Vicente Molina Foix
Cuando lo crucial es el babero que el enfermo lleve mientras respira en la UCI, o las batas del personal sanitario, otra ropa ha cobrado importancia entre los que dicen actuar según altos principios cuando solo miran por sus propios fines. Primero fue Pablo Iglesias, un republicano legítimo e inteligente que hace tontadas frívolas: meterse, por ejemplo, con el traje de gala militar de Felipe VI, que también representa al pueblo así vestido, como los reyes y reinas de otros estados democráticos del norte de Europa, nunca subordinados a sus ejércitos, que, ahora se ha visto claro, son más asistenciales que beligerantes, y mueren víctimas.
En tanto que izquierdista chapado a la antigua, yo detestaba el correaje y la gorra de plato que me tocó llevar casi 15 meses en el Ministerio del Aire, un paraíso de dandies comparado, decían rencorosos los de Tierra, con el chusquerismo de sus mandos y el marronazo de su uniforme. Acabada la mili, en el verano de 1975 viajé de turista a Portugal con una pareja de amigos, y en Elvas, nada más cruzar la frontera, encontramos albergue ya entrada la noche en una pousada histórica; el recepcionista era un joven suboficial armado. El muchacho se hizo un lío con las llaves y no se daba maña con la factura al irle a pagar, pero sacó el clavel del fusil en la despedida para regalárselo a la chica rubia que nos conducía a su novio y a mí. ¿Franquistas nosotros? ¿Representante de la bota marcial aquel sargento que un año antes había hecho la revolución sin pegar un tiro?
Después de la simpleza de Pablo Iglesias, lo de los generales. Es bueno que no vuelvan al podio de las inacabables ruedas de prensa. Iban también ellos como jefes de un estamento de servicio a la comunidad al que llegaron por su saber estratégico o sus dotes de mando. No por su bien hablar. La elocuencia a un militar no hay porqué suponérsela. Picos de oro electos oímos muy embaucadores. Menos mal que a nosotros nos queda la última palabra, cuando toque darla.