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Stille Nacht

No sé qué es peor, si el silencio pío y culposo de los nórdicos, o la bulla de los españoles.
 

Esta noche es Nochebuena y mañana, Navidad, de modo que olvidemos de momento la sólida maceta de cactus que nos va a caer sobre el occipucio este próximo año. Aguantaremos. ¿En silencio o aullando?

Hoy debiera ser noche de paz y silencio, según rezan las canciones de los países luteranos. En el nuestro, por el contrario, en Nochebuena se le pide a la prójima eso de "saca la bota, María, que me voy a emborrachar". Ni en Navidad tiene nuestro país paz y silencio, aunque sí enjambres de borrachos gritando su desesperación goyesca. No sé qué es peor, si el silencio pío y culposo de los nórdicos, o la bulla de los españoles.

En tiempos de Franco, las injusticias eran brutales, la represión, asfixiante, las leyes, criminales, pero nadie atendía en verdad a los discursos oficiales, nadie participaba de las palabras del Régimen a menos que estuviera sometido a un sueldo. El aspecto de las autoridades, cubiertas por pesados gabanes grises y sombreros con horma de hierro, un equipaje similar al de la plaza Roja de Moscú, no interesaba más que a una parte de la población emparentada con los cabecillas. Así que el silencio de los fantasmas, vasallos del dictador, envolvía y congelaba como estatuas de hielo a las autoridades. En cambio, en los barrios obreros la borrachera era un alivio ante el hastío de una fiesta sin más horizonte que el muro ciego de policías y obispos.

En tiempos de Franco lo peor, sin embargo, no eran las leyes o la represión; lo peor era la estulticia que sudaba la vida cotidiana como un gas venenoso, la intolerable sandez de cuanto tenía relación con la vida nacional, oficial e institucional. Es posible que nos vayamos acercando a aquel tedio nacionalista, de modo que puede usted elegir por sí mismo: silencio o curda.

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24 de diciembre de 2019
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Confesiones de un coleccionista

Leyendo la agraciada novela Los errantes de la escritora polaca Olga Tokarczuk, ganadora del premio Nobel de Literatura de 2018, he recordado que los museos empezaron siendo llamados gabinetes de curiosidades durante el Renacimiento, que fue cuando nacieron. Se mostraban al público las rarezas y veleidades que la propia naturaleza ofrecía, traídas de lugares remotos cuando los viajes eran una exploración de lo desconocido y no la rutina previsible en que se han convertido ahora.
 

Esos gabinetes son el antecedente directo de los museos de historia natural, y luego vinieron las colecciones de arte de los potentados, que al desbordar los espacios privados fueron a dar a las galerías y pinacotecas como hoy las conocemos, instituciones públicas que congregan a millones de visitantes, muchos de ellos organizados en pelotones, ahora sobre todo de turistas chinos, bajo el comando de un guía que los conduce enarbolando una banderita, digamos en el Louvre, para situarlos en masa frente a la Mona Lisa.

Aparte de la aberración de los zoológicos humanos, que son parte de esta historia, el ser coleccionista se halla en el fondo inextricable de nuestra naturaleza, algo que nace de lo profundo del deseo de la posesión de lo que otra manera nunca volveríamos a ver; del amor a la rareza, y de la curiosidad por lo extraño, de lo que nos atrae y que consideramos esencial en nuestra vida, aunque sea superfluo. Una vez leí sobre alguien que coleccionaba botellines de agua que ha ido recogiendo por el mundo, de todos los países y marcas posibles, y los exhibe en su casa con orgullo, ordenados en estantes y vitrinas.

Yo, por mi parte, sin intención ni plan previo alguno, empecé a formar mi colección de llaves electrónicas de hoteles, sólo porque las olvidaba en los bolsillos. Luego, ya poseído por el demonio de los coleccionistas, me las fui guardando intencionalmente. Ahora son centenares de tarjetas de diversos logos y colores, y hasta tengo una de las antes, con una pesada chapa oval de metal, que pertenece al maravilloso hotel El Convento del viejo San Juan de Puerto Rico.

Es algo más inocente, aunque no deje de ser una forma de cleptomanía, y menos llamativo que coleccionar cabezas humanas reducidas por los jíbaros de la Amazonía, o terneros de dos cabezas embalsamados, o sirenas, como hacía en su Museo de los Seres Increíbles en Coney Island, a finales del siglo diecinueve, el empresario de variedades Phineas Taylor Barnum.

Allí podía admirarse la momia de una sirena capturada por un barco ballenero, en realidad una vaca marina, la única en salvarse del cuchillo del cocinero de abordo gracias a ser la más vieja de toda la manada, y a la que, según proclamaba mister Barnum a voz en cuello, el contramaestre del barco había tomado luego por esposa para vivir una vida matrimonial feliz, hasta que llegó la muerte a separarlos y ella pasó a ser disecada y colocada, para solaz de los visitantes, en lo alto de un peñasco marino de cartón piedra.

En el Museo de los Seres Increíbles se mostraban no sólo momias, sino también especímenes vivos y saludables, como el diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto, y reputado como el hombre más pequeño del mundo, recibido en audiencia en su día por la reina Victoria Isabel de España, y luego de su boda en 1863 con Lavinia Warren, una enana de su misma estatura a la que doblaba en años, por el presidente Lincoln en la Casa Blanca.

Así mismo, los siameses Chang y Eng, provenientes de la corte del rey de Siam, casados luego en Carolina del Norte con dos hermanas, y que llegaron a procrear con sus respectivas esposas doce hijos el primero, y diez el segundo, sin lugar a dudas en la misma cama; y estaba también Joice Het, la esclava de 160 años de edad que había sido niñera de George Washington, lo mismo que media docena de bellezas circasianas llevadas al mercado de esclavos de Constantinopla como consecuencia de la conquista del Cáucaso por Rusia.

Los zoológicos humanos no fueron sólo asunto de empresarios de circo. Formaban parte de la política de estado. En 1914 el propio rey Haakon VII inauguró en Oslo un museo humano donde nativos de Senegal exhibían sus modos de vida diaria en cabañas abiertas, para que los visitantes, que fueron millón y medio, pudieran observar sus costumbres.

Estos zoológicos humanos pretendían demostrar que aquella vida primitiva debía ser redimida por la civilización europea, no importaba que los exhibidos hubieran sido secuestrados, como ocurrió con los indígenas de la Tierra del Fuego llevados a París al Jardín de Aclimatación en 1881; o que acabaran muriéndose, como ocurrió en Bruselas con familias enteras llevadas desde el Congo, enterradas en una fosa común.

Si les parece, volvemos mejor a la afición por las llaves de hoteles, que de alguna manera abren puertas infinitas.

 

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24 de diciembre de 2019
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De la O

Hay muchos negociados en la memoria histórica, y el más esencial es el que más molesta a una de las dos Españas, inclinada a reescribir con sentido torcido el inolvidable verso del Gimferrer joven: "si pierdo la memoria, qué pureza". Recordar nunca es del todo puro, porque al caudal del pasado se le acumulan el lodo del dolor y los desgastes del tiempo. Aun así se impone hacerlo, por sanidad y justicia: enterrar dignamente a los muertos, desposeer de honras a los deshonrosos, darle al césar civil lo que se apropió la iglesia con trapicheos. Son los grandes deberes democráticos, algunos llevados a cabo y otros no. Junto a ellos está la letra pequeña de las vidas personales.

La historia con ribetes de vodevil de María de la O Lejárraga ya se sabía: una mujer dotada e inteligente que le escribe las obras triunfales, sin firmarlas ella, al marido infiel Gregorio Martínez Sierra, en una especie de versión amorosa de la "servidumbre voluntaria" tratada por La Boétie, el amigo de Montaigne. La negra de Martínez sería en este caso un buen título de sainete antiguo (también les hizo arreglos, entre otros, a los Álvarez Quintero), aunque la trayectoria de María como escritora de obra propia, feminista, socialista y traductora en su largo exilio tiene perfiles trágicos. Esa figura tan sugestiva la ha plasmado con riqueza documental Vanessa Montfort en Firmado Lejárraga, texto de buen teatro que puede disfrutarse en Madrid hasta el 22 de diciembre con acertada dirección de Miguel Lamata y el gran trabajo de cinco actores que encarnan a María y su círculo masculino de famosos: Juan Ramón, Turina, Falla, y Lorca, de quien hay una evocación graciosa y emocionante. No todas las preguntas se responden sobre el escenario. Pero al espectador le queda mucho más que una firma: la restitución del fantasma que tenía un nombre, y no solo un hombre.

 

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18 de diciembre de 2019
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Vuelven los bíbaros

Se extraña Eugenio Fernández Sánchez en su artículo "El castor en España: especie autóctona ibérica”, publicado a raíz de la reintroducción en 2002 del gran roedor en los límites de La Rioja con Navarra, de que la población peninsular, relativamente abundante hasta el siglo V y que quizá se mantuviera en enclaves favorables hasta entrado el XIX, no haya dejado huella toponímica, aunque la cita quijotesca en el episodio del yelmo de Mambrino pudiera llevar a creer que los castores fueran comunes coetáneos de Miguel de Cervantes. La explicación quizá radique en que los castores, perseguidos hasta su exterminio por su carne, por su piel y, en especial, por el castóreo, sustancia olorosa apreciada en farmacia y perfumería, no eran conocidos por el paisanaje a través del culto ‘castor' sino por los castizos ‘befre’ y 'bíbaro', y por ahí hemos de buscar la huella toponímica, donde existieran ecosistemas idóneos para la especie, en el Duero y en el Ebro. Esta primavera prometo hablar con los viejos pastores castellanos y aragoneses, a ver si surge, de esas privilegiadas memorias, algún microtopónimo revelador.   

 

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17 de diciembre de 2019
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Retrasados

El derrumbe de Corbyn ha sido, hasta ahora, lo más sugestivo del insoportable Brexit.
 

Ha caído como un gato muerto y sin rebote. No se veía un fracaso semejante desde antes de la Segunda Guerra Mundial.

El desatino de Corbyn ha sido creer que un país donde aún quedan restos de una excelente enseñanza universitaria y en el que la población puede ver por televisión reportajes muy bien documentados sobre el desastre de los Estados comunistas, iba a tragar con su programa de paleosocialismo reaccionario disfrazado al modo progresista. Un programa, para entendernos, de los que tienen éxito en Argentina, en Grecia o en España.

El socialismo ve cada día más difícil explicar lo que esa palabra significa una vez desaparecido el proletariado. Puede venderlo mezclado con sentimientos nacionalistas, con sueños feministas, transexuales, climáticos o sindicalistas, pero ese cóctel es tóxico, como se vio en Grecia. Los verdaderamente desesperados no tienen por qué asumir normas elitistas y paternalistas de un estamento político cuyos sueldos multiplican por 10 el salario mínimo. Los auténticamente airados saltan a la calle a incendiar y destruir, una actividad impune que aplauden desde sus sillones los millonarios independentistas.

Esa es la paradoja de nuestros socialistas: pactan con un par de sociedades ricas (las más ricas, exactamente) que detestan y desprecian a las comunidades pobres a las que quieren hundir. Así, por ejemplo, ese millonario catalán encargado de la defensa del pueblo (¡!), que acusa a los "españoles" de arruinar la sanidad catalana. Este tipo dice ser de izquierdas. Ni un solo socialista ha osado contestar a este racista. En Cataluña no hay lucha de clases, solo de identidades.

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17 de diciembre de 2019
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Nellie Campobello. Cartucho, ed. de Josebe Martinez

Vine a Bilbao para llevarme Cartucho, Relatos de la lucha en el Norte de México (Madrid, Cátedra, 2019) un clásico de la etnografia fantástica de la Revolución mexicana, que cada dia combate mejor, con un coro heroico y popular, y una suma de escritores forenses de vidas de asombro. Para despedir el año literario nada mejor que esta espléndida edición, debida a la diligencia critica de Josebe Martinez, profesora de la Universidad del Pais Vasco, mexicanista de puntual y placentera erudición.  

Cartucho, Relatos de la lucha en el Norte de Mexico, se publicó en 1931, y aunque la vida de su autora, entre la danza y el periodismo, es de por si novelesca, dada su belleza y talento, su tránsito legendario entre los lideres revolucionarios y los constructores del estado, entre intelectuales y artistas, no sólo es pintoresca, sino un modelo de agencia femenina, capaz de confirmar su papel histórico de hija emblemática y libre en una revolución predominantemente masculina. Margo Glantz, Doris Meyer, Mary Louise Pratt, Vicky Unruh, y Kristine Vanden Berghe, han estudiado la diversa articulacion de la condición femenina en su obra. Habia ella contribuido con su saga de mujer revolucionaria al reescribir su vida como otra instancia fabulosa de su obra.

En su pulcra y justa edición, Josebe Martinez no se propone reivindicar la proteica persona o personaje, sino establecer, documentalmente, la interacción de su vida y la historia que le tocó representar en sus recopilaciones orales de gentes y batallas, bajo lo cual late una épica a punto de exceder la historia con su voluntad de hacer y rehacer el testimonio que da forma al protagonismo del testigo.

Esa impronta hiperbólica de la mujer en la historia mexicana situa a la Campobello no en el paisaje fantasmatico de Rulfo sino en la épica de las testigo protagonicas. También Helena Poniatowska ha contado la saga de las victimas de la violencia policial como la de de otra catastrofe sismica. Ya la gran Rosario Castellanos habia repartido sus tierras entre sus peones, mientras que Margo Glantz logró, por fin, naufragar. Frida Khalo, no sin ironia, firmó su propia muerte.

A esa estirpe pertenece Nellie Campobello, quien gracias a ésta documentada edición, nos devuelve, entre cartuchos y cartucheras, a un mundo que la mujer disputa a la muerte.

 

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17 de diciembre de 2019
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La verdad

Cuando escribió De Profundis, Wilde ya no tenía nada que perder, como ya no tenía nada que perder Fitzgerald cuando escribió The Crack-Up. No se arrojaron a un abismo, se arrojaron sencillamente a la verdad. Y en algún sentido llegaron a esa línea boreal a partir de la cual cesa la obra. Qué vértigo y qué valor. Por eso hemos de agradecer textos tan verdaderos, hechos de estremecedora razón, de conciencia y de dolor, y que justamente por eso se sitúan más allá de la literatura, y desde luego más allá, mucho más allá, del sentimiento de aflicción que parecen transmitir.

 

 

No hablan de una patología, hablan de la materia real que constituyó sus vidas.

Solo pretendían decir la verdad, y en ese momento de sus existencia llegaron a la conclusión de que la verdad, además de ser un asunto colectivo, es un asunto personal, que halla en la individualidad su fundamento material.

No nos programan para decir la verdad. Desde el primer sollozo de la cuna estamos programados para mentir. Evadir ese destino es una heroicidad.

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16 de diciembre de 2019
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Chile despertó, es momento de que despierte el periodismo

Por mucho tiempo, los medios tradicionales del país no cumplieron su deber de buscar la verdad sin sesgos. Pero las protestas sociales los han obligado a mejorar su cobertura y recuperar una confianza en el periodismo que parecía perdida.

 

* *

Desde que estalló la revuelta popular en Chile en octubre, las paredes de las ciudades del país se llenaron de mensajes contra los poderosos: al inicio, la furia se centraba en el presidente, Sebastián Piñera, y su entonces ministro del Interior, Andrés Chadwick. Después, la ira de las paredes fue contra la policía y las fuerzas armadas, contra los bancos y la Iglesia católica.

A medida que la protesta popular crecía, surgió un nuevo culpable: los medios de comunicación. “Apaga la tele”, “Periodismo traidor”, “Medios cómplices”, “La prensa miente”.

En las carreras de periodismo de la capital de Chile, los profesores nos pasábamos las fotos de estos grafitis y carteles con una mezcla de deleite y preocupación. Por fin, los televidentes y lectores de diarios se daban cuenta de lo que los académicos veíamos hacía tiempo: los medios no estaban reflejando las verdaderas preocupaciones, los miedos y las aspiraciones frustradas de dos generaciones de chilenos. Chile se enriquecía; la clase media se endeudaba; la baja, se empobrecía, y los medios se desentendían.

Por mucho tiempo, los medios tradicionales no cumplieron su deber primordial de buscar la verdad sin sesgos. Pero las manifestaciones, que han sacado a millones de chilenos a las calles a exigir más igualdad, los están obligando a mejorar su cobertura para recuperar una confianza en el periodismo que parecía perdida. Si, como gritan las paredes y las pancartas, “Chile despertó”, todo indica que los medios también han despertado.

 

 

Este despertar mediático, sin embargo, no basta. Hay un nuevo Chile que los medios tradicionales deben comprometerse a incorporar. Es hora de hacerlo.

Las encuestas de opinión de los últimos años reflejaban una ineludible merma en la credibilidad de periódicos y televisoras. Al preguntar en octubre por las fuentes de mayor credibilidad para los chilenos, el Termómetro Social del Núcleo Milenio en Desarrollo Social y la Universidad de Chile encontraron que la mayoría otorga un puntaje máximo de 7 sobre 7 a los amigos y familiares y un 6 a las redes sociales y la radio. Los diarios apenas obtuvieron un 4,2 y la televisión, un 3,6.

En la segunda semana de protestas, cuando más de un millón de manifestantes llenó la Plaza Italia (rebautizada como Plaza de la Dignidad), los centros de estudiantes de periodismo de buena parte de las universidades de Chile sacaron un comunicado revelador: denunciaban “la mediatización de la televisión abierta (Canal 13, TVN, Mega y Chilevisión) en su rol de criminalizar la protesta, recurriendo a la censura, priorizando fuentes gubernamentales y tergiversando información al mostrar solo la violencia en las calles, pero no las violaciones a los derechos humanos cometidas por fuerzas especiales de carabineros y militares”.

Los medios tradicionales del país parecían haber declarado la misma guerra sin cuartel a los manifestantes que anunció el presidente Piñera en su primer mensaje televisado, cuando dijo que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”.

Las críticas arreciaban e incluso en la calle. Al ser entrevistados sobre las protestas, muchos respondían que era necesario hacer cambios o cuestionaban la desmesurada represión policial.

Organizaciones internacionales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado la violencia estatal contra las manifestaciones y medios internacionales y algunos sitios digitales de periodismo independiente —como Interferencia, El Desconcierto o el Centro de Investigación Periodística (CIPER)—, reportearon la represión policial que culminó en más de 300 manifestantes que sufrieron heridas visuales y más de veinte muertos. Solo así, los medios tradicionales empezaron a ponerse a tono con lo que se estaba viviendo en la calle.

Pero hubo consecuencias. Uno de los primeros canales de televisión en contar la otra cara de la crisis fue CNN Chile. Y lo pagó caro: dos importantes anunciantes nacionales (Agrosúper y Juan Sutil) les quitaron su patrocinio. Este caso reveló uno de los grandes problemas de nuestro ecosistema mediático: los medios están más pensados para los anunciantes que para el público.

Los medios se encontraron en una encrucijada. ¿Por qué camino optar? ¿Las demandas genuinas de la mayoría de la población o la sobrevivencia publicitaria?

A finales de noviembre, la cobertura informativa local mejoró: comenzaron a incluir sistemáticamente las voces de las víctimas, de los médicos y abogados que los asisten y de organizaciones de derechos humanos, que presentaron reportes muy críticos con el gobierno chileno y el uso excesivo de la fuerza estatal. La voz de los no escuchados comenzó a aparecer junto a las fuentes usuales y ya se ven a los medios nacionales en los cabildos y en las marchas.

En los carteles y pintadas de las últimas manifestaciones ya no aparecen tantas críticas a los medios. Al verse representados, los manifestantes parecen haber recuperado algo de confianza en cómo “su” periodismo está contando la realidad.

Hay mucho que mejorar aún. En la discusión por las causas de la protesta y sobre todo en el debate por la nueva constitución que gran parte de la población ha reclamado, los medios tradicionales todavía se atrincheran en las fuentes de costumbre: políticos, académicos y opinadores profesionales, que en su mayoría son hombres blancos y mayores: los tertulianos de siempre que ni previeron ni alertaron del desastre que propició este estallido social.

En un reciente artículo en CIPER, la experta en periodismo político Ximena Orchard revela que las voces habituales en la prensa hegemónica, no han variado desde el retorno de la democracia, en la década de los noventa.

El periodismo y sus medios más grandes e influyentes se quedaron en el pasado. Este es un nuevo Chile y han surgido voces más diversas y complejas. En cada barrio, en muchos colegios y universidades, en el campo y en la ciudad se están formando cabildos para discutir las políticas nacionales en pacíficos y acalorados debates. Las mujeres de la cultura, los artistas, los indígenas y los pensionados están uniendo sus reclamos al repertorio del descontento en el país “más estable de América Latina”.

Aún así, al periodismo chileno le espera mucho trabajo y muchos cambios si quiere estar a la altura de una sociedad que busca escapar del sopor y la rutina del pasado. Los medios tradicionales y los nuevos también deben ser faros: indagar en las causas profundas de la revuelta y transformar sus hallazgos en explicaciones para la comprensión y la acción informada.

 

(Artículo publicado en The New York Times el jueves 12 de diciembre de 2019)

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12 de diciembre de 2019
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El máximo

Todo es pasmoso en la exposición de Goya que se exhibe en el
Museo del Prado
 

Yo creí que conocía los dibujos de Goya hasta que los he visto en su original y en tropel, como finos alanos persiguiendo a la liebre del arte. Pues no. Uno tiende a creer que la reproducción de un dibujo, gracias a la perfección de la técnica, da una idea casi exacta del mismo. Mil veces no. La delicadeza de la línea, la ligereza del trazo, la exactitud de la mancha hay que verlas en vivo para entender su grandeza. ¿Cuántas figuras habrá en esta soberbia exposición del Museo del Prado? ¿Cuántos rostros, cuántos cuerpos? ¿Mil? Y todos, hasta el más banal, está dibujado con un amor celoso, sin minuciosidad (ese defecto del arte nórdico), sin empalago (defecto francés), sin frialdad (los italianos), cercano a un entendimiento lúcido de la comedia humana (a la manera inglesa), pero con el penetrante ingenio de un Cervantes visual.

Todo en esta exposición es pasmoso. A mí me han llamado la atención dos detalles. Uno, la seguridad y el equilibrio de los cuerpos, incluso en las posturas más extremas: la habilidad de Goya para dar reposo a los cuerpos, sin un suelo que los sustente, es milagrosa, velazqueña. Hay estampas terribles, de la guerra, de los caprichos, en las que da cuenta de escenas atroces, pero incluso en ellas oímos una música serena.

Y lo segundo que me ha fascinado es el conjunto, muy abundante, de escenas con mujeres. Hay una notable cantidad de figuras femeninas a cuál más bella y triunfante. Son tan finas, tan aéreas, tan sutiles, tan elegantes estas imágenes que uno llega al convencimiento de que no son mujeres, sino muchachas, incluso aquellas claramente sesentonas. Goya les regala una juventud eterna y la gracia perdurable. ¡Sin un ápice de agresividad sexual! Porque las admira. Es deslumbrante. Es el máximo.

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10 de diciembre de 2019
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Fuerza y fragilidad de los grandes filósofos

Refiriéndose a la disposición de espíritu de Fausto, Gerard de Nerval (traductor de la obra al francés) escribe que, tras mantener la tensión del espíritu durante largo tiempo, "la fría realidad" le hizo reencontrar su "mundo de polvo", no sólo la conciencia de la dificultad de avanzar en el conocimiento, sino quizás también la pérdida de pasión por mantener la apuesta. Y el gran y desafortunado poeta que fue Nerval añade:

"Este anhelo de la ciencia y de la inmortalidad, Fausto lo poseyó en alto grado, elevándolo a menudo a la altura de un dios, o de la idea que del mismo nos hacemos, y sin embargo todo en él es natural y previsible; pues si tiene toda la fuerza de la humanidad, posee también toda su fragilidad".

Compartiendo accidentalmente mesa y conversación en una hostería italiana, al decir que yo era profesor de filosofía uno de los comensales respondió socarrón con la siguiente boutade, relativa a la idea que él tenía de lo que es un filósofo: "Llueve dice el uno; sí...llueve, ratifica mecánicamente un segundo; llueve...paciencia, dice el tercer amigo con grave y resignada entonación". Así pues mi ocasional contertulio compartía la imagen del filósofo como aquel que se complace en buscar (¡y encontrar!) significación oculta hasta en los hechos o circunstancias más triviales.

Entre las representaciones populares de la filosofía cuenta asimismo la que ve en ella un método de consolación frente a la adversidad. Es frecuente asimismo la representación del filósofo como conducido por su propia lucidez a una visión negra de la condición y destino de los humanos. Hay sin duda algo de esto último en varios de los grandes, desde Montaigne hasta el Schopenhauer que veía en la acción humana una estéril lucha por superar su esencial carencia, pasando por Voltaire, indignado ante el hipotético Hacedor al tener noticia del terremoto de Lisboa.

Pero existe también la imagen de la filosofía como radical optimismo. Emblema de la misma es la figura de Leibniz, afirmador del mundo que es el nuestro como el mejor de los posibles, visión contra la que, como veremos, se alza explícitamente Voltaire: Candide ou l' optimisme es en efecto el título completo de su Candide, dónde se presenta la teoría de Leibniz a través de un personaje que se declara partidario de la misma, llamado caricaturescamente Pangloss, todo lengua, políglota si se quiere, aunque también lenguaraz.

Pero Leibniz no es el único. El gran Descartes, además de haber tenido una vida cosmopolita, galante y aventurera (en lo cual ya de por sí puede verse un indicio de disposición afirmativa) es un radical optimista, al menos en el plano epistemológico: convencido no sólo de la unidad en sí de la razón, sino de que tal unidad puede ser alcanzada por el esfuerzo humano, logrando que ello se traduzca en un saber que se situaría en la intersección de todas las disciplinas científicas y filosóficas, sin olvidar las artísticas, como la música. Me atrevo a decir que la figura misma de Descartes permite apostar por la imagen de un humano que explora, se enfrenta, ama y conoce... eventualmente en esa "serenidad de un plácido retiro" a la que se refiere en el Discurso del Método.

Se atribuye al pensador y hombre político Antonio Gramsci la frase según la cual convendría aliar "el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad". Defensor a ultranza del peso de una voluntad afirmativa lo fue Nietzsche, y ello pese a la tremenda prueba que, de hecho, la vida supuso para él, sobre todo en los años de sombra, cuando la degradación física se aunó al dolor anímico por su deslizamiento hacia el umbral de la locura.

Sin embargo, ni el pesimismo de los unos ni el optimismo de los otros es una ingenua disposición a priori. En todos los casos se trata del optimismo que sabe del mal y el dolor (incluso por abrigarlos), y del pesimismo que siente la profunda emoción que supone el menor triunfo ante el reto tremendo del pensar; emoción ante el mero hecho de que resulte efectivamente una idea que antes no se daba, plasmada en una secuencia de conceptos hasta entonces nunca articulados. Todos los grandes de la filosofía son emblema de esta disposición mantenida a lo largo de unas vidas en las que conocieron la ingratitud, el dogmatismo ignorante, la persecución y, en suma, la injusticia. La filosofía, ¿ciencia "de los hombres libres" (según la caracterización aristotélica)? Raras veces fueron empíricamente libres los grandes de la filosofía, pues cuando lo permitía la sociedad, por lo aparentemente privilegiado de alguna circunstancia, no lo permitía la necesidad natural. Pero sí tuvieron en común el alzarse contra las trabas que dificultan la más genuina de las aspiraciones humanas. Y esta actitud además de acarrearles persecución (fruto en ocasiones de la rivalidad narcisista o de la envidia) les hizo víctimas de la incomprensión.

Obviamente el filósofo como persona concreta marcada por imperativos personales, ideológicos, patrióticos etcétera, participa de la evasión colectiva, pero no lo hace en tanto filósofo. La filosofía es algo más que un esfuerzo en el conocimiento, es un esfuerzo en la matriz misma del conocimiento; es proyecto de inmersión en aquello a través de lo cual la mayoría de las vivencias humanas encuentra soporte. Pero obviamente no habrá fuerza para esta lucha sin un principio afirmativo, sin sentir que algo en esa fragilidad que supone ser un animal que habla es simplemente admirable, y que pese a la impostura que marca a fuego el mundo cotidiano, el cuerpo de tan raro animal encierra una potencialidad de hacer emerger formas, pensamientos y palabras; potencialidad sin duda endeble y pasajera, pero renovada en el mismo renovarse de las generaciones.

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10 de diciembre de 2019
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