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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuevo americanismo

Quizás al final de las cuentas este siglo, el XXI, sí será americano, la American century proclamada en 1997 por un nutrido grupo de neocons, entre los que se hallaba la flor y nata del futuro Gobierno de George W. Bush, que creó incluso una asociación para conseguirlo. Lo intentaron por la fuerza bruta, el desprecio a los países amigos y aliados y la vulneración de los principios fundacionales de la nación americana, con los resultados que se conocen: nunca Estados Unidos llegó tan lejos en desprestigio y en pérdida de autoridad e influencia. Si se consigue, será por el camino diametralmente opuesto, proclamado el martes en el discurso inaugural de Barack Obama e incluso demostrado como ejercicio práctico de ciudadanía por unos fastos y ceremonias que se han seguido con pasmo y regocijo desde todo el mundo.

Quizás sea verdad esa sentencia horrible acerca de los nubarrones que tenemos encima, que hace falta que las cosas vayan peor para que luego vayan mejor, pues ésta sería la lección impartida por la historia con la calamitosa presidencia que ahora termina. A partir de tres desastres históricos se levanta la nueva: el carpetazo a los ocho años de Bush, el agotamiento del capitalismo financiero voraz e irracional de la era de Reagan y la superación ejemplar de la lacra racista que arrastraba la gran democracia americana desde su fundación. El ex presidente de Rusia, actual primer ministro y de nuevo presidente in pectore Vladímir Putin, está entre quienes lo ven exactamente al revés, al estilo de José María Aznar, cuando predica que el exotismo que significa Obama acarreará un desastre económico. Putin está "convencido de que las mayores decepciones nacen de grandes esperanzas", aunque la única demostración que se deduce es exactamente la contraria: de la gran decepción de Bush ha nacido la gran esperanza de Obama.

Éste representa, en todo caso, un nuevo americanismo, que significa una demostración de confianza en la capacidad de su país para salir de la crisis y volver a liderar el mundo. Los valores que reivindica, obviamente, son los de siempre, los fundacionales -"todos somos iguales, todos somos libres y todos merecemos una oportunidad de buscar toda la felicidad que nos sea posible"-, que su elección como presidente actualiza en contraste con las frustraciones de la historia estadounidense. Pero los métodos son distintos: "Nuestro poder crece mediante su uso prudente; nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y la moderación que deriva de la humildad y la contención".

EE UU es todavía "una nación joven", capaz de recuperarse después de una tremenda caída y de reinventarse de nuevo, con una energía que todo el mundo envidia. La jornada de la inauguración ha proporcionado un espectáculo de unidad nacional y de consenso moral insólito en el mundo de hoy, en cualquiera de sus continentes, y no es extraño que se haya producido en el momento en que la minoría fundacional afroamericana ha conseguido que uno de los suyos encarne la soberanía nacional. Michelle Obama dijo durante la campaña, en un momento no del todo conveniente, que "por primera vez se sentía orgullosa de ser americana". Su frase se convirtió en un proyectil contra su marido, pero encierra una verdad que el martes emergió en toda su dimensión histórica.

Durante la campaña, desde los cuarteles conservadores, se lanzó la insidia de que votar a Obama era optar por un presidente para la decadencia, cuando todo está indicando lo contrario. En vez de seguir con la agonía neocon y bushista, EE UU ha apostado por una América que vuelve a situarse en cabeza de todo, empezando por su capacidad de renovación y de entusiasmo, por el regreso de la política y de la voluntad ejemplarizante. El mensaje de Obama enlaza directamente con la ilusión primigenia de la Revolución Americana, aquella hermana más inteligente y pacífica de la Revolución Francesa: "Sabed que Estados Unidos es amigo de todas las naciones y todos los hombres, mujeres y niños que buscan paz y dignidad, y que estamos dispuestos a asumir de nuevo el liderazgo".

Independientemente de los resultados que obtenga, esta propuesta de un nuevo americanismo resuena positivamente en todo el mundo. Es la superación del EE UU de la guerra fría, que se alió con las dictaduras de Franco, Salazar y los coroneles griegos y favoreció el golpismo en América Latina. Quiere ser también la superación, más difícil, de la América de la transición del siglo XXI, que siguió aliada con dictaduras árabes y asiáticas en nombre de los intereses económicos primero y de la lucha contra el terrorismo después. Veremos cómo declina en la práctica el complejo axioma que declara "falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales". La hegemonía en el siglo XXI se jugará en el terreno económico, obviamente, pero también en el campo de las ideas morales y políticas. Y ahí es donde la combinación entre poderes blandos y duros, es decir, el poder inteligente (smart power) que ahora Hillary Clinton ha puesto en boga, puede dar a EE UU aquella superioridad que los neocons buscaron por los peores medios.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Arcilla en los dedos

La transición del poder es el momento crucial de cualquier sistema político. No iba a ser menos en el caso de Estados Unidos, donde las cosas se complican por la inmensidad, riqueza y poderío del país. El historiador británico Simon Sebag Montefiore, especialista en la Rusia soviética, considera que sólo uno de los tres grandes imperios contemporáneos ha resuelto civilizada y razonablemente "este momento de la verdad de un sistema político" (IHT, 12 de enero de 2009). La transición en China "es vergonzosamente previsible en su secretismo total", mientras que en Rusia "la inconsistencia y la falta de mecanismos de sucesión son una real amenaza al orden internacional". Sólo EE UU ha conseguido regalarnos con un relevo presidencial que es un prodigio en muchos conceptos: en su fase de elecciones primarias, por el catálogo de modos y formas de elección democrática que ofrece el mosaico de sus estados, y en su fase final por la marea de pasión política que llega a suscitar en todo el mundo.

A pesar de la diferencia con China y Rusia, la elección norteamericana es también un momento peligroso, para EE UU y para todos, y el último episodio que lo demuestra es el ataque e invasión de la franja de Gaza, de donde los tanques israelíes terminaron de salir ayer en perfecta sincronización con la agenda de las ceremonias washingtonianas. No ha habido prácticamente un solo relevo presidencial que no haya sido aprovechado en alguna de sus fases por los adversarios y a veces por los amigos para tomar ventaja del vacío de poder.

Si la transición presidencial es el período decisivo, el día en que se produce el traspaso de poderes es la jornada decisiva. Del presidente entrante se espera lo que un periodista dijo de Roosevelt hace 76 años: "El juramento parece haberlo transfigurado de un hombre meramente encantador y jovial a otro agresivo y dinámico". El solo hecho de repetir la fórmula y la pronunciación del primer y más solemne discurso de su presidencia parece que deben producir una transformación personal, la transmisión de un carisma, una metamorfosis que convertirá a un vulgar político tentado por las pasiones más bajas de su oficio en el presidente de todos.

Barack Obama, que llega sobrado de idolatría y de aura carismática, vaciló ostensiblemente en la repetición de la primera frase de su juramento, como si quisiera subrayar la materia humana sobre la que se construye toda la metafísica del poder. Pronunció luego su discurso, largamente trabajado por su equipo, mientras millares de personas, periodistas en su mayoría, también lo leían colgado ya en Internet.

El presidente es un político lleno de virtudes y cualidades, pero ante todo es arcilla en los dedos de sus conciudadanos e incluso en manos del mundo entero que proyecta sus deseos sobre el prodigio que significa la llegada de un negro por primera vez, al fin, a la Casa Blanca. El episodio más hondo de su discurso de ayer es precisamente el que subraya la variedad de creencias, lenguas, culturas y orígenes que conforman su país. Éste es el presidente que más se parece a América y esa América de ayer es la que más se parece al mundo. No es extraño que todos queramos modelarlo con nuestros propios dedos.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo y republicanismo

Félix Ovejero

Katz Editores

 

Una reflexión sobre los principios que fundan el ideal democrático y un intento de mostrar una vía de escape al dilema entre libertad y democracia.

Así como resulta legítimo - y por ende necesario -  acudir a la lírica en tiempos de miseria, en una época tan  convulsa y mistificadora como la presente  libros como este que lleva el curioso título de Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo y republicanismo son de una oportunidad muy de agradecer.

Con lo cual en absoluto pretendo transmitir la impresión de que sea una respuesta inmediata y oportunista a las tensiones y tribulaciones que aquejan actualmente y en todo el mundo a la democracia y sus instituciones.  Es justo al revés. Félix Ovejero enseña Ética y Ciencias Sociales, Metodología de las Ciencias y Economía en la Universidad de Barcelona. Y tiene además un bien asentado prestigio como pensador político y comentarista de la actualidad, por lo que no es de extrañar que el suyo sea un impecable trabajo académico dotado además de un aparato crítico exhaustivo. Pero al mismo tiempo es un libro oportuno porque en los tiempos de confusión tienden a multiplicarse las propuestas basadas en la vieja falacia de que el fin justifica los medios y que, siendo lo importante salir de la crisis, los medios a los que se recurra para tan alto fin están justificados en sí mismos. Y qué va. Faltaría más.

El libro se abre con una impagable cita con la que Kant plantea el eterno conflicto entre la necesidad  de un orden social regido por unas leyes universales (constitución) y el egoísmo natural de los hombres:"He aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se inclina a eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, quedan contenidos, y el resultado público de la conducta de esos seres sea el mismo exactamente que si no tuvieran malos instintos".  Y la cita termina:"Este problema tiene que tener solución".

 ¿La tiene? El libro entero está dedicado a dar respuesta  a esa cuestión y para el lector ansioso que no pueda aguantar la tensión y necesite ser liberado ya de tan angustiosa incertidumbre, la respuesta es que sí,  que  hay solución. Pero no fácil. Ni mucho menos milagrosa.

Las dos primeras partes del libro, "Democracia y liberalismo" y "Democracia y republicanismo", son las más conceptuales.  Lo que modernamente se entiende por democracia surgió de las tensiones entre los modelos liberal y republicano, que en cierto modo encarnan, respectivamente, un ideal social de corte aristocrático, y otro basado en la virtud, la participación, la libertad y el autogobierno, es decir un ideal democrático tal cual.

En la segunda parte se desarrolla el modelo republicano y su encarnación en unas instituciones basadas en la igualdad material y la virtud cívica, es decir, democráticas.

Las dos últimas partes, "Los motivos de los ciudadanos" y "La fundamentación de la democracia" parecen seguir el dictado de Aristóteles cuando dice que  "el fin de la política no es el conocimiento sino la acción". En ellas se van planteando cuestiones mucho más concretas ("Razones para actuar, razones para decidir", "Motivaciones de la justicia", "El liberalismo y la virtud" , "La democracia como historia") siempre con la idea de superar la dialéctica liberal entre libertad y democracia.

En definitiva, y otra vez en beneficio del lector ansioso y que pida una respuesta ya (y suponiendo que no me haya perdido yo por los vericuetos de tan complicada cuestión), la solución al dilema planteado por Kant sería un régimen político cuya genealogía incluiría la Atenas democrática, la Roma republicana, las repúblicas italianas del Renacimiento y las revoluciones democráticas. Cómo insertar tan ilustres precedentes y nobles aspiraciones en un mundo como el nuestro no va a ser tarea fácil y trabajo no va a faltar.



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22 de enero de 2009
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Conjeturas de un gerontólogo ‘sui generis’

Leo las declaraciones de un gerontólogo inglés, que al parecer no es ni médico ni biólogo sino especialista en análisis de datos genéticos, en las que sostiene que nos hallaríamos en el umbral  de conseguir que la vida humana se prolongue hasta una media de mil años. Que el tiempo para conseguir el objetivo se dilate más o menos no sería tanto ya una cuestión técnica como de presupuestos, es decir, en última instancia de voluntad política. Obviamente no estoy en condiciones de tomar partido entre los que opinan que Aubrey de Grey (tal es su nombre) es un mero charlatán y los que toman en serio sus programas. En cualquier  caso lo que dice me ha planteado una serie de interrogantes. ¿Por qué mil años? cabría preguntarse, a lo cual de Grey  responde que se trata  sólo de una media estadística, en la que se tiene en cuenta la inevitabilidad de muertes por violencia o mala fortuna: "aunque dejáramos de morir por causas naturales, nada puede garantizar que no sufriremos un atropello o un accidente mortal. Mil años es hoy la posibilidad media que tenemos de sucumbir a una muerte violenta".

Siempre he pensado que la violencia, llevada hasta el extremo de privar a un ser humano de su vida (por ejemplo esa forma que constituye la pena capital) tiene en muchas ocasiones un peso sobre todo simbólico, en razón de que... de todas maneras hay que morirse. Si la violencia mortal sobre niños es vivida como algo particularmente atroz es por ese sentimiento difuso de que los niños aún no están digamos amenazados por la termodinámica, aún no han llegado a la curva que separa el cambio  constructivo del cambio destructor, el único para designar el cual Aristóteles utilizaba la palabra tiempo. De ahí que la conjetura del ingeniero de Grey convertiría la violencia contra cualquiera prácticamente en violencia contra un niño, obviamente  en el sentido de "inocente", sino  de que tiene "su vida por delante".

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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En busca del espacio perdido

Rafael Argullol: En cambio en París hay esa seguridad que te ayuda a ofrecerse como enciclopedia universal.
Delfín Agudelo: Sin embargo también considero que esa seguridad, esa clara consciencia que tiene París de sí misma, y que tiene el parisino de la ciudad en la que está viviendo, es en muchos aspectos el gran motivo de esa permanencia del spleen baudelairiano, y ya no solamente en términos del poeta, sino que es prácticamente que se ha trasladado a todos. Una vez que viajé con mis padres mi madre nunca podía guardarse el comentario de lo linda que estaba la ciudad cuando hablábamos con cualquier vendedor de cualquier tienda, y los tres vendedores reaccionaban con asombro, preguntándole que si en realidad creía que fuera así. Es casi como si la ciudad le pesara en exceso la carga que tiene sobre sí misma. Es como si París estuviera saturado de sí mismo.
R.A.: Esa saturación es lo que despertaba la figura del parisino antipático, que es esta especie de mezcla de exceso de seguridad o exceso de saturación. De todos modos ahí también habría que pasar página y ver que el París actual es bastante distinto probablemente de este que visitó tu madre, muy distinto del de la primera mitad del siglo XX; y absolutamente distinto del aquél del XIX. El París actual ha sufrido las convulsiones masivas que han sufrido otras ciudades, como las grandes ciudades españolas, las migraciones masivas, las migraciones del último tercio del siglo XX, y en estos momentos es una ciudad que está en plena transformación a través de unos Parises completamente distintos, muchos de ellos marcándose entre sí. Y esto ha disminuido esa figura de autosaturación y antipatíaa del parisino, porque la ciudad no sé si no está tan segura de sí misma, pero ya no está tan saturada, está más sometida a una especie de convulsión continua. Y eso a la larga no sabemos si será positivo o negativo, es algo bastante incierto. Pero dentro de la no capitalidad del mundo, es evidente que deberíamos otorgar la capitalidad a aquellas ciudades que efectivamente facilitan esos encuentros misteriosos con el azar, sean Roma, París, Nueva York, pero muchas veces también Benarés, Damasco, Istanbul, ciudades que quizá han permanecido al margen de lo que llamamos la modernidad más agobiante pero que tienen esa densidad de encuentros.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una revolución inconclusa

Lo que sí vi fue Revolutionary Road, de Sam Mendes, basada en la novela que Richard Yates publicó originalmente en 1961. Sus impecables credenciales -director prestigioso, clásico de la literatura, protagonistas inmejorables: Kate Winslet y Leonardo Di Caprio, en su primer romance cinematográfico después de Titanic- tornan imposible el naufragio, pero Revolutionary Road no es todo lo que podría haber sido. El puerto al que arriba, tan distinto del esperable, es consecuencia de dos circunstancias: una propia de la obra misma y otra exterior a ella -y por ende inmanejable.

         La elección de Leo Di Caprio para el papel de Frank Wheeler suena irreprochable desde el marketing de la película, pero errónea desde lo artístico. No es que Di Caprio sea un mal actor: por el contrario, es bueno y su esfuerzo en la composición de Wheeler resulta notorio. Pero hoy más que nunca Di Caprio encarna una suerte de hombre-niño, un adulto que no logra desprenderse del todo de sus rasgos infantiles. Y Frank Wheeler es un hombre-hombre, digno hijo de su época -mediados de los años 50, en el relato-, aunque su masculinidad encubra la inmadurez propia del eterno adolescente. Casi puedo escuchar el razonamiento de Sam Mendes: que Di Caprio sea como es ayuda a poner en evidencia el aspecto infantil de Frank. Pero el resultado es muy distinto: en lugar de pintar a Wheeler como un hombre inmaduro, lo pinta como alguien que es esencialmente un muchacho caprichoso. Y cada uno de sus enfrentamientos con April (Winslet), su esposa, se traduce en una conducta que huele a caprichosa, a ataque de nervios de niño malcriado, en lugar de la fría desesperación del hombre atrapado dentro de su propia vida que Yates construye de manera tan efectiva.

Así la aparente diferencia de edad entre Di Caprio y Winslet, ya evidente en Titanic, se vuelve insalvable en Revolutionary Road. Aun a pesar de que el guión se detiene menos en April Wheeler, Winslet arma una mujer completa. En cambio el Wheeler del filme termina siendo un personaje insatisfactorio. Hay momentos en los que Mendes parece estar dirigiendo la remake de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Pero Di Caprio no es la misma clase de hombre que Richard Burton. Y por lo demás Frank Wheeler no es un personaje excesivo e histriónico, como el de Burton en aquella película seminal de Mike Nichols. Es, más bien, la máscara de masculinidad y contención tan propia de su época, aquella década en que los hombres de treinta años lucen hoy en las fotos como de cuarenta y cinco. No puedo menos que imaginarme cuánto habría ganado la película con Jon Hamm, el protagonista de la serie Mad Men, en lugar de Di Caprio.

         Lo cual nos lleva al inconveniente exterior a Revolutionary Road. La película se queda corta por culpa de un error de timing: el hecho de haber llegado al cine después de la existencia de Mad Men. En más de un sentido, Mad Men pinta la seca desesperación de la novela de Yates mejor que el filme de Mendes. Y no es sólo cuestión de contar con más tiempo para narrar: Mad Men lo logra mejor en cualquiera de sus episodios de una hora. Qué se le va a hacer: Revolutionary Road resulta víctima de un prejuicio propio de la época que narra: creer que el cine era el medio artístico por antonomasia en oposición a la TV pasatista, olvidando fatalmente que en nuestros tiempos la TV es muy -pero muy- superior al cine.



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22 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Obama lector

Obama lector. Fuente: papercuts Ya varias veces antes he comentado en Moleskine las aficiones literarias del recién ungido Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama (o "marbus" para los siempre paranoicos lectores de Nostradamus). En el suplemento Ñ hoy le rinden homenaje a este momento histórico comentando la relación de Obama con los libros, subrayando sus lecturas preferidas. Aquí está la lista, que incluye a El Gran Gatsby obviamente:El amor de Obama por la ficción y la poesía (en su página de Facebook enumera a Moby Dick, las obras de Shakespeare y Gilead de Marilynne Robinson como algunos de sus favoritos, junto con la Biblia y las obras completas de Abraham Lincoln y Emerson), no sólo le ha dado un conocimiento sofisticado del uso del lenguaje. También lo ha inmerso en el sentido trágico de la historia y un conocimiento de las ambigüedades de la condición humana, muy opuestas de la visión del mundo que tiene Bush. Obama ha dicho que en la universidad escribió "poesía muy mala" y su biógrafo David Mendell ha sugerido que en algún momento fantaseó con la idea de ser novelista. De todas formas Sueños de mi padre demuestra un gran talento para relatar y una combinación excepcional de la empatía e imparcialidad que poseen los grandes novelistas. En esas memorias, Obama logró comunicar excepcionalmente variados puntos de vista distintos a los suyos y también evocar varios de los lugares donde vivió durante su infancia. En el libro, el narrador es a la vez un marginal solitario y un observador omnisciente que nos provee una vista coral de su pasado. Como Sueños de mi padre, muchas de las novelas que se dice que admira Obama tratan el tema de la identidad: La canción de Salomón de Toni Morrison cuenta la historia de un hombre que intenta averiguar sobre sus raíces familiares; El cuaderno dorado de Doris Lessing relata las dificultades de una mujer en articular el sentido de sí misma; y El hombre invisible de Ralph Ellison trata el problema de la definición del ser en un Estados Unidos hiper-consciente de los temas raciales y la posibilidad de trascendencia en ese ámbito. Las poesías de Elizabeth Alexander, quien fue elegida por Obama para leer una poesía original en la ceremonia de asunción, tratan sobre la intersección del pasado y del futuro, lo privado y lo político; mientras que la poesía de Derek Walcott (Obama fue fotografiado recientemente leyéndolo) explora qué significa ser "un niño dividido", situado sobre el margen de dos culturas, sin raíces tal vez, pero libre para inventar un nuevo ser. Esta idea de la creación del propio ser es muy estadounidense ?es uno de los temas centrales, por ejemplo, de El gran Gatsby?y parece ejercer una gran fascinación sobre la imaginación de Obama.No hay que menospreciar, además, la lectura de los escritores afroamericanos como James Baldwin, Ralph Ellison, Langston Huges, Richard Wrigt y W.E.B. Du Bois, que hoy están de fiesta.



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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Washington Cucurto por Faverón

Carátula de la novela. Fuente: puenteaéreo La última vez que vi en Lima a Gustavo Faverón, enemigo jurado de las ensaladas y de Ricardo Montaner, me comentó la lectura de 1810, la novela de Washington Cucurto editada por Emecé. Y me comentó, sobre todo, un cuento con que se completa el volumen que, al parecer, es una relectura de "Casa tomada", el famoso cuento de Julio Cortázar. Recordé entonces el plan que tenemos varios amigos, escritores latinoamericanos, de hacer un libro de covers literarios de autores del Boom. El de Cucurto cae ni que pintado. Esto dice Gustavo en su blog sobre 1810:Hace un par de semanas leí una novela que quise recomendarles y se me fue pasando. Su título es 1810. Su largo subtítulo, que pueden leer en la foto, explica dudosamente su contenido: es el relato falsamente histórico (descabellado, más bien) de la revolución independentista de San Martín en Argentina del modo en que habría sucedido si los soldados de su expedición hubieran sido, todos ellos, negros africanos insólitamente cumbiamberos y peculiarmente altisonantes. (...) La novela está escrita en una clave carnavalesca que tiene más de Rei Momo y Padre Ubú que de M.M. Bakhtin, y que encuentra una inusitada armonía en la sucesión de disparates de su argumento: libidinosa y tanática, mortífera y mortal, abrupta y descortés, ruidosa y aleatoria, subversiva y cómica, anacrónica y, sin embargo, inusualmente consciente de sí misma.Quizá lo más interesante del libro, sin embargo, no está en el cuerpo principal de la novela, sino en uno de los dos textos adicionales que le sirven de doble epílogo: se trata de una versión hipertrófica y desbocada del célebre relato "Casa tomada", de Julio Cortázar. En la versión de Washington Cucurto, el texto se convierte en la historia del misterioso desalojo vista desde la óptica del grupo de negros invasores que han penetrado en el hogar burgués para ir empujando a los invisibles señores de la casa en dirección a la calle. Imperdible.Por cierto, un lector de "Puente Aéreo" opina que Cucurto está sobrevalorado y le pide a Gustavo "menos entusiasmo pa la proxima". La respuesta de Gustavo es extraordinaria y debería aparecer en la tapa de cualquier manual para aprender a hacer reseñas en castellano: "Ok, señor. Para la próxima trataré de ser más ácido, pesimista y desganado en el momento de recomendar los libros que me gustan"



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21 de enero de 2009
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Charles Dantzig por Fogel

Carátula del libro. Fuente: thefindbuzz Charles Dantzig es el autor de Dictionnaire goste de la littrature franaise (Diccionario egoísta de la literatura francesa), probablemente el único Diccionario honesto de literatura que se ha publicado jamás, en el que el antologador hace explícito que se guía solo por sus gustos arbitrarios, obsesivos, absolutamente personales. Ahora, Dantzig ha publicado un nuevo libro y Jean Francoise Fogel lo comenta en su blog:Vuelve Dantzig en estos días con una Encyclopdie capricieuse du tout et du rien (Enciclopedia caprichosa del todo y de la nada), un título tan abierto que todo cabe en las 791 páginas de la obra. Son listas, tremendas listas de lo que gusta y no gusta a Dantzig: lugares, personas, libros, artes, palabras, cosas, calles, espectáculos, miembros de su familia o de la humanidad. Es muy parecido al librito Schott's Original Miscellany de Benn Schott que tanto éxito tuvo en inglés (se puede leer en español bajo el título La miscelánea original de Schott -El Aleph) lo que permite ver un intento de resucitar a los viejos almanaques. Dantzig no va por este camino; lo entrega todo, aplasta con citas, historias, informaciones inútiles e imprescindibles que me hacen pensar en saludar su obra como la aparición de una literatura a lo Google. En una página (una entre tantas otras) Dantzig se burla del poeta Alfred de Vigny: proclama "No hay más grandeza que el silencio" antes de escribir tres mil páginas. Dantzig, que se pinta como esteta y anacoreta, es el Vigny de nuestra era Google y tiene, por supuesto, un éxito merecido en París.

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21 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Andrés Barba: Las manos pequeñas

La nouvelle es un género literario exigente. Es fácil descompensarse, aquí se notan los ripios que uno perdona en una novela, y, a la vez, se requiere mantener la tensión que se le pide al cuento desde la primer línea: es decir, se necesita lograr lo mejor del cuento y evitar lo peor de la novela. En esas transacciones complejas se mueve Andrés Barba en Las manos pequeñas (Anagrama). Comienza con una retórica algo excesiva en el primer capítulo, pero luego encuentra su ritmo y no lo suelta hasta el final.

Los orfanatos son escenarios ideales para el terror, y Barba le saca buen partido al suyo: a la muerte de sus padres, Marina, una niña de siete años, es internada. Sus nuevas compañeritas recelarán al principio de la intrusa, pero en ese rechazo habrá también admiración: Barba logra sus mejores páginas al describir esa ambivalencia con sutileza, sin mostrarle sus cartas al lector. Uno está leyendo, y, sin darse cuenta, de pronto está instalado en ese vaivén que provoca la presencia de la intrusa en el orfanato. La parte final, relacionada con un juego que tiene algo de perverso desde el principio, convierte a Las manos pequeñas en una gran obra del género del horror: algo así como la versión literaria de una película asiática onda The Grudge, pero resuelta con una economía admirable.

P.D. En el último número de Los nóveles, una de las mejores revistas literarias en la red, se puede leer un perfil de Barba escrito por Rebeca Yanke.

 



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21 de enero de 2009
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