regresar una y otra vez e inundar las calles de Lisboa y también para abrir grietas e incendiar Portugal entero. Esto no es una cura, pero lo anoto por si requiere algo más que Pessoa. Fue así que el doctor Sobral arrancó las páginas en las que explicó el tratamiento y redacto esta lista de poetas portugueses que aún me estoy recetando sin cuchara, con la presbicia detenida y la glucosa controlada. A punto de recuperar la vista y la voz.

Leer más
profile avatar
26 de mayo de 2019
Blogs de autor

Aquellas madres coraje

Hubo un tiempo en el que todo lo que ocurría fuera de casa era lo importante, lo prometedor, lo novedoso, mientras en el espacio doméstico la vida discurría con su letra pequeña e inclinada. Mucho antes de que se inventara el coaching, las madres ejercían ya ese papel, entregadas y sacrificadas, pero también críticas y a veces severas. Respondían a la figura de madre asistente, que cuida y educa, aconseja, acompaña y lo que sea necesario. Algunas nos inocularon vocaciones, pues secretamente deseaban que pudiéramos cumplir los sueños que debieron abandonar bien temprano. En teoría no aplaudíamos su sacrificio y las espoleábamos para que tuvieran vida propia, pero, en la práctica, volcábamos en ellas nuestras debilidades dando por hecho que se nos debían por entero.
Acaso por ello les sorprenda tanto a las madres encontrarse con que sus hijos les han preparado un buen ágape como ocurre en el programa de Cayetana Guillén Cuervo Cena con mamá. Ellas, que no esperan nada, que lo único que se atreven a reclamar es más tiempo con sus hijos, igual que la de Lorenzo Caprile, que lo miraba con un amor totalizador. La gene­ración de las que fueron madres en los sesenta y setenta se aplicó a fondo en la exclusividad de su papel. Sin ellas, no se sostenían el hogar físico ni el mental. Lo cargaban en sus espaldas, procurando que las carencias apenas se apreciaran. Ni se les pasaba por la cabeza pensar que eran obligadas sustitutas del Estado en sus funciones de enfermera, cocinera, limpiadora, puericultora... Dedicaron media vida a velar por sus hijos, y la otra mitad por sus padres. Y nosotros aceptamos el papel que les había sido asignado, en lugar de combatir sus dictados junto a ellas. Cayetana, con su habitual complicidad, les coge la mano y las hace hablar, y ocurre algo prodigioso: se agarran al hilo de la memoria y disfrutan recordando, porque el pasado les abrillanta la mirada.
La hijidad es más cómoda que la maternidad. Lo explica Nuria Labari en su libro La mejor madre del mundo (Random House), que va ya por la tercera edición. La maternidad es colonizadora. Enseguida toma territorio, o mejor dicho, lo okupa, capaz de transformar por completo la identidad de una mujer. Madres trabajadoras, se nos llama aún, y, en cambio, nunca se ha hablado de padres trabajadores. “Ellos mantienen su identidad intacta, sólo añaden una nueva categoría. A nosotras nos cambian –o nos deben cambiar– todas las prioridades. Ese es nuestro deber ser”, razona Labari. Es urgente la resignificación simbólica del espacio doméstico, porque considerar que el espacio público –político y socioeconómico– es el único que importa devalúa nuestra intimidad. Y nos envilece como hijos que únicamente somos capaces de hacer la cena para nuestra madre por obligación, y no por amor.
Leer más
profile avatar
22 de mayo de 2019
Blogs de autor

Vaya cambio

En sólo uno, este país se ha saltado cinco siglos. Aunque no en todo
 

El hermano de don Pío, Ricardo Baroja, pertenecía al Cuerpo de Archiveros. A comienzos del siglo XX se presentó a oposiciones para servir en algún archivo de museo provincial, pero tuvo la mala suerte de que todos estaban "ocupados por recomendados de los que mangoneaban en el Ministerio" y fue destinado al archivo de Hacienda de Teruel. El viaje de Madrid a Teruel que cuenta en su desaparecido libro Gente del 98 es épico. Hasta Cuenca había ferrocarril. Allí toma la diligencia de Cañete, donde coincide con un maderero que lleva su mismo destino. Había que apearse en Salvacañete y luego atravesar la sierra a pie o en mula para llegar a Albarracín. Y de allí a Teruel. El viaje, ya de por sí gótico, se le complicó al pobre Baroja por culpa del maderero y sus trajines sexuales. El caso es que, para cruzar la sierra, Baroja hubo de alquilar una mula y un guía. El guía cae borracho en plena sierra y queda el viajero perdido, de noche, en la oscura nada. Montó la mula y siguió desesperado hasta que horas más tarde unas luces le orientaron y llegó a la posada de Narro, en Albarracín.

Podría haber seguido viaje a Teruel, pero, desfallecido, conoce en la posada a un acuarelista inglés cuyo nombre Baroja dice ser José Stratford Gibson y la historia de este tipo extravagante ocupa la segunda mitad del relato. Es todo tan absurdo que parece una novela de su hermano, pero resulta que figura, en Internet, un Joseph Stafford Gibson, acuarelista irlandés que, por la edad, fortuna y otros detalles, coincide con el personaje. Así que es muy posible que cuanto narra Baroja sobre su infernal viaje para ocupar la plaza de archivero en la Hacienda de Teruel sea enteramente verídico. En sólo uno, este país se ha saltado cinco siglos. Aunque no en todo.

Leer más
profile avatar
21 de mayo de 2019
Blogs de autor

Sentado junto al fuego…

"Y de ser un filósofo, aunque sentado en la lancha ballenera, 
su alma no experimentaría ni un ápice más 
de terror que el que viviría sentado junto al fuego nocturno hogareño, 
teniendo a mano un atizador en lugar de un arpón".
(Melville, Moby Dick, capítulo LX).
"...acaso hallemos muchas otras cosas de las que no podamos razonablemente dudar (...) como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego"
(Descartes, Meditaciones de Prima Filosofía).
 

En el Discurso del Método (arranque de la segunda parte) René Descartes nos dice que, hallándose en Alemania, tras asistir a la coronación del emperador, la inclemencia del invierno le hace renunciar a reintegrarse al ejército en el que se había enrolado, permaneciendo al refugio en una casa:

"(...) felizmente libre de pasiones que enturbiaran mi espíritu, permanecí todo el día encerrado en mi habitación que una estufa caldeaba, pudiendo así entregarme sin restricción a mis pensamientos".

Descartes nos habla al respecto de un estado de ensoñación, que se reveló fértil hasta el extremo de marcar su destino filosófico. No será el último sueño que cabrá asociar a la obra del pensador. Un segundo sueño (evocado en el "Discurso del Método" y con mayor amplitud en las "Meditaciones De Prima Filosofía" obra a la que pertenecen las referencias que siguen) es el centro neurálgico de la subversión que el cartesianismo supone en la historia del pensamiento. Sueño meramente hipotético, mera conjetura de que quizás está uno soñando (que transcurre esta vez en los Países Bajos) que sirve a alimentar la duda sistemática, uno de los pilares del método cartesiano. El punto de arranque, bien clásico, es esa sospecha sobre la veracidad de la percepción sensorial que ya tanto embargaba a los griegos:

Es indudable que en determinados momentos los sentidos nos confunden. A veces el asunto no es grave, pues los sentidos mismos corrigen su desviación: el paisaje parece moverse; la gran casa parece una pequeña cabaña. Basta detener el vehículo en el que viajamos, o descender al valle en el que se encuentra la casa para que la ilusión desaparezca. Los sentidos mismos parecen así encargarse de corregir las deformaciones aparentes de los objetos percibidos, pero es más: la ciencia, a la que cabe suponer origen sensorial (aunque vaya sin duda más allá del mismo), vendrá a demostrar que esa deformación está regida por una rigurosa ley, de tal forma que lo inquietante sería ver a un niño montado por vez primera vez en un tren no asegurar que la estación está moviéndose. El discurrir humano no sólo va más allá de las apariencias sino que muestra la necesidad de las mismas. Descartes tiene obviamente en mente tal corrección del error. Y sin embargo ello no es suficiente para detener el proceso de inmersión en la duda. Pongo en su contexto las líneas de las Meditaciones que encabezaban esta columna:

"Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos muchas otras de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como por ejemplo que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas a por el estilo". Papel que vuelvo a depositar para coger el atizador que me permite avivar el fuego, cabría decir. Y entonces: "¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los vapores de la bilis que aseguran constantemente ser reyes, siendo muy pobres, investidos de oro y púrpura estando en realidad desnudos ,o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio. Mas los tales son locos y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo".

La hipótesis de la locura no será formalmente tomada en cuenta. ¿No hay pues razón para poner en duda mi percepción de que estoy ahora meditando ante el fuego?:
"Con todo debo considerar que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas y a veces cosas menos verosímiles que esos insensatos [los locos del párrafo anterior] cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar por la noche que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! (...) y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi nadie puede persuadirme de que no estoy durmiendo".

Si ahora estuviera soñando, mi percepción de las llamas sería falsa, aunque a ellas me acercara hasta quemarme; falsa sería asimismo esta quemadura y falso, por consiguiente, el dolor físico experimentado; en suma: si ahora estuviera soñando, la percepción que tengo de mi cuerpo y de mi entorno constituiría una ilusión. Ahora bien, aunque improbable, no puedo excluir totalmente la hipótesis de que estoy soñando, por consiguiente (según el método que Descartes se prescribe -no dar por sentado cosa alguna de la que haya la mínima razón para dudar) "pensemos que acaso ni nuestras manos, ni todo nuestro cuerpo, son tal como los vemos".

Llegados a este punto de la reflexión cartesiana, ha de quedar claro que lo perdido no es sólo el derecho a afirmar la verdad de tal percepción determinada, sino la verdad de toda percepción, de la percepción como tal. Sea cual sea la percepción que tengo del entorno y de mi mismo, siempre cabe aventurar la hipótesis de que es una circunstancia soñada, y por consiguiente excluirla del campo de la verdad, delimitada por el exigente criterio cartesiano, a saber, una verdad apodíctica, una verdad respecto a la cual es imposible dudar.

La meditación pasa entonces por considerar como verdad sólo aquello que sería indiferente a la variable soñando-despierto, criterio al que la matemática parece responder. Mas en este momento se introduce la hipótesis radical, la de un dios engañador suficientemente poderoso como para hacer que (en un plano sin curvatura) los tres ángulos de un triángulo dejen de medir dos rectos, o simplemente que la suma de cuatro más tres deje de ser siete. El hecho de que tal hipótesis de una potencia engañadora, por improbable que sea, no pueda ser descartada a priori hace que ni siquiera a los contenidos de la matemática quepa atribuir certeza apodíctica.
No puedo hacer aquí otra cosa que remitir al lector a la lectura de las Meditaciones y a los primeros capítulos del Discurso del Método, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante manera de hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, mas quizás de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo:

"Que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida". Se consuma así ese destino que parecía ya el de Descartes cuando era estudiante en el colegio de los jesuitas en Anjou: "Desde mis años infantiles he amado el estudio. Desde que me persuadieron de que estudiando se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de lo que es útil a la vida, el estudio fue mi ocupación favorita. Pero tan pronto como terminé de aprender lo necesario para ser considerado una persona docta, cambié enteramente de opinión porque eran tantos los errores y las dudas que a cada momento me asaltaban que me parecía que instruyéndome no habría conseguido más que descubrir mi profunda ignorancia". 

La tentativa de Descartes por seguir hurgando en los aspectos del mundo y del pensamiento que son susceptibles de ser puestos en entredicho, constituye uno de los momentos cumbres de la historia de la filosofía...Pero aquí dejo el hilo argumental, el contenido de la meditación para considerar la situación misma de quien así medita. 

Con serenidad de espíritu, ante el fuego, Descartes inicia una reflexión, que le conduce a dudar de que efectivamente su situación sea la que percibe: se encuentra en esa Holanda que designa como "pueblo laborioso y tranquilo", en una casa confortable, templado su cuerpo por la acción del fuego (no por esos sorprendentes cambios de temperatura que experimenta las personas que deliran), teniendo al alcance de su mano un atizador para remover las brasas y un papel en el que poder fijar su reflexión. "Me da más miedo el interior de mi cabeza que el exterior", oí decir a una muchacha amiga. ¿Y si efectivamente todo fuera un sueño? La sola hipótesis aterroriza, quizás efectivamente más que si se tuviera la certeza de un objetivo peligro, al que cabría eventualmente enfrentarse con eficacia asimismo objetiva, es decir, aplicando la voluntad, la inteligencia adaptativa y hasta la astucia, facultades inútiles cuando se trata del sueño. La voluntad, la conciencia, la capacidad de soslayar o huir, tan operativas en la vida ordinaria, son aquí variables sin peso.

Junto a su arpón, los tripulantes de las lanchas balleneras del Pequod, temen el comportamiento anómalo e imprevisible tanto de Moby Dick como del gigantesco cefalópodo, asimismo blanco, que a un momento dado, tomaron por la ballena. Pero saben sin embargo (o al menos lo sabe uno de ellos- el segundo de a bordo Starbuck) que se trata de seres naturales; todo lo singulares que se quiera pero seres naturales... Dudando de que, lo que a su lado reposa sobre el reborde de la chimenea sea efectivamente un atizador de brasas, Descartes se ve amenazado no ya por lo imprevisto sino por lo esencialmente imprevisible, lo que no es seguro que entre en las cuentas de ninguna mente portentosamente calculadora. Si la ensoñación del filósofo Descartes le desplazara a estar sentado junto a Achab en una de las lanchas balleneras del Pequod "su alma no experimentaría ni un ápice más de terror que el que viviría sentado junto al fuego nocturno hogareño, teniendo a mano un atizador en lugar de un arpón".

Leer más
profile avatar
21 de mayo de 2019
Blogs de autor

Fragilidad masculina

Siempre hubo hombres coquetos que iban a comprarse la crema hidratante con más reparo que si fueran al sex shop, hasta que daban con una vendedora que les lavaba la culpa con sus labios de tiramisú y les proveía de otros placeres instantáneos. Cuánta delicadeza empleaba para enseñarles a aplicar el contorno de ojos mediante suaves golpecitos en la sien. “Así, con ligeros toques”, les ilustraban aquellas diosas iniciáticas en el arte de la cosmética masculina, aunque ellos debían servirse de la oferta para mujeres, pues la suya, aparte del after shave, no existía. “Ayer fui al Cortes Inglés y me llevé tres mariconcreams”, le oí contar una vez a un periodista de fama a otro, a pesar de que aquel chistecillo oscureciera su acto, o ¿no era una forma de exculparse y a la vez festejar su nueva filia? La industria cosmética bascula entre dos polos antagónicos: es tan conservadora como astuta. Hace casi veinte años, Jean-Paul Gaultier intentó poner de moda los lápices de khol para hombres, corrigiendo la renuncia a la coquetería del nuevo constructo de hombre. Se adelantó demasiado en el tiempo.
Éxito, vigor, dureza, determinación, escasa emotividad, capacidad de proveer, autoridad… todo eso incluía el catálogo de lo que debía ser un hombre del siglo XX, lo que causaba gran angustia a muchos de ellos. Los más conscientes buscaron la manera de conciliar el rol con su verdadera identidad aflojando en rigidez, pero la gran mayoría se instaló en lo que los anglosajones denominan fragilidad masculina. El psicoterapeuta Roger Horrocks la define así: “Es una paradoja: la masculinidad patriarcal rompe al hombre, formado y a la vez destruido por su propio poder”. En verdad tembloroso, pues se siente cuestionado a cada instante y ve a las mujeres como el enemigo que pronto acabará por usurparle su lugar preeminente.
Los hombres frágiles son aquellos que se preocupan de aclarar que no son gais –y ni siquiera afeminados– aunque nadie se lo haya preguntado; airean a los cuatro vientos su pasión por las mujeres, también sin que venga a cuento, y urden tramas de sexismo conspirativo contra los varones. Además, albergan una auténtica aprensión hacia el colectivo LGTB, les espanta el color rosa y en caso de utilizar cosmética recurrirán a marcas que apelan a hombres como ellos, de una pieza, cazadores épicos, mientras que juzgarán con falsa perplejidad, propia de quienes no pueden mover sus columnas mentales, a aquellos que se maquillan.
Gaultier fue un visionario: la cosmética que supera el género hoy crece entre los gurús del lujo, sin olvidar el furor coreano, una cultura pionera en estética en que los muchachos invierten más en cuidarse que en cualquier otro lugar del mundo. Se les llama khonminam, combinación de las palabras flor y hombre bello, sin connotaciones femeninas, sin temor a que su virilidad sea examinada por un tribunal de mujeres, las mismas que en este Occidente frágil siguen soñando, muy a su pesar, con los marlboro man.
Leer más
profile avatar
20 de mayo de 2019
Blogs de autor

Cuerpos del cineasta

En su hermoso arranque, 'Dolor y gloria' muestra dos superficies de agua que anuncian el carácter binario de esta película que trata del pasado y del presente, de un pueblo rupestre y una urbe moderna, de los paraísos artificiales y la elemental verdad de lo natural, del ansia de placer y del ocaso de los deseos. Salvador Mallo (un contenido aunque doliente Antonio Banderas) está sumergido en una piscina privada, sin disfrutar de sus aguas: la cámara recorre la cicatriz que cruza su pecho de enfermo inmóvil. Es el Salvador actual, el artista célebre y en crisis, pero la imagen -con una libertad de relato que Almodóvar se permite en esta película con gran ingenio creador, sin explicaciones, audaz en sus elipsis- pasa de inmediato a unas lavanderas bulliciosas en el riachuelo de un campo, cuatro matronas jóvenes, una de ellas (la radiante Penélope Cruz) madre de un chiquillo travieso y agitado que las observa lavar y tender, el Salvador primordial. Este dispositivo del contrapposto marca con elegancia el transcurso de un film centrado no solo en los ‘dos Salvadores' sino en sus mundos propios y opuestos, no por ello reñidos; al contrario, son convergentes y complementarios, y uno de los grandes logros de 'Dolor y gloria' (título también dual, conviene recordarlo) es la alternancia de tiempos y puntos de vista, en la que se funden el autobiógrafo y el narrador externo, el observador y la figura observada al otro lado del espejo.
 

Como biógrafo de sí mismo, el cineasta introduce un elemento abstracto o numérico que las dos veces que he visto ‘Dolor y gloria' me ha sorprendido y cautivado por igual. Me refiero al cuadro sinóptico de las enfermedades del protagonista, explícitas a modo de corto de dibujos animados dentro de una película tan descarnadamente figurativa. Y Juan Gatti ha hecho uno de sus mejores inventos infográficos para desglosar sin truculencia, con imaginación, el núcleo de las dolencias que aquejan a Salvador Mallo en la historia y a Pedro Almodóvar en la vida real, sabidas estas últimas por las propias declaraciones del director manchego, algunas anteriores a las publicadas en la prensa antes de este último estreno. "Me he utilizado", ha confesado Pedro en una de ellas.

Se trata de una clave privada que, en realidad, nada aporta al espectador medio o ingenuo, a mi juicio el más idóneo para toda obra de ficción. Pues qué le importa a ese público virgen saber, por ejemplo, que los preciosos óleos de color subido que decoran el apartamento de Salvador Mallo son las mismas pinturas de Sigfrido Martín Begué y Guillermo Pérez Villalta que Almodóvar compró y sigue teniendo en su casa de Madrid, o el hecho de que los bodegones fotográficos con trampantojos que se ven más de una vez al lado de esos cuadros sean obras recientes (y expuestas en galerías de arte conocidas) del autor de ‘Átame'. Muy poco, creo yo. Y algo más pertinente pero igualmente secundario para valorar la calidad y la esencia de ‘Dolor y gloria': el argumento del film se nutre de experiencias vividas, algunas más aireadas que otras, en ciertos rodajes anteriores en los que la relación personal del cineasta con algunos de sus actores, sobre todo masculinos, entró en conflicto y provocó disensiones. Ahora bien, la historia del cine se compone no sólo de los textos fílmicos sino de su trama oculta preparatoria, desde el momento en que, al contrario de lo que les sucede a los novelistas con sus incorpóreos personajes de papel, la carne del actor y la actriz, sus costumbres, sus tics, sus vicios, pueden desbordar a lo largo de las semanas de filmación el horizonte de expectativas del director que los ha elegido para cada papel, desvirtuándolo y haciendo que sus cuerpos reales choquen con el ideal del guión escrito.

Pero dicha traición, caso de haberla, ¿acaso llega al espectador? Sobre este asunto apasionante, clave en las artes representativas (el cine, el teatro, los conciertos en vivo) se detiene ‘Dolor y gloria', pues el modo en que el actor Alberto Crespo (Axier Etxeandia) interpretó en un momento dado de la colaboración entre ambos el papel protagonista de ‘Sabor', la película escrita y dirigida por Salvador Mallo, provocó el distanciamiento entre ambos amigos y cómplices, tema implícito o suceso ocurrido, divulgado por indiscreción periodística o voluntad de una de las partes, en las al menos cuatro películas de Pedro Almodóvar protagonizadas por directores de cine o hacedores de la ficción (‘La ley del deseo', ‘La mala educación', ‘Los abrazos rotos', ‘La piel que habito'). Sin embargo, y pasara lo que pasara en esas circunstancias reales, lo crucial es el realce que adquiere en esta última obra almodovariana el desdoblamiento de los cuerpos. De alguna forma que roza la mística, la carne lacerada y enferma del Salvador Mallo adulto parece cargar con la feliz culpa de aquellos seres que todo director utiliza en sus personificaciones fílmicas, hasta que se libera de ella en el elocuente plano final meta-cinematográfico de ‘Dolor y gloria', una glosa tal vez de la definición de genio dada por Baudelaire: "la infancia recobrada a voluntad". La inocencia y la infancia destacan en ese precioso plano-secuencia de cierre, tan ligado a los primeros deseos. Pocas veces en mi vida de espectador me ha conmovido tanto el modo de plasmar el nacimiento del deseo como aprendizaje de un saber que va más allá del goce sexual: una mano infantil entrelazada a una mano adolescente guía y enseña a escribir, a nombrar, a dibujar el amor, a amar. Y el deseo como fiebre súbita en otra de las grandes escenas del film, la del desnudo del albañil analfabeto. La salud que rezuma la parte digamos arqueológica del film, cuando nacen los primeros impulsos de apertura al mundo del conocimiento y las pasiones, queda templada por el pesimismo de las experiencias fallidas, ejemplificadas aquí en el monólogo de ‘La adicción' escrito por Salvador y encarnado en una sala alternativa de barrio por Alberto; dos adictos a los que une la pena sufrida y la gloria buscada.

De la libertad de composición de ‘Dolor y gloria' hay que decir algo más, para huir de la simplificación que podría llevar a pensar que las escenas pueblerinas de la madre joven, el niño Salvador, la abuela beata y el apuesto albañil dibujante son, o bien episodios de sueños producidos por los opiáceos que Salvador Mallo empieza a tomar tras su reencuentro con Alberto Crespo, o meros flashbacks, siendo a mi juicio todo lo contrario de ambas cosas. El mecanismo narrativo de Almodóvar alcanza su brillo metafórico y su grandeza formal con la inesperada incursión de la madre anciana de Salvador, un regalo aparentemente caprichoso de guionista que el director, con la contribución fundamental de Julieta Serrano, aprovecha en cada memorable minuto de sus apariciones. Por un lado intriga saber que esa anciana díscola y sabia es la misma madre a la que daba pura naturaleza emocional Penélope Cruz. La madre/Julieta no quiere entrar en la autoficción, un estupendo gag marca de la casa: quiere volver al pueblo a morir y ser amortajada según la tradición popular. Más que un fantasma justiciero, la madre/Julieta es una presencia benigna que flota en la película incluso cuando no sale, y es significativo que madre e hijo se reencuentren, muy lejos de la cueva y de la ciudad, en el terreno neutro y aséptico del hospital, allí donde la memoria fluye sin continuidad ni censura, como los amores que causan más dolor y mayor huella dejan.

Leer más
profile avatar
17 de mayo de 2019
Blogs de autor

Belleza, recuerdos, destino, amigos, pozos, deseos

"La belleza es un modo de ser de la verdad", decía Heidegger. Y se podría añadir: "La verdad es un modo de ser de la belleza."

En su libro "I Remember", Brainard dice: "Me acuerdo de haberme desprendido, en dos ocasiones, de todo lo que poseía". Sorprendente, el desprendimiento absoluto es una forma de liberación a la que casi nadie se atreve.

Decía Schopenhauer que "la gente suele llamar destino a sus propias tonterías". Evidentemente, y negarlo sería una tontería.

"Los salones mienten, las tumbas son sinceras" decía Heine, olvidando que también las tumbas mienten, a veces clamorosamente. Desde antiguo se sabe; grandes sepulcros para grandes infames.

"Desde el fondo de un pozo el cielo se ve muy pequeño", decía Yu Han. Una evidencia muy esclarecedora que nos invita a añadir: no caigamos en pozos que achican el cielo tanto como agrandan el infierno. -Las Abismales-

 

"De no ser Alejandro, quisiera ser Diógenes", decía Alejandro Magno. Lo que equivale a pensar: de no ser rey, me gustaría ser un filósofo mendigo y cínico. La lógica de la contradicción es siempre la más esclarecedora, ¿o no?

Un hombre se mide por sus enemigos”, decía José Martí. ¿Y por los amigos no? Juraría que nuestra medida y nuestra valía las definen más las personas que queremos y nos quieren. Recordemos el dicho popular: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.

"Dime lo que crees ser y te diré lo que no eres", decía Jean Le Rond, en consonancia con el refrán que acabamos de citar. Cierto, y para eso basta con dejar al otro que despliegue el relato de su vida. Las mentiras se sucederán a velocidades de pesadilla.

Leer más
profile avatar
17 de mayo de 2019
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.