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Habrá que pensar en otro tipo de Gobierno. Hace años que algunos pedimos uno de concentración nacional que recosa los costurones que ahora son ya insoportables
 

No hay que echar gasolina al fuego, sobre todo porque ya se encargan de echarla los propios bomberos. El caso es que con un Gobierno tan caótico y trapacero como el que tenemos, mientras hace buen tiempo no molestan mucho, pero cuando llega la tormenta nos hunden. No creo que haya habido alguien más triste que el ministro que nos envió Iceta y que da idea de lo que es un gran político socialcatalanista, gracias Iceta. Con ministros así no hace falta echar gasolina.

¿Recuerdan el chiste de la señora que alecciona a su hija que va a casarse al día siguiente? Hija mía, le dice, prepárate, mañana te verás aplastada por 80 kilos de carne jadeante que te asfixiará... ¡y esa es la parte buena! Por eso digo que no hay que echar gasolina, porque la de ahora es la parte buena. La mala vendrá cuando se acabe el encierro (si se acaba) y nos encontremos con un país arrasado y una población sumamente amostazada. Y entonces, ¿qué? Sin duda, habrá que pensar en otro tipo de Gobierno. Hace años que algunos pedimos uno de concentración nacional que recosa los costurones que ahora son ya insoportables, como que haya 17 sanidades distintas o que un empleado del Estado, el tal Torra, se dedique a insultar, calumniar y difundir mentiras por todos los foros europeos a los que aún le dejan entrar y siga cobrando de nuestros impuestos.

Si, como se vaticina, llegaremos a superar los cinco millones de parados es evidente que no hay partido en España que pueda ponerle remedio o freno. Y mucho menos con la clase política que a base de trepar se ha hecho con el control de los partidos en plan empresa de contratación. Un Gobierno de técnicos, por favor, con mucha experiencia y ninguna ideología.

O bien, a esperar las hogueras chavistas, nacionalistas y peronistas.

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7 de abril de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (IX): amalgamas y anatemas

¿Qué haremos con Delibes o Melville? ¿Cabe que un ideólogo del movimiento anti- caza tenga la distancia respecto a sí mismo que exigiría la inmersión en esos capítulos de Moby Dick donde la descripción de los aspectos más directamente artesanales del oficio de ballenero va deslizándose hacia el proyecto de poner de relieve que en esa tarea de confrontarse a la animalidad se fragua el envite mayor e inevitable del hombre consigo mismo? Y ¿qué haremos de "El viejo y el mar", del viaje de Cunqueiro por montes y chimeneas, y hasta del libro de horas del Señor de Berry?
 

En nombre de la buena causa se acabará prohibiendo no ya lo que parece contrario a la moral, sino aquello mismo que efectivamente (por ahondar en los abismos y redimir a través de las palabras) se sitúa efectivamente más allá del bien y del mal. La historia del pensamiento filosófico y científico muestra como la defensa de la causa en que era obligatorio comulgar, condujo a la privación del derecho (lo que la terminología jurídica francesa llama "forclusion") de la obra de los más grandes, desposesión concretamente del derecho de ser publicada o conocida. Pues bien, no estamos lejos de ello. 

Es bien sabido que proliferan los anatemas contra creadores en razón de su actitud moral. Obras cinematográficas han estado últimamente condenadas con expresa afirmación de que su valía como obra artística era de poco peso dada la poca fiabilidad moral de su creador. Una cronista de un periódico barcelonés evocaba ya al respecto el caso de Picasso, acusado de haber llevado al límite del abuso el trato con alguna de sus amantes, y preguntándose si ello debería mover a bajar del pedestal su obra. Ciertamente la autora no abogaba por la afirmativa, pero dejaba la cosa en el aire no adoptando la clara actitud siguiente:

No mezclemos aquello que una persona es capaz de realizar en materia de moral y aquello que -si de creación se trata- nada tiene que ver con la moral. Alguien que aplica toda clase de argucias para instrumentalizar a los demás, es sin embargo capaz de creación y de conocimiento, precisamente porque el esfuerzo en pos la creación y el conocimiento son la forma emblemática de alzarse sobre sí mismo. En términos kantianos:

Aun aquel que falla al imperativo categórico, tratando a los seres de razón como si no lo fueran, es decir cosificándolos al servicio de sus intereses, es perfectamente capaz de desentrañar la estructura del espacio y el tiempo, o de escribir el "Viaje al fondo de la noche". Si se olvida esta diferencia nadie sabe adónde podemos llegar. Aun no se ha hablado de la necesidad de excluir de las historias pedagógicas relativas al arte "Les Demoiselles d' Avignon" en razón de que las protagonistas eran pensionistas de un conocido burdel barcelonés, pero puede ocurrir en cualquier momento. A punto está la cosa de que se resucite la polémica Celine, y alguien estará dándole vueltas al caso Quevedo. Se sabe que uno de los aspectos inquietantes del film de Alfred Hitchcock "Los pájaros" es que se desconoce la razón por la cual atacan a los hombres, niñas de una escuela en primer lugar. Aun no hemos llegado a ello, pero no me extrañaría que juzgando que la trama predispone contra los animales, alguien pudiera elevar el dedo acusador contra esta obra emblemática del cine. Pues bien:

Pasando la causa del hombre por la búsqueda de esa modalidad superior de emergencia que es la obra de arte ("la escuela más sobria de vida y el verdadero juicio final", que decía Marcel Proust) y careciendo esta de común medida con las buenas intenciones, sopesarla en la balanza de estas últimas equivale simplemente a repudiar una parte de nuestra humanidad.

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7 de abril de 2020
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Cuarentena en Santiago de Chile: De la movilización al encierro

Marzo va a ser duro, se rumoreaba en las calles de la capital de Chile, se cuchicheaba en redes sociales, se gritaba en las plazas, se pintaba en las paredes. En marzo iban a volver las marchas multitudinarias, los grupos de encapuchados, llamados “primera línea”, a tirar piedras y bombas molotov y extintores a los carabineros, y los carabineros a disparar a los ojos y a llenar las calles de gases lacrimógenos, como en octubre, noviembre y diciembre.

Enero y febrero, los meses de vacaciones, sin clases, vieron una ligera bajada en la movilización, los desmanes, el estallido social que comenzó el 18 de octubre y ante la cual el presidente Sebastián Piñera sacó a las tropas a la calle, decretó estado de sitio y toque de queda y declaró que el país estaba “en guerra”. Desde el 18 de octubre que en las universidades no teníamos clases.

Soy el director de una carrera de periodismo en Santiago. En noviembre junto con nuestros compañeros académicos firmamos un documento denunciando al gobierno de violar los derechos humanos. Muchos de mis alumnos iban a las manifestaciones con carteles contra el presidente, contra los banqueros, contra la policía y el ejército, exigiendo una nueva constitución.

En diciembre uno de mis alumnos fue herido en un ojo por la policía. Un carabinero sin placa le apuntó a la cara y le tiró con una pistola de cartuchos de gas lacrimógeno, como si fuera una pistola. Fui a visitarlo a su casa. Por suerte no perdió el ojo, como un centenar de manifestantes. Me dijo que en marzo iba a volver a las marchas, a la revuelta. Lo entendí.

Marzo iba a ser duro. Las revueltas, que no pararon en cinco meses, le habían torcido el brazo a un gobierno neoliberal, y el presidente Piñera tuvo que aceptar el llamado a un plebiscito en abril. La ciudadanía debía decidir si se llamaba a una asamblea constituyente para reformar la constitución, una rémora del pinochetismo. La constitución de la dictadura.

Los pensadores ultraprivatizadores del dictador habían promulgado en 1980, en lo más duro de la represión del régimen, una constitución que consagra la propiedad privada como bien supremo. Con la bota de Pinochet encima, los partidos políticos habían aceptado en 1989 conservar esa constitución a cambio de iniciar el proceso democrático. Es como si en España Manuel Fraga hubiera negociado la constitución solo con Manuel Fraga. Como si en Argentina la constitución vigente hubiera sido escrita por José Alfredo Martínez de Hoz en 1980.

En marzo iban a volver las algaradas callejeras para que venga una nueva constitución, para que consagre derechos sociales, para que los pueblos indígenas tengan voz en la asamblea constituyente. Ante el avance de la calle, ya se había conseguido algo inédito: los partidarios del “sí” a una nueva carta magna se habían comprometido a que la asamblea constituyente sería la primera en el mundo en ser paritaria, con tantas mujeres como hombres.

Y en marzo en las universidades estábamos listos para dos tareas importantes: con talleres intensivos, más contenido en las asignaturas de este semestre y un enfoque muy práctico, nos disponíamos a darles a los alumnos parte del medio semestre 2019 que habían perdido. Y en periodismo, especialmente, estábamos entusiasmados con enviar a nuestros alumnos a la calle, a seguir el pulso de los debates, las protestas, un país en cambio y ebullición. Algo que décadas más tarde le podríamos contar a nuestros nietos.

Pero en marzo nos cayó el coronavirus. En pleno vuelo.

En cada país se siente como un mazazo especial, como si este parón económico, esta enfermedad que se ensaña con los viejos y los pobres y deja al descubierto la falta de inversión en sanidad fuera especialmente mala aquí, para nosotros.

Pero en Chile este parón en medio de la euforia y la violencia germinal fue duro de una forma distinta a la de los demás países de la región.

Por una parte, fue llovido sobre mojado. La crisis ya había afectado al estado y a la empresa privada, a los empleados y sobre todo a los autónomos.

A causa del estallido social de octubre, muchos negocios habían tenido que cerrar, otros habían sido saqueados por los que, aprovechando el desbarajuste general y que las fuerzas del orden estaban reprimiendo manifestantes, desvalijaron y quemaron innumerables comercios.

Los restaurantes y los espectáculos estaban cerrados desde octubre. Por las noches las calles estaban vacías, menos las que estaban llenas de ruido y furia y bombas molotov y gases lacrimógenos. La economía chilena pendía de un hilo.

El gobierno ya había transigido con algunos derechos sociales, pero lo esencial se mantenía, y no era el derechista Piñera quien iba a transformar esta flaca línea de tierra en el Cono Sur en un estado social. Chile seguía siendo el país más privatizado de Occidente. Y con el coronavirus, eso quedaría rápidamente de manifiesto.

Cuando empezaron a conocerse las noticias de la extraña gripe que de China pasaba a Europa, las paredes seguían pintadas en todo Santiago con las demandas de los manifestantes.

Pedían:  

1) salud pública (en Chile, oasis de la empresa privada, nadie consulta a un médico sin pagar y nadie se hace una operación sin hipotecar la casa),

2) pensiones públicas (los “Chicago Boys”, economistas ultraliberales del hiperautoritario Pinochet impusieron un sistema de pensiones privadas, con financistas que juegan a la bolsa con los aportes provisionales de los trabajadores y los jubilados cobran un 20 o 30 por ciento de lo que eran sus magros sueldos) y

3) agua púbica. En Chile, hasta el agua de los ríos y los lagos es privada.    

Y entonces vino la pandemia. Y la falta de cobertura sanitaria para los pobres y en las regiones más castigadas por la crisis, la pobreza desesperante de los ancianos y unas regiones, sobre todo en el norte, desérticas y sin agua, lo agravaron todo.  

En las redes sociales, muchos manifestantes, de los que todo lo limitan al ámbito local, sacaron una conclusión lógica: esta patraña del virus es un invento del gobierno de Piñera para sacarlos de las calles, para encerrar la protesta, para volver a sacar a los militares e instaurar, como en octubre, otra vez el toque de queda.

Porque efectivamente, hubo recomendación, que luego se transformó en orden, de encerrarse cada uno en su casa. Hubo militares en las calles. Y a la hora en que escribo estas líneas, las 11 de la noche de un lunes, hay toque de queda y no se ve un alma por mi ventana del centro de Santiago.

Cuando esto pase volveremos a las calles con más ímpetu, gritan los tuiteros y profetas de Instagram. Pero nadie sabe cuándo pasará esto.

Chile hoy está en silencio. Siento que de la protesta al encierro no hemos tomado fuerzas ni siquiera para cantar en los balcones.

Los profesores vemos como las plataformas digitales de nuestras universidades no alcanzan, que nuestros estudiantes no tienen internet o no tienen ordenadores, y viven hacinados con padres que perdieron sus trabajos o necesitan la única computadora de la casa para trabajar encerrados.

Hay miedo. Hay desconfianza. Muchos opinadores de los que pedían la cabeza del presidente hoy quieren creer que tiene algo de autoridad y liderazgo para sacarnos de esta. Después seguirá la lucha. Pero ahora detrás de las ventanas, muchos de los que salían a la calle a exigir cambios ruegan por que las cosas le salgan bien a este gobierno, que es el que tocó en este desastre inesperado.

Bajo a la calle a sacar la basura. No hay un alma. Contenemos la respiración, a ver si logramos engañar al virus, porque camas en las clínicas privadas ya no quedan. Uno de mis vecinos escucha, bajito, en su refugio, El derecho de vivir en paz, el himno de Víctor Jara con el que hace uno y dos meses salíamos todos a la calle a soñar con un mañana distinto.

¿Cuándo fue que se llenó Plaza Italia con más de un millón de revoltosos que cantaban y bailaban y agitaban láminas con dibujos hechos a mano? Fue ayer. Plaza Italia era por las tardes un Woodstock. Y cuando venían los carabineros con sus carros de guerra a tirar agua a presión, y gases lacrimógenos y balines y perseguían manifestantes a cachiporrazo limpio… el Woodstock se transformaba en un Vietnam.

Ahora la plaza es un desierto.

¿Cómo saldremos de esta? ¿Volverá Chile a la revuelta y el camino al cambio, que se veía venir? Nada será igual, se dice en todos los países donde cayó como una plaga bíblica el COVID19.

Pero en Chile nada iba a ser igual. ¿Y ahora?

Esta noche, estoy encerrado tratando de grabar audios para mis alumnos de primer año, que nunca llegué a conocer porque la orden de cerrar las universidades vino la noche antes de dar la bienvenida a los novatos. En el patio de la universidad se apilan las sillas que los estaban esperando. Una pila de cientos de sillas, vacías y en silencio. Con esa imagen me quedo, por ahora.

En el país donde todo iba a cambiar, hoy no hay más que por ahora.   

Este artículo fue publicado por la revista catalana Política & Prosa el 30 de marzo de 2020.  

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5 de abril de 2020
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Madrid, zona cero

El asfalto es más gris que nunca y transmite toda su dureza vaciado de vida. De repente, las ciudades se han convertido en un bodegón mudo, sin ambiciones, sin uso. Como el plato con la manzana a medio mondar, delante del pintor que atrapa un trozo de realidad y la paraliza con sus pinceles. Venecia sin góndolas; el Rastro madrileño libre de regateos; Times Square, sin olor a grasa requemada; la Rambla de Barcelona, inmaculada.

Al barrio aún no han llegado los militares, que en lugar de fusil deberían llevar una flor en el pecho. En la radio y la tele, la publicidad suena anacrónica: el mundo está en pausa, en una derivada de aquel arresto domiciliario que siempre nos sonaba a chollo cuando lo oíamos sobre algún infractor. Queremos entender la situación pero ignoramos cómo. ¿Cómo puede ser capaz un murciélago de derrotar al mundo? ¿Cómo es posible que nadie la previera, a pesar de la tragedia en China? "El virus de Wuhan", le ha llamado Mike Pompeo, secretario de Estado de Trump, buscando culpables, y a la vez entorpeciendo la única salida posible: la unidad global. Porque estamos ante una guerra silenciosa, sin morteros ni tanques. También sin líderes al frente. En su lugar, un balbuceo disonante de políticos que han mantenido posiciones encontradas ante la amenaza, lloriqueando por lo suyo, excepto Angela Merkel, que afirmó presta y sin eufemismos que entre el 60% y el 70% de la población alemana se contagiaría, dispuesta a abandonar el déficit cero a fin de paliar el impacto del coronavirus.
En la calle, todos somos parados que vamos a comprar el pan para regresar corriendo al refugio. Hay más hombres que mujeres; llevan una bolsa vacía bajo el brazo. La dependienta de una sucursal bancaria ha salido a fumar. Los estancos permanecen abiertos, el tabaco vuelve. Nos sonreímos, decimos: "Días difíciles" con un hueso de aceituna atascado en la garganta. Los perros apenas se saludan, olisquean la huella del pastor alemán del vecino, pero ya no se demoran, al trote como sus dueños que han dejado de pasear.

Empiezan a entrar mensajes que traen un aire de Navidad anticipada. Buscamos un árbol imaginario para agarrarnos a él y creer. En sus Despachos de guerra (Anagrama), el periodista Michael Herr -fue guionista de Apocalypse now - cuenta que la fe, incluso la amarga, siempre aparecía en las trincheras. "Como la del marine negro del que contaron que durante un intenso bombardeo, en Con Thien, dijo: "No os preocupéis, muchachos, Dios ya pensará algo". Pero mientras tanto, pensemos también nosotros, repensemos nuestro mundo.

 @bonetjoana

 

 

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4 de abril de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (VIII): cuando el animal es símbolo

Los rituales y costumbres de un grupo humano evolucionan o son sustituidos por otros nuevos, pero no pueden ser pura y simplemente eliminados, al menos de considerar que es posible una sociedad humana carente de entramado simbólico.

Y en todas las culturas hay formas de relación con el animal que suponen la instrumentalización del mismo, no ya por exigencias de la propia subsistencia de los humanos, sino por motivaciones que cabe considerar de tipo espiritual, al igual que lo es (aunque de signo contrario) la de los partidarios de la homologación en derechos de humanos y ciertas especies animales. Tal es desde tiempos inmemoriales el caso de sacrificios animales vinculados a creencias religiosas, o el caso de la fiesta de los toros (en zonas de España, México o el Mediodía francés) que tanta polémica (a veces con elevadas dosis de acritud) despierta, aunque cabe decir que hoy el debate la trasciende.

Sin ir más lejos todos los ingredientes de un ritual están presentes en la matanza del cerdo, sin que obviamente quepa tachar a los campesinos de una disposición agresiva contra los animales sacrificados. Lo cual no es óbice para que hoy se cuestione el ritual como tal y no ya ciertos aspectos que chocan con nuevas pautas sociales de conducta.
Y la cosa no se detiene ahí. Baste evocar el movimiento que se expande en Europa en contra de la caza. Sus militantes tienen la convicción de hallarse atravesados por un imperativo de elevadísima moralidad. Y desde luego, más o menos conscientemente, entre sus motivos cuenta el estar "del lado de los justos", dimensión constitutiva sino de toda religiosidad, sí al menos de la que ha marcado primordialmente nuestro entorno cultural. Es forzoso no obviar este aspecto, que explica muchos de los anatemas que hoy se lanzan contra todo aquello que pone en cuestión el imperativo de no instrumentalización de los animales. No se salvará el discurso científico o filosófico que relativice sus fundamentos. Pero no se salvará tampoco la literatura o la creación. Abordo este espinoso asunto en la próxima columna.

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3 de abril de 2020
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Me adapto

Dado que mi régimen ordinario de vida se reduce a dos actividades, trabajar como escritor en mi cuarto de estudio y salir al campo a dejar despojos cárnicos para alimento de aves necrófagas, se entenderá fácilmente que la orden confinatoria me afecte sólo a medias, es decir que la coerción se produzca exclusivamente al impedir que cargue en el automóvil los despojos, los traslade al monte y los eche en lugares de seguro y fácil acceso para las aves carroñeras. O sea que para mantener, en parte, esta segunda actividad decido colocar la carne en una de las terrazas de mi casa, en la de horizonte más despejado, sobre un ancho y elevado antepecho que permita a las aves posarse y comer, e incluso dar rápidas pasadas capturando al vuelo, con las garras, la pitanza. 

  

Especies orníticas registradas, con indicación de su comportamiento trófico:  

  

-Carbonero común (Parus major). A diario un macho picotea la grasa.

-Gorrión común (Passer domesticus). Dos hembras y un macho visitan, con poco entusiasmo, pero a menudo, el enclave. Apenas comen.

-Urraca (Pica pica). Las dos parejas de la zona se muestran muy activas; a primera hora transportan pedazos para almacenarlos y a mediodía vienen a comer compulsivamente. 

-Tórtola turca (Streptopelia decaocto). Una pareja tira, con fuerza inusitada, de los extremos de los cartílagos.

-Milano real (Milvus milvus). Varios ejemplares dan rápidas pasadas llevándose los pedazos de mayor tamaño, para luego volver, posarse y acabar con las migajas.

 

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3 de abril de 2020
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Luz de gas

Estaba escribiendo con la estufa a mi lado, a modo de musa calefactora, cuando llegó la factura. Caían copos de nieve en primavera, y mi cabeza se dio momentáneamente al disparate. La factura era de luz y gas, y no de luz de gas, como había creído leer, pensando en un famoso drama inglés de miedo que Cukor llevó al cine con Ingrid Bergman. Recapacité. Las compañías eléctricas y gasísticas, Endesa, Iberdrola, Repsol, Naturgy, por citar las mayores, desean evitarnos los malos tragos; la palabra eléctrica, en contra de lo aparente, no es un derivado de la vengativa Electra de los griegos. Y en la tragedia actual del corona-virus nos alivian, pues así podemos leer novelas cuando cae la noche, ver las noticias y usar el gas ciudad a discreción. Pero hice cálculos. Del monto de luz y gas consumidos que 46 millones de españoles van a pagar mientras dure el encierro en casa una parte muy substancial le corresponde en justicia a otros: empresarios y trabajadores del cine de las pantallas oscurecidas, de teatros de candilejas apagadas y focos que no alumbran al actor, expositores de novedades invisibles en las librerías cerradas, guitarras sin corriente ni altavoz, orquestas con atriles sin luz, los fogones extintos de la hostelería, y las cien mil bombillas que llevan semanas sin iluminar las aulas. Sitios que también hacen funcionar el país y proporcionan, además de salarios, un bien placentero. 

Mi compañía energética, que es una de las grandes y de la que no tengo queja, ha tenido un gesto sensible: demorar los pagos. Insuficiente. Atrevida pero no disparatada creo la modesta proposición de que un tercio del dinero abonado por todos los usuarios a partir de la próxima factura sea descontado durante el tiempo que se estime prudencial y destinado a un fondo de estímulo y ayuda a quienes no pudieron encender sus luces para enseñar, hacer reír o soñar, alimentar, estar juntos.

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2 de abril de 2020
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Sin el dolor no habríamos amado (Día 20)

Hacer cada día la cama. Fregar como nunca antes lo habías hecho. Tomarle la medida al polvo, que ejerce de notario del tiempo a través de esas partículas que se depositan sobre los muebles, arrastradas por las brisas y desintegradas por la luz del sol. Sentir que ordenar y abrillantar el espacio que te rodea supone ganarte el pan de cada día. Limpiar, además, la escoba, la fregona, las bayetas, desinfectar lo que arranca la suciedad. Tal es nuestra pequeña hazaña diaria: agarrar el estropajo como una manera de ordenar el caos, de ponerle marco a la incertidumbre, de rezar por los que mueren mientras desincrustamos la mierda.

Hoy no cotizan la lágrimas. Nos empequeñecemos al no ser capaces de comprender esas muertes sin contabilidad. ¿Qué ha sido de nuestro sistema sanitario de excelencia si los profesionales apenas pueden protegerse ellos mismos? ¿Y del control médico si no se puede diagnosticar a quien está infectado? Bien sabemos que no somos China ni Corea, y que los latinos tenemos fama de que se nos cae el tejado de casa encima. Se augura una vasta llanura de tiempo hasta alcanzar el dominio del virus. Aunque largo, se trata de un estado provisional, nos decimos, arrepintiéndonos de haber pensado algún día (pre-virus) que nuestra vida se hallaba en un impasse cuando en realidad desbordaba plenitud.

Han regresado las fronteras, y las fantasías de ponerle puertas al campo se han materializado. Cuando vemos películas y series, nos golpea el deseo de salir al ver a gente viajando, arrastrando una maleta, mirando por la ventanilla. La idea de viaje empieza a espesarse; recordamos el último, casi un milagro, pero a la vez rompemos las cadenas de un estilo de vida enfermo, agitado, que apenas nos permitía un instante de tedio para ver llover.

El clima también se desploma. Anoche granizaba, y el haz de luz de la farola convertía la lluvia de hielo en una ilusión infantil: chispas nevadas y cálidas revoloteando sobre sí mismas. La belleza no se ha ido. Estamos obligados a ejercitar el ojo, a hacer flexiones con la mirada para atraparla. Lo cotidiano nos absorbe, la casa, nido, refugio, casillero del ser, nos desafía. Dicen que los poemas no se terminan, se abandonan, y yo me abandono lentamente entre las páginas de la última antología de Joan Margarit "Sin el dolor no habríamos amado", recién salido de la imprenta de Chus Visor. Sus versos tienen algo de mantra y chimenea: "Los periódicos, sobre una butaca/ son como un animal de compañía/ que yace, indiferente, dormitando./ La soledad no conmemora nada./Es una geografía".

 
@bonetjoana 
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2 de abril de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (VII): proteger la naturaleza y protegerse de la naturaleza

Y sin embargo la naturaleza no siempre nos es favorable. Y no puede ser considerado maltrato de la naturaleza el defenderse de ella cuando es perjudicial, no ya para nuestra existencia sino también para nuestra exigencia de vida cabalmente humana. Obviamente no es contrario al imperativo general de la moralidad el eliminar formas de vida que constituyen una amenaza directa o indirecta para la especie humana o para el medio natural en el que esta habita. Defensa desde luego sin connotación de enemistad. No puede haber acritud ante la naturaleza y en consecuencia no debe haberla ante un animal potencialmente dañino que nos disponemos a eliminar. A este simplemente se le combate. En la gran narración Moby Dick la alarma del segundo de a bordo, Starbuck, se despierta cuando en una conversación con Ahab descubre que este tiene verdadero rencor a la ballena, erigida en emblema físico de una suerte de hacedor maligno, al que los hombres tendríamos toda clase de razones para odiar.
 

La locura de Ahab consiste en proyectar sobre la naturaleza meramente animada una queja que sólo tiene sentido en el marco de la moralidad, es decir de una relación entre los hombres. El simple hecho de respirar supone ya inserción en ese ciclo de transformación, emergencia y destrucción que es siempre la vida.

Desde luego la generalización de una moralidad que extendiera sin más el imperativo kantiano de no instrumentalización de los seres humanos al resto de los animales (no digamos ya si se trata de la vida en general, vegetales incluidos) entraría en contradicción con la exigencia de conservación de la especie humana.

Por ello además de que es legitimo eliminar los animales dañinos, tampoco puede ser contrario a la moralidad el buscar las formas de alimentación más beneficiosas para el sano mantenimiento de nuestra especie, considerada en el momento presente o en el ciclo de las generaciones. Y no estoy tomando partido en la controversia sobre si una dieta vegetariana hubiera sido suficientemente rica en proteínas y calorías como para permitir el desarrollo del cerebro, o más bien fueron necesarias proteínas de origen animal. Creo que no es necesario entrar en ello. En ocasiones podemos quizás permitirnos una dieta vegetariana, pero no siempre es así y desde luego supone una subordinación de los intereses de nuestra especie el renunciar a modalidades de alimentación a las que otras especies no tienen (¡no pueden tener!) escrúpulos en recurrir.

Hasta aquí debería haber general acuerdo, lo cual supone por ejemplo que los convencidos de la bondad del Veganismo respeten en la práctica el comportamiento de quienes no profesan tal forma de espiritualidad (disposición tolerante hacia los demás que se exige en democracia a todo fiel de una u otra ideología, o convicción religiosa).

Protegemos al animal que potencialmente nos es favorable, y podemos llegar a tener cariño por el mismo, lo cual no es óbice para que eventualmente le demos muerte, a fin de alimentarnos o cubrirnos con su piel, pero-eventualmente- también a fin de mantener viva la reminiscencia de un hecho (quizás inconsciente) forjador de una u otra civilización, bajo la forma de ritual.

 

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1 de abril de 2020
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Lección en casa

¿Salimos al mundo o seguimos arreglando la casa? ¿Empuñamos nuestra condición o reparamos un grifo? Cuando acabe la plaga y nos hallemos en un mundo arrasado, ¿Kafka o Abraham?
 

Roberto Calasso me revela que en una carta de Kafka a Klopstock (junio 1921) el escritor le da un giro al dilema de Abraham y se pregunta cómo pudo tomar a Isaac en prenda para el sacrificio, dice, "a la manera de un camarero que recoge unas toallas". Kafka imagina a un Abraham que no consigue salir hacia la colina para degollar a Isaac porque siempre tiene cosas que resolver en la casa. Ahora una ventana, luego una tomatera. No logra convertirse en patriarca: la indecisión le impide obedecer. Es un Bartleby.

Parece un esbozo de El castillo que quedó tan inacabado como el Abraham imaginario, pero en la carta usa una frase, "poner a punto la casa", que no figura en el Génesis. Viene de Isaías, cuando el profeta anuncia su muerte a Ezequiel. "Pon a punto tu casa porque morirás y no vivirás más", le dice. Kafka traslada (¿adrede, sin conciencia?) la frase de un libro a otro para que coincida con su Abraham indeciso y hacendoso, tan cabezudamente ocupado con las cosas de la casa que no tiene tiempo para degollar a Isaac.

Es una alabanza de la atonía ante la Ley. Siempre distraídos con las tareas de la casa (un dinero, un hijo, un libro, un fornicio, un partido), olvidamos que la muerte se cierne y de ese modo evitamos tomarnos en serio como carne mortal. Son tiempos de coronavirus y estamos cerrados en la casa donde seguimos poniendo las cosas a punto, en tanto que fuera aúlla la huracanada voz que exige sacrificios y muertes girando sobre nuestro terrado. La actual es una situación excepcional, pero nos ilumina sobre la vida llamada "normal". Si esta vuelve, ¿salimos al mundo o seguimos arreglando la casa? ¿Empuñamos nuestra condición o reparamos un grifo? Cuando acabe la plaga y nos hallemos en un mundo arrasado, ¿Kafka o Abraham?

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31 de marzo de 2020
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El Boomeran(g)
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