
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Hubo un tiempo en que los libros eran un artículo suntuario, la clase de objetos a que sólo accedían los ricos o los expertos -subvencionados, en categoría de tales, por los poderes terrenales o por la Santa Iglesia. Después se extendió -por fortuna- la idea de que los libros, como vehículo privilegiado de la educación, debían llegar a todos. Y así, por consejo de algunos iluminados, por la labor de muchos maestros y por la prepotencia de la producción en masa, sobrevino una época en que los libros se volvieron moneda corriente -y el común de la gente se volvió (¡literalmente!) letrada. ¿Será demasiada presunción atribuir la era de la modernidad, que más allá de las guerras supuso un salto hacia delante en materia de conquistas sociales, a la iluminación que generaron tantos libros en tantas manos?
Hoy en día el libro ha vuelto a ser un artículo suntuario. La producción en masa sigue abaratando sus costos -comparativamente hablando, una novela de Sidney Sheldon debe costarle a su comprador menos de lo que costaba un códice en la Edad Media-, pero en relación a lo que es esencial de manera inevitable (la comida, el techo, la salud), los libros son hoy más caros de lo que eran, por ejemplo, en la década del 60. ¿Será demasiada presunción atribuir esta era de oscuridad, que a caballo de las guerras interminables y del cuento de la inseguridad privilegia las armas a las letras, a la inanición de las almas que deriva de la escasez de libros?
Esto viene a cuento de algo muy bonito que me refirió Julia Saltzmann. Pero eso se los digo mañana.
(Continuará.)