Joana Bonet
La caída de las Torres Gemelas el 11-S dejó tan desnudo al mundo, que volvió a recurrir al anticoncepto. Lo normal no puede ser nuevo: no se regresa al mismo escenario, sino que se construye otro. Se instauraron protocolos: llegar a un aeropuerto y tener que medio desvestirse convertido en potencial sospechoso. "¡Bendita seguridad!", dijeron unos, mientras otros arrugaban la nariz, recelosos ante lo que Ignatieff denominó el mal menor . El miedo se cronificó, pero sin afectar al imparable ritmo de las cadenas de producción. Producir, contaminar, competir, ambicionar… Los verbos volvieron a ser tan viejos como en tiempos de Augusto, aunque nuestro ecosistema se llenara de pantallas y nos sintiéramos más ufanos, normales, autónomos.
Con la crisis del 2008 de repente fuimos más pobres. La corrupción se había convertido en práctica consolidada ante nuestras pasmadas narices. La clase media se eclipsó, la precariedad y el malestar social se generalizaron… incluso Eurovisión dejó de ser normal. Nos acostumbramos a vivir en suspenso, a viajar como sardinas, a que la expresión lista de espera nos resultara sexy.
Hoy, la nueva normalidad se anuncia distante y retraída. La simpatía social será autocensurada, y los metacrilatos aislarán nuestros alientos desinfectados. "Toda la historia es la historia de luchas entre distintos sistemas inmunológicos", escribe el filósofo Peter Sloterdijk, que considera a la humanidad un agregado de organismos y no un superorganismo. Y así es: nos tomaremos la temperatura aguardando la vacuna para alterar la normalidad y, una vez inmunes, volveremos a contagiarnos de nuevas rarezas.