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Temblor abisal

Hombres que asisten desconcertados al despliegue de su propio futuro sin que puedan evitar las tormentas que se avecinan, encuentros que llevan el signo de una fatalidad llena de ironía, fantasmas que tiene más cuerpo que los vivientes, y más anhelos, trenes que surcan la noche del deseo dejando tras ellos el aliento de lo que pudo ser y no fue, civilizaciones flotantes acostumbradas a las alturas, miradas que se cruzan y que ya no pueden despegarse, venganzas que se gestan bajo una estrella maldita, seres que pierden la memoria y seres que la encuentran... Al lector le espera un tejido de sorpresas sucesivas que le conducirán hasta el final de "Temblor abisal", el primer libro de Daniel Martín Sáez de Parayuelo.

 

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11 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (I): Preliminares

Hay general acuerdo en que la defensa de la causa del hombre no puede hoy ser disociada de la preocupación por el entorno natural, pero quizás hay menos unanimidad a la hora de establecer la jerarquía entre ambos objetivos. Aunque ya he abordado esporádicamente el tema en este foro, inicio hoy una serie de columnas en las que intentaré sentar los términos del problema, sin eludir (desde el mismo comienzo) una toma de posesión.
 

Y antes de seguir un recordatorio filológico que en otro tiempo hubiera podido obviar (el lector que quiera información más precisa al respecto puede simplemente consultar en internet un claro artículo de Rosario González Galicia que lleva el título de "A vueltas con la palabra hombre" -por cierto con unos versos de Lucrecio que la autora ofrece en magnifica traducción de Agustin García Calvo):

Cabe utilizar la palabra "hombre" para referirse al varón por oposición a la mujer Pero también se usa el término para referirse en general al ser de razón y de lenguaje que (por oposición a eventuales dioses) es un animal, procede de la tierra, "humus", y a ella retornará en la inevitable inhumación. Así, como el latino "homo", y yendo más lejos el griego "ánthropos", "hombre" puede ser un varón (aner, uir) o una mujer (gine, mulier).

Ciertamente cuando decimos que tal o cual es un "misántropo" estamos sugiriendo que evita a los humanos en general y no sólo a los varones. Simétricamente cuando se habla de la "Declaración de derechos del hombre" no se está pensando en un articulado que no concerniría a las mujeres. Por ello, me referiré aquí al ser humano utilizando el término genérico "hombre", dando por supuesto que la diferencia entre hombres y mujeres s irrelevante desde el punto de vista de lo que nos distingue de los otros animales (por usar los términos de Aristóteles no es una diferencia eidética, es decir, forjadora de especie, sino puramente material) Y tras este preliminar voy al tema anunciado.

Como el de los demás animales, el cuerpo del hombre (homo) está llamado a retornar al solar (humus) del que directa o indirectamente procede. Y con la dispersión del cuerpo desaparecerá también ese prodigio de la historia evolutiva que es el lenguaje, al que tal cuerpo daba soporte. Por otra parte ese fruto del lenguaje que es la ciencia natural sabe que no habría animales sin que las condiciones de solar terrestre lo hubieran posibilitado, y en consecuencia no habría tampoco ese resultado del "humus" que es el "sapiens" (la paradoja es que sólo el lenguaje atestigua que ello es necesariamente así, lo cual constituye un círculo vicioso que remite a un enorme problema metafísico que ahora dejo de lado). Por ello al hombre le interesa el entorno: mantener el equilibrio del entorno natural es un corolario directo de la razón ilustrada, pero de hecho es también un imperativo implícito de la moralidad general.

El problema es sin embargo delimitar suficientemente el concepto de equilibrio, encontrar criterios que permitan trazar una frontera entre lo que es abuso del marco natural y lo que es instrumentalización legítima del mismo. En este tema se centrarán las próximas columnas.

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10 de marzo de 2020
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Estado de sitio

"El ambiente de este país es bélico, se siente en la calle", me dice Mónica González, la periodista chilena ganadora del premio a la excelencia García Márquez, que ha venido a Managua para participar como jurado de los premios de periodismo que otorga anualmente la Fundación Violeta Barrios de Chamorro. Y le sobra razón.
 

La ceremonia se ha celebrado bajo acoso, con escuadrones de policías antimotines apostados en las afueras del local, y los invitados entrando de a poco, escondiéndose de las cámaras de los teléfonos celulares de los oficiales de policía, o de los agentes de civil.

El número de fuerzas policiales ha aumentado en más de 5 mil efectivos desde que estalló en abril de 2018 la rebelión popular que congregaba cada día a centenares de miles en las calles, sobre todo jóvenes, reclamando un cambio democrático.

Hoy, tras la ola de represión que dejó al menos 500 muertos, más de dos mil heridos, cerca de un millar de presos políticos y unos 65,000 exiliados, la decisión del régimen es paralizar a la gente. No sólo que no salga a manifestarse, sino que quienes están anotados como peligrosos, o quienes organizan las demostraciones, ni siquiera puedan salir de sus casas. Casa por cárcel.

Sus viviendas son cercadas por pelotones de agentes que no les permiten dirigirse a sus trabajos, ni proveerse de alimentos. Se puede ver en los videos que las propias víctimas, o sus vecinos, filman, y que son trasmitidos por las redes sociales. Las las protestas, hechas con valentía, la invocación de los preceptos constitucionales, son recibidos con oídos sordos.

Manifestarse, porque la voluntad de hacerlo lejos de extinguirse se exacerba, se ha convertido en toda una guerra de la pulga que se libra a diario. Ante cada demostración anunciada, el despliegue policial se vuelve grotesco por la desproporción: hasta veinte transportes repletos de fuerzas antimotines y de policías de línea, muchos de ellos recién reclutados, y tan jóvenes como los manifestantes a los que tienen órdenes de reprimir.

Una de las últimas veces, cuando los protestantes corrieron a refugiarse con sus banderas de Nicaragua en un centro comercial, los escuadrones de antimotines, marchando de cuatro en fondo, como una tropa de ocupación, penetraron por los corredores, ahuyentando a su paso a compradores y paseantes, hasta el patio de comidas que hicieron desalojar de todos sus clientes mientras buscaban a los muchachos, confundidos entre la gente.

Cada rotonda está constantemente vigilada por contingentes armados, porque son consideradas probables lugares de concentración de manifestantes, lo mismo que las afueras de la catedral y los demás templos católicos. Después que el padre Edwin Román, párroco de la iglesia de San Miguel en Masaya, acogiera a un grupo de madres en huelga de hambre, y después que ellas, tras el acoso, decidieron salir, quedaron cortadas la energía y el agua potable. La represión tiene también el color de la venganza.

Un país no puede vivir de manera permanente en una situación de asfixia, ni bajo la pretensión de imponer el miedo y el silencio como regla de autoridad, o como castigo, ni se puede enjaular a los ciudadanos en sus propias casas cada día, ni llevarlos de manera recurrente a los centros de detención, ni fotografiar cada uno de sus movimientos, ni despojarlos de sus teléfonos celulares para revisar lo que escriben o archivan en sus redes sociales.

La pretensión, que desborda ya el absurdo, es perseguir no sólo al que sale a la calle con una bandera, sino averiguar lo que opina y lo que opinan sus amigos, qué piensan del régimen, de qué manera se ríen en sus memes y mensajes del poder que busca controlaron todo. Hasta que un día se les ocurra decretar un apagón digital, porque entrar en todas las conciencias es una tarea imposible, aún para el Gran Hermano o la Gran Hermana.

No es viable la vida social en un país donde todos los ciudadanos son tratados como sospechosos de ser enemigos públicos, sospechosos de apartarse del canon de rígida conducta política dictado por el régimen. Enemigos de la verdad oficial que es la verdad única, que no admite el menor grito de protesta, ni el menor desdén, ni la menor sonrisa de burla. La aspiración suprema del poder es entonces el silencio absoluto, la conformidad sin resquicios.

Se supone que hay elecciones para el año que viene. ¿Es posible elegir, con la gente encerrada en sus casas, sin derecho a manifestarse en las calles, sin acudir a mítines electorales en las plazas públicas, o aquellos que acudieran perseguidos por subversivos?

¿Sin que los medios de comunicación aún confiscados sean devueltos a sus dueños, con periodistas apaleados y despojados de sus cámaras y grabadoras, y con policías armados de teléfonos celulares fotografiando a los votantes en las urnas, o, aún más probable, patrullas policiales o turbas garrote en mano impidiendo votar?

¿Elecciones bajo estado de sitio, y, además, bajo las mismas reglas del juego, con el tribunal electoral bajo el control del partido oficial, y los votos contados de antemano?

Es una buena pregunta para la comunidad internacional. Porque de esta manera, estaríamos aún más lejos de la paz y de la democracia.

 

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9 de marzo de 2020
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Cagüendiós

No sólo hay malas noticias. En Irlanda se puede blasfemar libremente desde hace más de un año, pese a que los irlandeses son personas mayormente católicas. Yo también fui católico, como muchos de ustedes, pero me quité pronto, en mi último año de colegio religioso. Al principio costaba, como siempre cuesta dejar de ser adicto a algo que te conforta, te perdona si caes y te promete paraísos artificiales no prohibidos por la brigada narcótica. Luego empiezas a verle ventajas al ser ateo y al lado práctico de sus corrientes allegadas: el epicureísmo, el libre albedrío, la tentación no apartada, los variados sufijos sexuales terminados en ismo.
 

Nunca he blasfemado, sin embargo, y eso que la blasfemia, como todos los actos delirantes, puede aliviar el estrés que da el vivir cuando las cosas no salen a pedir de boca. Pero seamos claros: quien blasfema en palabra o caricatura a nadie ataca y a nadie hiere o mata; libera una rabia en una imagen o en una parrafada. Y si no que se lo digan a Willy Toledo, uno de nuestros más grandes actores, que a veces, fuera del escenario o saliéndose del guión, se encabrita. La denuncia de una asociación de Abogados Cristianos le llevó a juicio, pero la magistrada de lo Penal que le ha absuelto lo ha visto claro y ha sido justa.

Yo tengo la fortuna, como la tendrá una parte de mis lectores, de no sentir apego a las religiones pero sí a sus símbolos, transformado lo sacro en retablo churrigueresco, templo gótico o misa cantada. Por eso, sin adorarlos, nunca querría excretar nada sobre el Padre Eterno, la Pilarica o Buda. Otra cosa distinta es hacer chufla. Baudelaire reclamaba como un derecho humano el irse ("s´en aller"). Después del irse, añadiría yo, viene el reírse, de lo divino y lo humano. Sin agredir. Sin tener que ir al trullo.

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9 de marzo de 2020
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Orientarse

Durante siglos las artes fueron un índice de por dónde podía divisarse un futuro mejor
 

Si me hubiera cabido, habría titulado la columna: "¿Por dónde se va al futuro?", pero no cabe y además es una ingenuidad. Al futuro llegaremos todos, lo queramos o no. Era una pregunta retórica, en realidad lo que preguntaba era si alguien avistaba algún signo de que el futuro vaya a tener mejor cara que el presente. ¿Hay remedio para tanta ruina moral y mental?

Durante siglos las artes fueron un índice de por dónde podía divisarse un futuro mejor. Los humanos trabajaban para imponer sus formas más esperanzadoras a la tediosa actualidad. Los historiadores podían orientarse observando esos signos. Veían cómo surgió el arte cristiano con sus basílicas cubiertas de mosaicos dorados que poco más tarde se renovarían como monasterios y conventos rodeados de viñedos feudales. Pero muy pronto empiezan a elevarse las torres en aguja y a hacerse transparentes los muros de las catedrales, aunque luego se retuercen y convulsionan las figuras, las columnas, los espacios del barroco. En fin, así se hizo siempre y ya en el siglo XX los sólidos transparentes de Mies o los rascacielos gritaban el comienzo de una nueva era llena de energía y esperanza. Todavía se podía observar la aceleración del tiempo, por ejemplo, comparando una ópera de Alban Berg y otra de Verdi, una novela de Dickens y otra de Faulkner, los historiadores indagaban el significado de los cambios formales, de la afirmación.

Yo miro a los años que he vivido y apenas veo signos nuevos, sólo actualidades repetidas una y otra vez. Ninguna forma nueva señala con energía hacia el futuro. Los últimos fueron Losirascibles, hace 70 años, que ahora se exponen en la Fundación Juan March de Madrid. Luego vino la melancolía conceptual y la diversión mil veces repetidas. El tedio.

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3 de marzo de 2020
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Chalequerías

Aprovechando sus últimos días fui a las rebajas con la intención de comprarme un chaleco, prenda a la que me adherí hace décadas, cuando tenían presillas, ese mecanismo regulador que te daba esbeltez y, si ganabas peso, disimulaba el engorde. Pues bien, los chalecos de caballero ya no se venden; otra baja o avance del progreso. Volví frustrado a casa y lo estudié; la palabra, según el gran diccionario histórico Le Robert, procede del árabe magrebí galika, de donde pasó al castellano jileco, que en francés se hizo gilet, ya usado en el Renacimiento. Después recordé: en el siglo XIX el chaleco era la pieza intermedia del terno que llevaban banqueros y prohombres de la política, cuando en la Bolsa no había cotización femenina y las mujeres, incluso las de pro, carecían del derecho al voto. Pero el chaleco evolucionó. Damas muy selectas de la Belle Époque se lo ponían, hasta con corbata, en público. Algunas eran lesbianas, otras solo querían expropiar y desactivar la prenda más masculina de la historia del traje. Vino posteriormente su versión floreada; a los hippies de ambos sexos les gustaba por la laxitud de su corte y sus amplios bolsillos, ideales para transportar la hierba. Ahora hay una confusión de chalecos. Por la parte tradicional, los toreros lo siguen llevando bajo la chaquetilla de luces, y en el lado moderno de la vida, la pasarela, las modelos no necesitan apretarse nada para estar como sílfides.

En mi búsqueda fracasada de los remates a buen precio me ofrecieron el que sí se vende y a mí me sienta como un tiro, el de cazador, acolchado y con plumas dentro, muy llevado en los barrios burgueses de las capitales. Lo que impera, cada día más, es la apropiación del chaleco por el sector Servicios: las trabajadoras de la limpieza, los aparcacoches, el voluntariado de las ONG. Chalecos proletarios y humanitarios, feotes y chillones de color, que en los campos de Francia y en las carreteras de España se hacen protestatarios. Echaré de menos la filigrana de las presillas antiguas, pero me parece que el escuálido cuerpo social ya se harta de tanta estrechez. Hasta que reviente.

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2 de marzo de 2020
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Despedida de mi vecino

Ernesto Cardenal fue mi vecino calle de por medio durante cuarenta años en Managua. Se cruzaba a la hora del desayuno a dejarme lo que había escrito, aún quizás esa misma mañana, y cuando yo terminaba una novela iba a dejársela también, recién salida de la impresora. Fue mi maestro de la prosa, porque en su poesía aprendí mucho del arte narrativo y de la cadencia de las palabras.
 

Lo conocí en 1960, cuando recién regresaba de Medellín donde se había hecho sacerdote, aunque desde antes su poesía había marcado no sólo mi rumbo literario, sino el de toda mi generación. Maestro mío, compañero de luchas en la Nicaragua siempre convulsa, un hermano mayor a quien siempre tuve al lado.

Deja una huella muy profunda en la gran poesía latinoamericana. Esa naturaleza narrativa de su poesía que me marcó y me sedujo desde la adolescencia, es lo que fue bautizado como exteriorismo, un término que puede prestarse a confusiones pues parecería negar su dimensión íntima.

Que la prosa se trasiega en la poesía lo aprendió de Whitman y Sandburg, quienes le enseñaron una lírica terrenal y cotidiana, y a mi generación le descubrió también a T.S. Elliot y Ezra Pound, a quienes tradujo. Así hizo que la poesía nicaragüense siguiera siendo moderna, como empezó a serlo desde Rubén Darío.

Narrativa es la poesía de Hora 0, de 1957, un relato de las dictaduras tropicales de Centroamérica y de las intervenciones militares que lejos de tener nada panfletario funciona como una evocación doliente. Y desde ese registro pasará a Gethsemani Ky, de 1960, donde pone en contrapunto su vida de novicio trapense en Kentucky, con sus turbulentos años de juventud en Managua.

Luego vendrán sus Epigramas, de 1961. Entre ellos figuran algunos de sus poemas más populares, los de tema amoroso, de ingeniosa precisión, alimentados por sus lecturas académicas de Catulo y Marcial mientras estudiaba humanidades en la Universidad Autónoma de México.

La muerte en 1962 de Marilyn Monroe, inspiró su elegía a la muchacha que como toda empleadita de tienda soñó ser estrella de cine, una profunda reflexión sobre la fabricación de los ídolos del espectáculo a costa de los propios seres humanos elevados a los altares de la fama.

Después vendría en 1966 El estrecho dudoso. Apegándose a la letra de las crónicas de Indias, revive episodios de la conquista alrededor de la obsesión por el Estrecho Dudoso, el paso hacia la mar del Sur buscado tan afanosamente desde entonces, y que ha tenido tanto que ver hasta hoy con la ambición por el canal interoceánico.

Ya sacerdote fundó ese mismo año la comunidad cristiana de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua. De ese año son los Salmos, salidos del Antiguo Testamento, pero llevados a la vida moderna: la opresión, los sistemas totalitarios, el genocidio, los campos de concentración, las amenazas del cataclismo nuclear. Fue un libro de trascendental influencia para los jóvenes alemanes y de otros países europeos.

Al sobrevenir el triunfo de la revolución en 1979 fue nombrado Ministro de Cultura. El Vaticano lo suspendió ad divinis, por su adhesión a la teología de la liberación y por negarse a renunciar según ordenaba el Vaticano, y cuando Juan Pablo II visitó Nicaragua en 1983, se hizo célebre la fotografía del momento en que, con el dedo alzado reprende a Ernesto, quien se halla de rodillas, su boina vasca en la mano. Días antes de su muerte, recibió una carta del papa Francisco, en la que restablece su condición sacerdotal.

Vivió días amargos durante la revolución, cuando fue empujado a renunciar de su cargo de ministro por intrigas de la primera dama Rosario Murillo, quien quería para sí todo el poder cultural. En su libro de memorias La revolución perdida, de 2004, puede leerse su juicio implacable sobre quienes malversaron la revolución en la se comprometió a fondo, desde su fe cristiana.

Su escritura dio un vuelco trascendental con el Cántico Cósmico, de 1989. Su comunicación mística con la divinidad se convierte en una relación de pleno erotismo, el alma que se acopla con su creador en el más exaltado de los gozos, tal como en la poesía de San Juan de la Cruz y Santa Teresa.

La exploración de los cielos en ese libro es también la de los recuerdos de su pasado, la vieja Granada de su infancia, las muchachas que amó en la adolescencia, su juventud de cantinas, fiestas banales y burdeles, como si volteara el telescopio hacia dentro de sí mismo.

Un gran final de fiesta de su obra y de su vida donde se funden los misterios de la creación y los de la existencia, de los agujeros negros a la célula, de las galaxias perdidas a los protones, y su mirada mística busca en el Creador la explicación del todo, amor, muerte, poder, locura, pasado y futuro, formas de la eternidad hasta donde ahora ha llegado.

 

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2 de marzo de 2020
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Serenidad y alarde de la técnica

En una alocución de homenaje al músico decimonónico Conradin Kreutzer pronunciada en 1955, Heidegger se ocupaba una vez más de nuestra relación con la técnica. "Sería necio marchar ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a una constante mejora. Sin darnos cuenta, sin embargo, hemos quedado tan firmemente encadenados a los objetos técnicos que hemos venido a dar en su servidumbre [...] Mas al propio tiempo podemos dejarlos estar en sí mismos como algo que no nos atañe en lo más íntimo y propio. Podemos decir "sí" al ineludible empleo de los objetos técnicos, y podemos al mismo tiempo decirles "no", en cuanto les impidamos que nos acaparen de modo exclusivo y así tuerzan, confundan y por último devasten nuestra esencia." Y sigue Heidegger refiriéndose a la opción de que los "objetos técnicos" penetren en nuestro mundo diario y a la vez queden fuera "como cosas que no son nada en absoluto", para concluir así: "Quisiera denominar esta actitud de simultáneo "sí" y "no" referida al mundo técnico con una vieja palabra: la serenidad respecto de las cosas (Getassenheit zv den Dingen)".
 

La película de Sam Mendes 1917 llega precedida de una fanfarria tecnológica que el propio director ha explicado con orgullo de pionero, aunque, naturalmente, no es el primer largometraje de la historia que pretende haberse rodado en un solo plano-secuencia. La soga de Alfred Hitchcock ya exploraba esa modalidad en 1948, con trucos necesarios en el tiempo de los rollos de celuloide de limitada longitud pero favorecida su audacia por el hecho de que la acción de ese thriller transcurría en el interior de un apartamento neoyorkino; más pura de concepto y más virtuosa en lo coreográfico fue en el año 2002 la genial ocurrencia de Alexandr Sokurov en El arca rusa, con sus 2000 actores, sus tres orquestas y las 33 salas del Hermitage recorridas como en un soplo vertiginoso siguiendo al personaje histórico del Marqués de Custine, interpretado por un actor. La idea de Mendes, un director de gran talento pero no un auteur en el sentido cahierista de la palabra, es en principio buena en tanto que pretende que la continuidad sin cortes (falseada con habilidad en sus fundidos negros o sus polvaredas blancas) refleje la angustiosa carrera ininterrumpida de los dos cabos Schofield y Blake para que la carta del alto mando de la que son portadores llegue a tiempo de evitar una matanza de soldados británicos. Además de un minucioso diseño de filmación y muchas y largas sesiones de ensayo con los actores, Mendes se veía obligado (voluntariamente, claro) a mantener a raya al equipo técnico, fuera del campo del objetivo de su Alexa Mini LF diseñada ex profeso para rodar en un alcance de 360 grados.

La osadía de Mendes se olvida pronto, lo que es bueno para la película; lejos de estar atento por si caza una cesura involuntaria o una incongruencia dentro del encuadre, el espectador se acostumbra a verlo todo en la misma dimensión; de un primerísimo plano, la cámara, que a veces vuela gracias a las cabezas calientes (otro adelanto técnico de gran utilidad y mucho efecto), pasa a enfocar lo que está enfrente, o en otro lugar del campo de batalla o la trinchera, un espacio dramático preponderante en 1917, ya que aquella fue una guerra de bayonetas y trincheras; los travellings raudos de Senderos de gloria no es fácil que se vayan de la memoria de esa obra maestra de Kubrick. Ahora bien, ¿tiene mucho que ver el dispositivo inventado por Mendes con el contenido de su guion? La proeza técnica en este caso no da más densidad ni aporta significado; es decir, no supone, al contrario que la fotografía aérea -según la famosa categorización de Benjamin- una ganancia en los puntos de vista de la realidad observada hasta entonces por el ojo humano. Mendes habría hecho su relato igual de veloz e incitante montando planos cortos en lugar de dilatarlos, y la trama, más allá del suspense de saber el final y de un par de secuencias memorables (la trinchera-trampa que va explotando entre ratas, el aviador alemán y la agonía del cabo Blake) es previsible: los personajes apenas cobran peso, los diálogos resultan trillados, el mensaje solidario muy elemental, y el desenlace del encuentro entre el cabo Schofield y el hermano mayor de Blake tiene un punto de sensiblería.

Otros tecnicismos de signo opuesto, basados en la auto-limitación y la austeridad, son resaltados en una película norteamericana estrenada al mismo tiempo y coincidente con 1917 en ser de época (finales del siglo XIX) y tener dos personajes masculinos de protagonistas, aunque en El faro haya una sirena real u onírica y un monstruo cefalópodo de talante rijoso. Se trata de la segunda película de Robert Eggers, un cineasta que a juzgar por esta (no he visto su opera prima La bruja) es un artista de la orfebrería visual, un hombre muy leído (cita a Herman Melville por boca de sus actores, Willem Dafoe y Robert Pattinson, y los envuelve en ámbitos góticos y alegóricos) y un arcaizante que quiere retroceder con su técnica a épocas que no tenían avances técnicos. Así, el director usa el formato cuadrado 1.19:1 (no es el único que lo ha hecho últimamente) y fotografía en blanco y negro con la complicidad de su camarógrafo Jarin Blaschke, que echa mano de lentes antiguas y filtros que imitan la fotografía decimonónica, buscando "el mismo aspecto de un celuloide que no hemos visto en cien años". La película de Eggers consiste en una serie de tableaux vivants e imágenes pictorialistas, que en más de una ocasión producen el efecto de daguerrotipos en movimiento. ¿Al servicio de la serenidad con las cosas? No me lo parece. En el conglomerado de la modernidad cinematográfica hay muchos modos de rompimiento, fusión, invasión y exploración de nuevas narrativas, pero a título personal sostengo la opinión de que los revestimientos del aparataje son factores ajenos a la inspiración, que en todos los terrenos artísticos necesita, o así me lo parece, una serenidad reñida con el abracadabra que da la técnica, mera cuestión de formato que en nada acompaña al genio ni lo fomenta.

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24 de febrero de 2020
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Dar las gracias

 

Hay días en que uno tiene la suerte de agradecer repetidamente. 

Son días animados por una de las palabras que Carlos Fuentes gustaba másMe temo que se levantaba temprano con ganas de darlas.

        Por nada, respondía uno. 

        Por todo, replicaba él. 

        Las repartía con un ligero sobresalto, graciosamente. 

   La ingratitud, en cambio,  era para él uno de los pecados de lesa Humanidades

      Para Gabo, en este terreno, sólo cabía el escepticismo. Se diría que cosechaba ingratitudes. “He logrado sacar de La Habana al novelista Fulano de Tal -me dijo una vez-, ya verás que dentro de poco me atacará.”  Y así fue.

       Gabo no esperaba demasiado de la realidad, que se dedicó a refutar con entusiasmo.

    En un homenaje a Carlos Fuentes en el Foro Iberoamericano, en Madrid, recordé que la más hermosa palabra de este idioma, que nos llega agraciada desde la tradición humanista, reparte y comparte lo mundano y lo divino. Y me complacía dárselas tambiéa Víctor García de la Concha, por si acaso no se las hubiesen tributado suficientemente, por su magnífico trabajo en la Real Academia de la Lengua, que él puso al día para todos nosotros, con Fuentes como protagónico testigo. Y a Darío Villanueva, se las dábamos  anticipadas, habiendo él adelantado su tempranísimo retiro de la dirección de la RAE. 

     Dados a agradecer a contra tiempo, las gracias eran así mismo debidas a Juan Luis Cebrián por la fundación, conducción y servicio cívico en El País, que escribió y subscribió, y que ya no sólo es un periódico sino otra academia de las voces que dan todos los lectores.  El proyecto de Cebrián,   César Alierta y García de la Concha, de una plataforma espacial que le de la vuelta al orbe con una biblioteca del español sideral, lo podría haber imaginado don Quijote, libre del escrutinio de los censores de siempre. 

       A Carlos Fuentes no terminaremos de dárselas. Porque si Víctor cuidó del uso global de este idioma, y Juan Luis lo limpió de prejuicios y fantasmas autoritarios, Carlos le dió  inventiva en las sumas de España y las Américas del alba, que nos prometió Rubén Darío, en cuyo nombre laten, no en vano, todas las vocales. Sumas cuya geografía puso al día Darío Villanueva, a quien le aguardaban su biblioteca, familia, huerto y cátedra, siendo Rector Magnífico de la Universidad de Santiago de Compostela, donde las albas provienen del galaico-portugués y amanece, soy testigo, más temprano. Por mi parte, tengo que dárselas a medio mapa porque me hicieron honorario las de Perú, Venezuela, Nicaragua y Puerto Rico. Y la madre RAE me sumó de correspondiente. 

      Por azar favorable, Vartan Gregorian,  presidente de Brown University, concedió en 1997 a Carlos Fuentes, Jesús de Polanco, Rosario Ferré y Víctor García de la Concha el doctorado honorario de Humanidades, ceremonia que fue una celebración inexhausta  de la lengua española en este país que será bilingue o no será. Recuerdo que mientras marchábamos entogados empezó a lloviznar. Leopoldo Rodés, con su mundanidad gentil, nos confortó: “No sería Commencements si no lloviera,” dijo. 

     Recordaré dos encuentros con Carlos. El primero es de bienvenidas, en la ciudad de México, hace pronto cincuenta años. Y el último, de despedidas, en Brown University, poco antes de su partida.  Tuvimos  a Carlos como “Professor at large,” título creado por Vartan Gregorian para conseguirle visa de profesor visitante, la que había que renovar anualmente. 

     El verano de 1969 alguien llegó a la luna pero yo llegué a México. Conocí para siempre a Eduardo Lizalde, Margo Glantz, Gabriel Zaid, Elena Poniatowska, y entre los que se marcharon, a  Carlos Fuentes, Jose Emilio Pacheco, Carlos Monsivais, Rosario Castellanos, Jaime Sabines... 

      Treinta años después, en el campus de Brown, recuerdo bien el que sería mi último encuentro con Carlos. Iba él a dictar su conferencia anual, y la sala estaba, como siempre, repleta. De pronto, un señor de pelo blanco y largo, pálido y lento, se nos acercó, y le dijo: “Señor Fuentes, ¿cómo está Alejo Carpentier?” Carlos dió un brinco de alarma, y exclamó: “¡Alejo Carpentier murió hace tiempo!” El señor muy viejo con ojos enormes, no reaccionó y volvió a preguntar: “Señor Fuentes,  ¿ha publicado algo nuevo Miguel Angel Asturias?” “¡Asturias ha muerto!,” exclamó Carlos. Y el otro volvió a la carga: “Pero con Julio Cortázar sigue Ud. conversando…” Carlos me dijo: “¡Huyamos, éste hombre es un fantasma!”  Pero Carlos, respondí, es evidente que este señor no lee los obituarios, pero es el lector ideal: cree que todos los escritores están vivos. 

     Tienes razón, me dijo, agradecidamente. Y subió a la tribuna para evocar a sus tres mejores amigos norteamericanos: William Styron, Kenneth Galbraith y Arthur Miller. Los tres, en esa convocación de gratitudes, seguían vivos con elocuencia. Esta vez, gracias a la lengua castellana.

    Cuando se despedía para subir al taxi, le dije: “Olvidamos ir al Bookstore de Brown.” Lo hacíamos en cada una de sus visitas, donde se surtía de las novedades y, a veces, buscaba documentar la novela que escribía. Dudó un instante, y me dijo: “Gracias, pero iremos la próxima vez, ahora vuelvo a casa.” Lo vi fatigado de la jornada, y pensé qué raro que Carlos llame casa al hotel. Pero enseguida entendí: lo esperaba Silvia.

        Nos haría falta una tribuna de tributos para hacerle  justicia poética a Plácido Arango, quien se ha marchado sin que acabemos de celebrar sus donaciones de grandes maestros al Museo del Prado, incluyendo aguafuertes de Goya. Fiel a sí mismo, no aceptó que esos cuadros estén en una sala que consigne su donación. Pidió que se distribuyan por su época o escuela. Podría haber firmado el arte de ser patrono de las artes.

        A esta leve nave llamada El Boomeran(g) subí unas reflexiones sobre la sutileza dramática del arte de Cristina Iglesias. Plácido me escribió lleno de contento. 

Horas son también de agradecerle a la Fundación Santillana, conducida por Ignacio Polanco y Emiliano Martínez, amigos impecables y gentiles, de larga tarea en la editorial Santillana y el programa, en Santillana del Mar, de foros memorables que sumaban las orillas de la lengua. 

         Y fue en la puesta al día de las plataformas de comunicación que  el escritor y editor Basilio Baltasar, director de la editorial Bitzoc, que había instalado la actualidad literaria en Mallorca, coordinó coloquios y talleres que, a la larga, produjeron  este espacio, El Boomeran(g), hecho de voces distintivas, cuya celebratoria  actualidad incluye la crítica ilustrada de los usos y desusos de la lectura. La norma de habla que el Boomeran(g) introdujo es la de una paciente civilidad, ganada a pulso e ironía. En lugar de la llamada crónica urbana, que dura un viaje en metro de una a otra estación, estos apuntes, lecturas y notas son ejercicios para despertar;  esto es, de agudeza gentil y paciencia civil.  Documentan, se diría, la gracia de leer aquí y a deshora. Gracias a Basilio y su brillante equipo se demuestra, otra vez, que el mensaje es el formato.  

    Desde este mirador electrónico, donde se escribe y se lee gratuitamente,  las gracias acrecientan el linaje de nuestra lectura. 

 

 

Providence, 24-2-2020.  

  

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24 de febrero de 2020
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La intimidad

Se me hizo raro que al acabar la visita a una amplia muestra de dos gigantes de la escultura sintiese el deseo de volver al comienzo a ver de nuevo una cartulina colgada en la pared de la primera sala. Las obras de Rodin y Giacometti son de un dramatismo a menudo hiriente (las del francés) o de una incertidumbre que se enfrenta al volumen y a la gravedad (las del suizo), y eso queda patente en la exposición madrileña de Mapfre. ¿Por qué tan llamativa la foto de la entrada? En esa imagen tomada en 1950, un conocido conjunto en bronce de Rodin, Los burgueses de Calais, se expone en un parque, y una figura humana está agazapada en el suelo de la peana alzando la cabeza: un Giacometti de 49 años con cara aún de niño y mirada traviesa. ¿Se burla de la grandilocuencia broncínea del maestro? ¿Se empequeñece él para resaltar el heroísmo del grupo? ¿O es un tributo, a su manera ingrávida, al inflamado romántico que estudió y copió desde joven?

La buenísima idea de las dos comisarias francesas de parear las obras de Rodin con las de Giacometti, tan distintas, saca a la luz una de las angustias más productivas de la historia de cualquier arte: la precedencia, el influjo, la añoranza, el estímulo que da la competencia y aun los celos. Lo insolente que fue Tiziano con el brillo propio de su aprendiz Tintoretto; Cervantes expulsado del teatro, creía él, por los triunfos de Lope de Vega; el espionaje mutuo de Picasso y Matisse visitándose en sus estudios para ver qué pintaba el otro. Esa admiración abrumada, esa rivalidad, ese afán de emular o de denigrar, es el germen de la creación desde la tragedia griega hasta el cine moderno. Así que la carita de pillo que Giacometti pone en la foto bien podría ser, más que reto o envidia, un modo de intimar con el genio. De congeniar.

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21 de febrero de 2020
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El Boomeran(g)
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