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El arte de invocar la memoria, de Esther López Barceló

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Frente al salvajismo la memoria

 

Ya nos alerta su autora en la justa introducción -apenas cinco páginas en tamaño cuartilla- de la polisemia de la palabra memoria: su uso en el libro responde mayoritariamente al modo benjaminiano, es decir, que funciona como el grito de la resistencia, la palabra de los perdedores, la voz de las minorías aplastadas en un conflicto del pasado. En este delicadísimo (y utilizo precisamente el superlativo por todas las ampollas levantadas, las ya reventadas, y las que siguen formándose a día de hoy, llenitas de agua y tejido lesionado) y aún fiero ensayo, Esther López Barceló se dirige a su público como una arqueóloga de la palabra, respetando sus pesos, sus artistas y redondeces, quitándoles la tierra y el polvo de los años con la caricia de un pincel; perfectamente documentada y sin dejar que la rigurosidad le coma el terreno a la poesía, su voz se cuela entre datos, fechas, notas al pie y testimonios: su impotencia, su deseo, su esperanza, su rabia y su experiencia. Para ella, como para Ernaux, la memoria es la ausencia.

Barceló estructura el cuerpo narrativo en seis capítulos como seis formas distintas de hacer, ensamblar, reconstruir y blindar el recuerdo colectivo: a través de sus experiencias exhumando fosas como voluntaria e intercalando su propia investigación realiza un análisis que, aunque lleno de subjetividad -¿como podría hacerse de otra forma?- es esclarecedor y desgarrador en sus certezas, pruebas y registros. Los muros carcelarios como testigos, grabados con las voces de los presos, con esos epitafios de urgencia, funcionan de la misma manera en la que funcionan los objetos de los que ya no están. Barceló nos habla de las posesiones materiales de las difuntas como si éstas fueran capaces de transformar su propia materialidad: pasan de ser ‘cosas’ a ser ‘cuerpos’; “su observación, a menudo, invoca en el espectador la memoria de una forma vívida, tanto para quienes conocieron al difunto, como para quienes nunca antes oyeron hablar de él’(...) ese objeto no sólo evoca la memoria de un ser extinto, si no que es también capaz de invocar la de otros".

En la modernidad, a parte de las antiguas pertenencias de los muertos -¡las vajillas!¡los libros!¡las trenzas!- contamos con otros artilugios para el debido reencuentro con quien nos falta: pudiendo  ser tanto obra de arte como basura - y paradójicamente saturando la memoria de nuestros teléfonos y tabletas- algunos dispositivos efectivos en la conservación viva de las ausencias son, efectivamente, la fotografía y el video. Sin embargo, se diferencian sustancialmente en la puesta en marcha y el consiguiente desarrollo del mecanismo rememorador: en una fotografía, aún sin poder cambiar lo que ves, la interpretación es múltiple y abierta. Mucho más libre, pero también de una intensidad más concentrada, menos diluida; dice Ryoko Sekiguchi en su reciente ensayo La voz sombra: "Sucede que mucho tiempo después de que alguien haya muerto, nos impacta su mirada captada en una fotografía. Es el presente que surge durante un instante". Al igual que ocurre con las miradas congeladas en papel o pantalla, las palabras grabadas en la piedra o la madera, la pulsión autobiográfica del graffiti -que responde a un acto visceral y común ante la privación de libertad y la certeza de que ese espacio es el final del camino-, actúan como máquinas del tiempo, mecanismos para traer la historia al presente. A mi aún me paraliza un escalofrío al recordar la sensación de recorrer con mis dedos las marcas grabadas en las paredes del vagón de un tren del Deutsches Techknikmuseum al que entré durante unos segundos: palabras y nombres escritos con arañazos, astillas de queratina, testigos mudos de la barbarie.

Barceló nos recuerda, afilada, cómo funciona la retórica de los vencedores y los vencidos: la gloria de las exhumaciones traducidas a beatificaciones, canonizaciones, nombres en calles y esculturas, o la ley de Amnistía del 77 frente a la desprotección institucional de muchas familias hasta el año 2007. Cita leyes, números, bibliografía y casos reales de comunidades con las que trabajó codo con codo en las exhumaciones. El hecho de recolectar huesos sin agencia, arrebatados, negados ante la posibilidad de recibir una sepultura digna se configura como un acto de amor, como una puesta en práctica de los cuidados y como un proceso comunitario necesario para la restauración de la dignidad humana.
Como estamos viendo ahora con el desastre climatológico, político y humano acontecido en Valencia, el colectivismo se revela parte fundamental del sentimiento de pertenencia, tan contagioso y unificador, indispensable en la recuperación de la historia y en la lucha contra la ocultación, el engaño, el populismo y la impunidad: textualmente, "Cuando el pasado altera la realidad, la memoria se escribe en presente de indicativo."

Comparto con Esther el deseo de tocar la muerte con las manos y la creencia en el imperativo de registrar los recuerdos para, de este modo, convertirlos en lo que llamamos memoria; por eso soy artista. Ya sea en forma de diario, de álbum, de collage, pintura, escultura, performance, dibujo o bordado, el arte trabaja al igual que funcionan las tarjetas SD: códigos cifrados que preservan documentación a veces intangible, reservada su traducción a ciertas mentes o ciertos artefactos. Barceló nos presenta la obra de cinco moldeadoras de la posmemoria, cediéndoles la palabra y el espacio, reivindicando su corpus como otra de las múltiples formas de dramatización y recreación conmemorativas.

(Curiosamente, al igual que para la artista María Rosa Aránega, el dibujo y el lápiz son mi práctica y mi medio favorito; como estudiante de Bellas Artes sentí la presión sorda que el arte con mayúsculas ejercía sobre las dibujantes, siempre pequeñas, menores. Resulta que el lápiz resiste mejor las inclemencias del tiempo que la tinta: en los campos de concentración se escribía todo en lápiz sobre papel).

Para esta arqueóloga/antropóloga, el arte de invocar la memoria consiste en volver a casa, regresar a un tiempo. En sus propias palabras: "Yo lo hago cuando escucho a Franco Battiato buscar el centro de gravedad permanente (...) Y se me llenan de agua los ojos cerrados al sentir la voz de mi padre cantar en un italiano macarrónico por encima de la de Battiato."

Esther, desde mi retorno al hogar primigenio y escuchando el tono desafinado de mi padre, también ausente, dando berridos en un italiano aún más macarrónico si cabe y desbordada por el agua, te saludo de vuelta.

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10 de noviembre de 2024
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Confucio (1)

Mientras en China transcurría la vida de Confucio y sus discípulos, en la India florecía el pensamiento budista y en Grecia se estaba desplegando el pensamiento de los filósofos presocráticos. Fue un período de grandes pensadores que parece extenderse de un lado a otro de ese continente único y continuo que solemos dividir artificialmente en dos: Europa y Asia.

Conforman la primera expresión de lo que se podría llamar pensamiento laico, y son los fundadores de un saber no sacralizado que se podía y se debía transmitir: por ejemplo a través de la enseñanza. Por eso los filósofos tanto chinos como griegos de aquel momento solían fundar escuelas. Platón tuvo su academia a las afueras de Atenas, donde presumiblemente se enseñaba, además de geometría, política, retórica, buenas costumbres, y Confucio (Kong Kiu) también tuvo su escuela, tras haber pasado varios años primero trabajando como administrador de un silo y más tarde como administrador agrario.

Nacido en el 551 a. de J.C. y muerto en el 479, se dice que fue un niño serio y pacífico y que a los diecisiete años tenía una gran reputación entre sus amigos. He comprobado que esa reputación no la ha perdido entre los más próximos, ya que en Qufu, su ciudad natal, todos se consideran descendientes de Confucio y son muchos los que se apellidan Kong.

Estuve en Qufu en 1997. Se trataba de una ciudad de provincias pequeña si se la comparaba con otras: una ciudad que se podía abarcar, de una gran viveza y bastante hospitalaria. Por la noche, cuando casi todos salían a cenar en los chiringuitos callejeros, se creaba una atmósfera tan agradable que a uno le daban ganas de quedarse siempre allí. Uno de los lugares más interesantes de Qufu es su cementerio. Como allí todos se consideran descendientes de Confucio, el cementerio es en realidad el frondoso y húmedo y vasto camposanto de la milenaria familia Kong o familia de Confucio.

Nada más entrar, después de cruzar una larga avenida de cipreses tan viejos que perecen milenarios, se experimenta una mareante sensación de eternidad. La interminable sucesión de losas escritas, algunas de hace siglos, otras recientes, de flores muertas, de fragancias de incienso, de árboles de copas verdinegras, de pájaros, de sombras, de fantasmas, te libera por unos instantes del sentido de realidad y entras a formar parte de un sueño: el de la rueda del deseo girando incesantemente y generando vida y muerte al mismo tiempo a lo largo de cientos de generaciones: por un instante de una densidad irrepetible, formas parte de la familia Kong.

No sé cuanto tiempo estuve recorriendo el cementerio de la familia Kong. Me dejaba llevar por las emociones, por el canto de los pájaros, por la fisonomía de los árboles, por la blancura o la negrura de las tumbas. Me dejaba llevar por el pasado.

Al atardecer dejé atrás el jardín de los muertos y estuve recorriendo la residencia de la familia de Confucio, donde habían vivido los descendientes directos del pensador. El último de ellos, poderoso terrateniente, había muerto en 1919 dejando a una de sus concubinas embarazada. Tuvo un hijo varón pero fue envenenado y la familia directa de Confucio desapareció para siempre tras haber llegado a la generación setenta y siete. Pero queda su casa, reedificada en el siglo XVI y de seis mil habitaciones. Casi una ciudad llena de luces y sombras: un laberinto en el que perderse con facilidad y en el que debieron ocurrir muchos hechos confesables y muchos inconfesables.

Dormí en un hotel que se hallaba justamente en el flaco occidental de la residencia, circunstancia que me hacía creer que me hallaba en una de las alcobas de la casa de la familia Kong, en la que perfectamente se habían podido perder los pasos del último descendiente del maestro.

Esa noche, antes de dormirme, empecé a leer a Confucio de otra manera, como si estuviese más cerca de mí, en aquella grieta del tiempo llamada Qufu.

De pronto, los primeros aforismos de las analectas (en la traducción de Ezra Pound con matizaciones mías) me sonaban de otra forma, con más ritmo, más sentido y más intensidad:

1. Él dijo: ¿No es agradable estudiar y poner más tarde en práctica lo aprendido?

2. ¿No es una delicia que lleguen amigos de lugares lejanos?

3. Le dejaba imperturbable que los hombres lo ignoraran, lo cual indica también qué grande era su educación.”

Tres aforismos que comunican tres pensamientos y tres consejos: Dedícate al estudio con placer, y con placer pon en práctica lo que sabes, regocíjate de ver de vez en cuando a los amigos (sobre todo si vienen de lejos y pueden hablarte del ancho mundo), y demuestra tu formación permaneciendo imperturbable ante la falta de reconocimiento de los demás. Como en tiempos de Confucio la plebe era una clase poco reconocida, estaba indicando también que no lamentases tu plebeyez porque un plebeyo bien formado tenía poco que envidiar a un príncipe. Por eso llegó a decir: “Los hombres son todos semejantes por naturaleza, sólo difieren en los hábitos que contraen.” Pensamiento que chocaba contra los principios diferenciales que imponía la aristocracia de su época.

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10 de noviembre de 2024

Tusquets Editores (2011)

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Lecturas

Este jueves, 7 de noviembre, he asistido, invitado por la Biblioteca Pública Municipal de la localidad oscense de Ansó, a la sesión otoñal de su club de lectura, dedicada, en esta ocasión, a mi novela Familias como la mía (Tusquets, 2011). La sesión ha transcurrido en un espacio físico confortable y cuidado y, tanto la responsable de la biblioteca como la responsable del club de lectura, así como los participantes del mismo, me han acogido con singular atención y cariño.

Familias como la mía parece ser un clásico en los clubes de lectura, ya que esta ha sido la séptima vez que disfruta del privilegio de ser obra elegida para su análisis y discusión contando con mi presencia; además, sin mi presencia, ha protagonizado otras cinco sesiones. O sea que se trata de una novela, una hagiografía señalan algunos teóricos, que, a priori, resulta de interés para las personas aficionadas a leer lo que se llama literatura.

Sin embargo, por la experiencia adquirida en la región aragonesa en las seis sesiones anteriores, sabía que el juicio iba a ser severo y que pocos, a veces ninguno, de los participantes iban a otorgar un veredicto favorable al libro. Es un riesgo asumido y que siempre queda amortiguado al ejercer, a la salida, ya en la calle o, mejor, ya en mi domicilio, una autorreflexión sustentada fundamentalmente en un argumento: la diferencia de perfil entre los miembros de los clubes de lectura y los lectores que tradicionalmente se me adjudican, es decir jóvenes universitarios de sexo masculino habitantes de las grandes ciudades.

Este jueves, en Ansó, la crítica adversa, generalizada pero no absoluta, se movió en un campo habitual, apuntó a la no linealidad del relato y a la inclusión de textos (insertos) poco o nada relacionados, según los lectores, con el principal de la obra.

No tuve que esperar a que acabara el acto, en su transcurso fui articulando una primera defensa de mi sistema de escritura. Estaba claro que sólo es posible establecer un diálogo entre autor y lector si este último ha leído el libro, obviedad de Perogrullo pero que resulta obligado resaltar dada la tendencia, entre lectores adversos, y que lo son a las pocas páginas o diría que a las pocos párrafos, de irse desinflando, aunque hayan iniciado la singladura imbuidos de ciertos ánimos, hasta convertirse en lectores parciales, cuando no en no lectores del libro en cuestión. Luego, en casa, como segunda defensa, rebuscando en el volumen El nivel alcanzado (Debate, 2021), el recopilatorio de Ignacio Echevarría que recoge sus artículos sobre libros y autores extranjeros, localicé el texto “Faulkner y la dificultad” que comienza diciendo que ‘La dificultad de Faulkner, la borrosa seducción de su prosa, fueron recibidas con irritación por algunos de sus contemporáneos’, para luego poner en boca de Sartre, que la técnica novelesca de Faulkner debiera haber sido la de Proust pero que se lo impiden su condición de ‘hombre perdido’ y el no ser heredero de una tradición tan educada y señoreada. Echevarría, para cerrar el artículo, cita la conocida anécdota en la que alguien pregunta a Faulkner qué aconseja a las personas que después de dos o tres lecturas de sus obras siguen sin entenderlas, y cuya respuesta no es otra que recomendarles que las lean una cuarta vez.

No soy Faulkner todavía y, en cualquier caso, por mi educación proustiana, soy incapaz de responder así a mis frustrados lectores, pero reconozco que en la escritura, como en la música y en las artes plásticas, aún permanecemos anclados en el pasado, quiero decir que, por ejemplo, ante un cuadro no figurativo es fácil ver a alguien agachado o retorciendo el cuello para intentar descubrir a la Virgen montada en un borriquillo o un delicioso atardecer en el parque de El Buen Retiro.

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10 de noviembre de 2024
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“…Siendo tierra”

El humano es un animal que llega a cuestionar la polaridad biológica que ha permitido el relevo de las generaciones. La simple constatación de este hecho es una muestra inequívoca de la singularidad de ese raro animal que los humanos constituimos, “animal enfermo, (das kranke Ter)” al decir de Nietzsche, pero en todo caso animal que, por su condición de ser de lenguaje, no es reductible al determinismo meramente natural. Sin embargo, irreductibilidad no quiere decir ausencia de peso.

Pues el hombre se haya “desterrado en la tierra” (en las palabras de Octavio Paz, aquí ya citadas) precisamente “siendo tierra”, es decir hallándose inextricablemente anclado en el universo descrito por la biología y aún por la zoología. Esta polaridad es incluso la esencia de lo trágico de la condición humana. El animal humano no se explica en términos estrictamente biológicos  y ni siquiera se haya exhaustivamente subordinado a las leyes de la física (pues las ideas que pueblan su pensamiento y marcan su actitud ante el mundo tienen aun teniendo soporte en el cerebro, no son en sí mismas cosas físicas, pues carecen de cantidad de movimiento) y en consecuencia su sexualidad es irreductible a cualquier tipo de polaridad meramente biológica, pero ello no significa que este aspecto no sea una variable de peso, variable ciertamente contra la cual en ocasiones su dignidad se alza.

Por ello, separada de la reflexión científico-filosófica y erigida a priori en postulado, la idea de la identidad de género como mero constructo social,   puede llegar a constituir una denegación de la dimensión natural y erigirse en construcción meramente ideológica, en el sentido peyorativo que, en los textos de Marx, se otorga en ocasiones al término “ideología”.

Lo más curioso es que, a veces, esta abstracción de lo biológico en el caso de la distinción sexual de los humanos es generalmente algo en lo que incurren ciertos defensores. a ultranza de la homologación de la especie humana con otras especies animales.  Por un lado, se cita a Simone de Beauvoir y se rechaza la idea reaccionaria de la mujer como garantía del ciclo de las generaciones, pero  a la vez  se hace abstracción de que esa singularidad de la mujer entre los animales hembra se debe a su condición lingüística y se  considera que la capacidad de sufrir de un ser meramente dotado de facultades sensoriales es equivalente a la capacidad de sufrir del ser al que el lenguaje hace consciente, por ejemplo, de la significación simbólica de la tortura.

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7 de noviembre de 2024

Joan Miró y Henri Matisse en el café Les Deus Magots, París, 1936. Pierre Matisse, Sotheby's

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Los matices de Miró

 

El título es y no es un juego de palabras con el nombre de Matisse. Por una parte, exponer juntas obras de dos de los grandes maestros del color del siglo XX descubre matices insospechados de ambos artistas. Pertenecen a generaciones y estéticas distintas, aunque no dejaron de mirarse uno al otro. Es ese reto de estímulos mutuos con los que los creadores, sean músicos, cineastas, escritores o pintores, suelen reconocerse o desafiarse entre sí. Cuando en la Segunda Guerra Mundial los hijos de Matisse echaron en cara a su padre que pintara flores y odaliscas entre tanta tragedia, este pidió que Miró hiciera de árbitro.

El artista catalán nunca dejó de buscar la trascendencia de su arte, ir más allá de la pintura y tocar la fibra humana del presente y del futuro. Por eso hay en sus obras deseo, dolor, belleza, soledad, violencia o muerte. Por eso introdujo la poesía es decir, la música, es decir el tiempo. Y aunque no fuera músico como lo fueron Klee y Kandinsky, al enterarse de que el compositor Pierre Boulez coloreaba sus partituras, le pidió que le dejara ver los manuscritos. El color tiene sus símbolos y también su música.

Por otra parte, Barcelona realza los matices de Miró, al situarlo en el contexto internacional de los creadores que revolucionaron el arte del sigo XX. Con el ciclo de exposiciones Picasso-Miró y ahora Miró-Matisse los programadores culturales parecen haber perdido ese mareo pendular que oscilaba entre el vanidoso ultralocalismo a la acomplejada mirada foránea.

Queda una gran exposición pendiente y que aún nadie ha tratado con la profundidad que su importancia merece, una exposición que saque a la luz los vínculos del arte románico y gótico no sólo con el primer Miró, sino también con el de los trípticos y sus viajes a Japón. Sería un proyecto colosal que, me consta, interesa tanto a Pepe Serra del MNAC como a Marko Daniel de la Fundació Miró y que daría un realce extraordinaria a la recuperación de Montjuïc.

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4 de noviembre de 2024

'Cuál es tu tormento' de Sigrid Nunez (Anagrama)

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Por qué nos atormentamos los domingos por la tarde

 

El domingo es un día bicéfalo que arranca con una promesa de libertad entre las sábanas. Al despertar, nos sentimos ricos en horas, desprovistos del malhumor que concita la urgencia. Un aire atlético se apropia de nuestro ánimo, y todavía en la cama fantaseamos con todo lo que podríamos ser capaces de hacer. Aunque llueva, la luz lleva el tiempo dentro, al decir de Juan Ramón, y ponemos música, idealizamos el desayuno, damos un paseo junto a terrazas con vermús y berberechos, entramos en algún templo, también valen los museos o los auditorios. Es difícil que nos arrebaten la placidez que en nuestra infancia se le asignó a los domingos por la mañana, dignos de estrenar zapatos, comer arroz con marisco o celebrar aniversarios. Incluso las noticias se comentan con mayor optimismo, como las retiradas de los deportistas, que invocan esa admiración nostálgica del saber irse.

Pero cuando la tarde se escancia, la jornada va mutando su piel dorada y todo parece que termina antes de haberse iniciado. Un blues cae en las habitaciones iluminadas del mundo, no importa dónde estés porque todos los domingos por la tarde se parecen, en Soria o Ca­daqués, Luxemburgo o Chicago. Aunque estemos acompañados, pro­bablemente nos sintamos solos dejando campar a sus anchas al interpretador que llevamos dentro y que nos hace sentir incompletos sin saber muy bien qué responder a la pregunta de Simone Weil que titula el libro de Sigrid Nunez: Cuál es tu tormento .

El tedio irá sustituyendo los deseos, y repetiremos con desgana: “me da igual”, haciéndonos un ovillo y perdonando la tontuna de perder la fe en el futuro. Sin duda es una clase de inapetencia que puede ser reparada con una copa de vino o incluso una clase de yoga somático. Entonces la noche del domingo recobrará su brillo, todas las habitaciones del mundo se parecerán a Nueva York y sonará una elegante música de saxo que nos conducirá a saborear los restos de un día que nace cargado de razón y optimismo, sin embargo al atardecer se des­hilacha logrando hacernos sentir miserables.

Cuando sale la luna, el domingo vuelve a tomar impulso liberándonos de cualquier tormento. Para eso ya están los lunes.

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29 de octubre de 2024

'Gritar, arder, sofocar las llamas' de Leslie Jamison (Anagrama, 2024)

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Leslie Jamison, una lúcida mirada al oficio y al arte de contar historias

 

Antes de lanzarse a escribir un ensayo, quien escribe se enfrenta a una decisión crucial: ¿cómo posicionarse en el texto? ¿Opta por camuflarse y se sitúa fuera de campo, creando así una ilusión de objetividad? ¿O asume una presencia explícita y se expone sin miramientos, convirtiendo su "yo" en un filtro indisimulado? ¿Y si escoge una estrategia intermedia, limitándose a dosificar sus apuntes personales? ¿Es necesario que el autor revele su conexión con el tema para ganar credibilidad al compartir su experiencia vital? En el cine policíaco vemos que la implicación personal del detective puede comprometer la investigación, por lo que se le suele apartar del caso.

En el ensayo, sin embargo, este criterio no es tan rígido. Tanto vale quedarse detrás de la barrera, para contar desde una distancia de seguridad, como aparecer en escena, siempre y cuando, como apunta Vivian Gornick en La situación y la historia (Sexto piso, 2023), el lector crea que el narrador es fidedigno (algo que no ocurre en la ficción). Al fin y al cabo, sigue diciendo Gornick, "la buena escritura se caracteriza por dos cosas: está viva sobre la página y el lector está convencido de que el autor se halla en plena travesía de descubrimiento".

La clave reside en ese movimiento hacia el descubrimiento, al margen de si el yo narrador es invisible o está, más o menos enfocado, dentro del plano. En la narrativa personal, además, el desafío es doble, ya que implica comprender no sólo el motivo de la narración, sino también la identidad del narrador.

En su segunda colección de ensayos después de El anzuelo del diablo (Anagrama, 2015), publicados mayoritariamente en revistas estadounidenses -Harper's, The Atlantic o The Atavist, con sus consiguientes procesos editoriales-, se explora precisamente la cuestión del posicionamiento del autor cuando investiga, entrevista, sale al encuentro o se propone a sí mismo como sujeto de estudio.

Distintos puntos de vista A través de catorce textos, agrupados en tres subapartados ("Anhelar", "Observar", "Habitar"), Leslie Jamison (Washington D.C., 1983) se acerca a experiencias personales con una intensidad creciente. Desde una solitaria ballena azul que canta a una frecuencia de 52 hercios, inaudita para los humanos, sobre la cual pone la lupa -o, mejor dicho, una red de hidrófonos para obtener patrones de sonido en el fondo marino-, así como sobre los devotos que proyectan en el cetáceo sus traumas personales de soledad, inadaptación, discapacidad y resiliencia, o los anhelos virtuales de los usuarios de Second Life (Las vidas que habitamos), hasta poner en relación la tradición de los cuentos infantiles y de las madrastras a raíz de convertirse ella en una (Hija de un fantasma), la evocación de rupturas amorosas a partir de la memoria de los objetos (El museo de los corazones rotos) o su primer embarazo y la transformación del cuerpo, en especial el aumento de peso, con los trastornos alimenticios sufridos en la juventud (De cuando todo se precipitó).

Tanto en los agrupados en "Anhelar" y en "Habitar", como en la performance de Marina Abramovic, la autora está presente de una forma u otra. El "movimiento hacia el descubrimiento" que menciona Gornick se manifiesta en estos ensayos de manera desigual: a veces elocuente e inspirado, otras anodino extenuante, ensimismado, reiterativo. A ratos, endeble en el esfuerzo argumentativo: por ejemplo, nos dice que una cosa es el enamoramiento y otra el matrimonio (que "no consiste en meses de fantasía, sino en años de limpiar la nevera"), que la fotografía es un artificio, que la vida no es nunca lo que uno proyecta ("Entregamos los guiones que hemos escrito para nosotros mismos y obtenemos a cambio nuestra vida real"), que "la familia consiste en seguir al pie del cañón", que somos (también) lo que anhelamos o que no podemos reprimir nuestra necesidad de "glorificar, inmortalizar, preservar".

Se puede entender esta inocencia y búsqueda del asombro en lo cotidiano ("me gusta descubrir la belleza allí donde otros veían fealdad"), en cualquier caso, como un antídoto contra el escepticismo que, en exceso, es paralizante. Esta es una postura que reconoce en la obra de una fotógrafa estadounidense que durante veinticinco años documenta a una familia mexicana del otro lado de la frontera (Máxima exposición), consiguiendo así evocar "la infinita capacidad de la vida cotidiana para albergar a la vez el tedio y el deslumbramiento, la monotonía y súbitos destellos de asombro".

Las dudas del oficio En la sección "Observar", reflexiona sobre el espacio del 'yo' y el "sentimiento de culpa" de escribir sobre otros ("el peso del testimonio sin la mácula del arte" de Sontag), a partir de un clásico de la crónica periodística como Algodoneros: Tres familias de arrendatario (Capitán Swing, 2014), el encargo inédito de Fortune a James Agee, o su versión expandida, la memorable Elogiemos ahora a hombres famosos (Seix Barral, 1993), con algunas incursiones en otro título ineludible, Cómo vive la otra mitad de Jacob Riis (Alba, 2004).

Al dejar de lado su propia biografía y centrarse en las dudas inherentes al oficio (¿cuánta verdad puedo abarcar de la realidad del otro? ¿De qué sirve escribir? ¿Cómo afronto los límites del lenguaje? ¿Cuánto modifica mi presencia aquello que estoy observando?), Jamison nos guía hacia un descubrimiento profundo y auténtico. De Agee, Jamison resalta su rechazo al realismo, sustituido por la confesión de "toda mediación, toda falsificación, todo artificio y subjetividad, el ineludible contagio de quien documenta los hechos". En esencia, todo periodismo parte de un "fracaso moral" y del "dilema de la impotencia". Por mucho que intente no hacer ruido, "el yo documental rara vez documenta sin hacer daño".

En la información promocional de Leslie Jamison se la nombra algo así como el relevo de Joan Didion o Susan Sontag. Aunque la comparación con estas escritoras tal vez sea exagerada, Jamison las tiene presentes, especialmente a Didion, quien reconoció en la introducción de Slouching Towards Bethlehem (1968): "Dado que no soy ni un ojo de cámara ni me gusta escribir sobre cosas que no me interesan, todo lo que escribo refleja, a veces de forma gratuita, cómo me siento. Los escritores siempre están traicionando a alguien".

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25 de octubre de 2024
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Mirada furtiva

La ruptura del vínculo generacional ha desviado a muchas personas de edad más o menos avanzada de la relación con hijos o nietos, de tal manera que un can es para ellas la única y efectiva compañía, tanto en sus domicilios como en sus cotidianos paseos. Pero desde luego esta imagen (a veces tierna, casi siempre punzante, y en todo caso sintomática de uno de los mayores casos de segregación que generan nuestras sociedades) nada tiene que ver con la de la pareja que pavonea a la vez su juventud y su sentimiento de "buen balance", acompañada de dos mascotas recién adornadas por el peluquero.

En ocasiones el contraste roza la impudicia. En los momentos álgidos de la pandemia, el diario La Vanguardia publicaba la imagen de una larga fila de personas recurriendo a los servicios de un comedor social, a cuyo lado una joven de saludable aspecto y ademán distendido paseaba sus dos caniches.

Pero quisiera poner de relieve los recovecos y ambigüedades de la persona protagonista de una tercera imagen. Primeras horas de un domingo barcelonés. Una muchacha provista de una especie de guante de plástico destinado a recoger los excrementos de su perro, mira furtivamente con la esperanza de que la ausencia de testigos le permita sustraerse a este deber. Desde luego, muestra de incivismo, pues si ha escogido la opción de convertir a un perro en mascota, entonces ha de asumir las incomodidades que ello comporta.  Pero quizás hay algo más.

Como ocurre con tantos comportamientos interiorizados y que uno cree brotar de su interior, la decisión de adoptar un can quizás no fue en su caso fruto de una elección, sino de una obediencia: obediencia a algo que homologa en el entorno social de los barrios de muchas ciudades europeas,   pero que choca con un saber inherente a la naturaleza humana, saber  que, en un nivel más o menos repudiado, no puede dejar de operar y que debilita el sentido de compromiso ciudadano en relación a la responsabilidad que  ha asumido al adoptar un perro.

Pues esa muchacha sabe en su fuero interno que el otorgar a un animal el sitio que debería estar reservado a un ser humano, otorgar a un caniche los cuidados y las caricias que deberían ser privilegio de un bebé, es un acto no solo contrario a la naturaleza propia del ser humano (esencialmente marcada por los símbolos), sino también contraria a la naturaleza del propio can, convertido en fetiche de una especie ajena, y conducido a adoptar comportamientos de esta especie “protectora”, que sustituyen a los determinados por su propia naturaleza.

Hay directa proporción entre la proyección sobre animales del instinto de especie y el desconocimiento de la naturaleza de esas especies sobre las que se efectúa la transposición. Entre otras razones, porque aquellos animales con los que se convive en las ciudades han alcanzado a ser una caricatura de los comportamientos humanos.

En cualquier caso, mientras la denuncia de los abusos de los gestores del orden económico y social imperante sea compatible con la presencia en nuestras ciudades de imágenes como alguna de las evocadas (una moza paseando en plena pandemia sus dos canes junto a la cola de seres humanos ante un comedor social; una muchacha pizpireta acunando un perro a modo de un bebé, a escasa distancia de un ser humano literalmente tirado y abandonado en la calle por la sociedad…), mientras no se proclame lo insoportable de las mismas… la reivindicación de la salud del planeta será simplemente un parapeto ideológico.

Puede que objetivamente no haya nada que hacer para poner fin a esta vergüenza, pero lo insufrible es que no parezca una vergüenza mayor, que se repita una y otra vez que un deber no excluye el otro y que de momento vamos garantizando el deber con los animales y difiriendo sine die el deber con los humanos.

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24 de octubre de 2024
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Fotos fijas con Antonio Skármeta

Antonio Skármeta había logrado salir de Chile con su mujer y sus hijos en aquellos días de toque de queda, asesinatos y destierros, y tras un año de incertidumbres vivido en Argentina llegó a Berlín Occidental favorecido por la misma beca que yo tenía entonces, en el programa de Artistas Residentes.

Enero de 1975. Aquí en esta foto estamos en la puerta del edificio de nuestro apartamento, el número 27 de la Helmstedter Strasse en el barrio de Wilmersdorf, un antiguo barrio judío. En el mosaico de la acera hay una estrella de David. Sus hijos Beltrán y Gabriel con los nuestros, Sergio, María Dorel. El cielo está oscuro, todo parece gris. Nevará seguramente.

Antonio y yo llevamos el pelo largo a la usanza de la época, bigote frondoso, sólo que la calvicie despejaba ya su frente, pero bajo los anteojos de grandes aros, usanza también de la época, su sonrisa era desde entonces y como siempre irónica, un tanto malvada, nunca llegará a estallar en risa, pero estará siempre riéndose del prójimo y sus veleidades.

De la tarde de abril de 1975 en que nos sentamos en un café de la Kant Strasse, no hay foto. Le había dado una fotocopia de mi novela ¿Te dio miedo la sangre?, de aquellas en papel fotográfico que olían al ácido del revelado. Para entonces había empezado a escribir la suya, Soñé que la nieve ardía, y la tarde se nos hizo noche porque la fue repasando página por página, con minuciosidad cordial e implacable, realzando lo que le divertía, puesto que en asuntos de humor perverso nadie la ganaba, y a partir de entonces el nombre de Oreja de Burro se convirtió en santo y seña entre nosotros porque en mi novela aparecía Gastón Pérez, alias Oreja de Burro, un trompetista pobre de Managua que había compuesto un bolero excelso, Sinceridad, que cantaba Lucho Gatica.

Esta otra debe ser de mayo de 1975, estación del Zoo. Llega en el tren desde Ámsterdam Ariel Dorfman, y estamos los tres en el andén, yo tengo en la mano la maleta de Ariel porque va a ser nuestro huésped. Lo llamaremos en adelante el holandés errante, corriendo siempre de un lado para otro, con las faldas del sobretodo levantadas, en la imposible y extenuante tarea de reconciliar a los exiliados que como en todos los exilios andan a la greña entre agravios e interminables discusiones ideológicas.

Y aquí esta otra, en las puertas del Berliner Ensemble, el teatro de Bertol Brecht, en Berlín Oriental. Esa noche cruzamos el muro para ir a ver a Erich Maria Brandauer, si mal no recuerdo en La Opera de tres centavos, una pequeña odisea cada vez esos viajes al otro lado de la ciudad dividida, tomábamos el tren elevado que nos dejaba en la estación de Friedrich Strasse, que olía siempre a creolina, como los hospitales y las prisiones, o íbamos en mi Renault de segunda mano a través del Check Point Charlie, apuntados a las funciones de Brecht en la Volksbühe o en el Berliner Ensemble. Extraña ciudad entonces Berlín las ruinas de la guerra aún visibles, baldíos desolados, calles cegadas, el muro omnipresente, alambradas, tierra de nadie, torres de vigilancia.

 Yo volví a Nicaragua, Antonio se quedó en Berlín. Derrocamos a Somoza, él vino a Managua en 1980 para la filmación de La insurrección de Peter Lilienthal, de la que escribió el guion, y que se rodó en las calles con los mismos guerrilleros disfrazados con uniformes de guerrilleros. También hay una foto, Antonio en nuestra casa en Managua, con Gabo, con Roberto Mata, con Julio Cortázar.

Y la última, la foto de Santiago, la que ha vuelto a mi mente esta mañana en Estambul cuando me ha llegado la noticia de la muerte de Antonio. Septiembre, 1990.  La revolución de disolvía en Nicaragua en un amargo espejismo, pero en Chile había regresado la democracia. Y allá estaba Antonio, estaba Ariel, y yo había llegado invitado a los funerales del presidente Allende por doña Hortensia, su viuda. Fue tomada por el camarero en un restaurante de Providencia. Yo estoy sentado al centro y Antonio, desde la izquierda, me señala entre risas, Ariel, al otro lado, va a decir algo divertido también.

Después nos tocará hablar en un panel en la Biblioteca Nacional, ya no recuerdo sobre qué, sobre la literatura y el compromiso, sobre el arte y la vida, lo de siempre. Debe haber una foto de ese panel, pero no la conservo.

La memoria se vuelve un asunto de fotos fijas. No hay tal película de la vida. Lo que te queda son momentos congelados. Antonio diciéndote un día, septiembre 2010, otra vez en Santiago, en su casa, que se iba al día siguiente a Los Ángeles al estreno de la ópera compuesta por Daniel Catán sobre su novela El cartero, con Plácido Domingo en el papel de Neruda.

 Y no hay ya más fotos. El álbum se cierra allí.

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21 de octubre de 2024
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Envases

Recuerdo un artículo de Fernando Savater, en El País, en el que se declaraba incapaz de abrir los envases fueran de lata, de cristal o de plástico, dada la complejidad del cierre. Ahora llega la noticia de que el ex ministro principal de Escocia, Alex Salmond, ha fallecido de un infarto al intentar abrir un bote de ketchup. En mi caso ha sido una tarrina de foie comprada en Francia, esas que van al vacío con un sistema metálico de palanca para abrir y cerrar, pero que necesitan antes tirar de una lengüeta de goma. Pues tanta fuerza tuve que hacer que se me escurrió el recipiente de las manos y fue directo a la sien derecha de la empleada de hogar, a la que no teníamos dada de alta en la Seguridad Social, causándole la muerte. Ahora en esta celda del penal de Zuera medito acerca de mi mala suerte. Por unas pocas horas pudimos ir de compras a Olorón; la frontera quedaría cortada al día siguiente al desaparecer la carretera, en la vertiente francesa, tras un monumental desprendimiento de tierra y rocas durante una tormenta.

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16 de octubre de 2024
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El Boomeran(g)
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