Vicente Molina Foix
Somos muchos en recordar cómo empezó aquel día, y lo que cada uno hizo a continuación o tenía previsto llevar a cabo, según la parte del mundo adonde nos llegase la noticia de lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001. Nadie que lo viera en tiempo real aquel día ha olvidado el impacto del segundo avión, las torres humeantes, las mujeres y hombres lanzándose al vacío para no abrasarse; el dolor de la muerte repentina de 3000 personas contenido en las pocas horas de una suave mañana americana.
La sensación de espanto fue superior así, aquel día, a la que sentimos en la primera fase de expansión de algo ajeno y todavía sin definir; algo que podía matar pero con ribetes exóticos y pintorescos: un mercadillo oriental, unos animalitos con rara cara de buenos, el extraño nombre que pronto se le dio al mal, entre lo novelesco (el virus corona, ni más ni menos) y lo aeroespacial (la Covid-19).
El atentado del 11/9 inició un dispositivo terrorista que afectó a España pronto y se extendió sin cesar por muchos países, con distintos programas de venganza religiosa. Desde el comienzo, aquella y esta tragedia actual han tenido similitudes: el conteo variable de sus víctimas, los relatos falsos nacidos del interés político o el provecho económico. Pero hay entre ambas una diferencia capital, la que contrapone la plaga fortuita a la deliberada matanza con "garantía de significado", como la llama Roberto Calasso escribiendo sobre el yihadismo en su libro La actualidad innombrable.
No será fácil que haya un día preciso ni una sola imagen, en nuestro recuerdo futuro de supervivientes, para señalar el fin de esta pandemia. Su insignificante casualidad, su inconsciencia carente de odio, no alivia la hecatombe pero le quita la voluntad de hacer daño. La bacteria no sigue doctrinas. De ahí la esperanza de que el bien de la ciencia la neutralice. Su final será nuestro principio.