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Hallado en el laberinto del tiempo

En 1895, Antonio Martínez Ruiz (aún no era Azorín), llega a Madrid dispuesto a convertirse en un gran periodista. Esta imagen me fascina porque ilustra una época extinguida. Antaño algunas ciudades diminutas mantenían el empaque de las capitales imperiales, París, Londres. El que valía estaba obligado a demostrar su talento en el más cruel de los tablados. Así Lucien de Rubempré desde la colina del Sacre Coeur, con la inmensa capital tendida a sus pies, el desafío: "¡Ahora solos tú y yo!".

    Un día ve llegar al Congreso a don Práxedes Mateo Sagasta. "Desciende de la berlina de la Presidencia del Consejo, tirada por dos magníficos caballos, y se queda un momento inmóvil en la acera". Aquellas berlinas que sugieren ministros ingleses bajando del coche con la chistera en la mano y mojando sus botines de polaina en el suelo lluvioso. Los carruajes que usaban los jerarcas para mostrarse en público y sobre los que caían bombas nihilistas, disparos anarquistas. Muchos fueron los hombres de estado y miembros de la realeza que murieron en el carruaje anticipando el asesinato de Kennedy con la pobre Jacqueline reptando agusanada. Son escenas tan eternas como la del niño que se quita una espina del pie.

    Luego Martínez, que era un hombre gordo, lustroso, bermejo, se transformó en Azorín y fue perdiendo grasa. Su estilo también se afiló para no abandonar al propietario y de una prosa de latinista lector de Tácito, acabó en una exótica antelación del minimalismo. Entonces fue cuando le conocí y pude asistir a otra escena eterna.

    El estudiante y su novia se acercan a la altísima puerta. Pulsa el timbre y abre una muchacha. "¿Cree usted que nos pueda recibir el señor Azorín?", pregunta. Y en efecto les recibe hundido en la enorme cama con dosel. Está en los huesos, acabado, mucho más esquelético que en el retrato de Zuloaga, pero tiene fuerzas para firmar el libro del estudiante mirando fijo a la novia con ojos desorbitados. Bajo la firma añade la fecha, 1º de febrero de 1967. Duró pocas semanas. Debió de ver en Virginia al ángel de la muerte.

 

Artículo publicado el domingo 28 de febrero de 2010.

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3 de marzo de 2010
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La escalera

La generalización del ascensor y de los rascacielos o las casas de muchos s pisos han restado significación, presencia e importancia a la escalera. Incluso simbólicamente la escalera se encuentra desgastada.

¿Ascenso a los cielos? ¿Descenso a los infiernos? ¿Alta y baja jerarquía social? Tanto en Las Meninas como en Las Hilanderas, Velázquez se vale de unos cuantos peldaños para significar, en el primer cuadro, la menor importancia del oficio de pintor y, en el segundo, de la diferencia entre un nivel y otro de los escalones que marcan la diferencia temporal (y cualitativa) entre la cota superior, relacionada con la eterna fábula de Aracne y el quehacer contemporáneo.

Igualmente, en el teatro la diferencia de alturas entre el patio de butacas y el plano del escenario expresa la gran distancia entre el tiempo real de los espectadores y el tiempo de ficción liberado de lo cotidiano.

En los palacios, en los tronos, en los sitiales papales, una sucesión de escalones representativos marca la jerarquía entre la autoridad  y la plebe, lo sagrado y lo profano. Así, casi todos los elementos arquitectónicos, por no decir todos ellos, incluyen una ideología o conllevan un concepto del orden social,  de la vida, la moral y sus poderes.

En el presente, la escalera de nuestro hogar como la silla, la mesa o el vaso se han funcionalizado al extremo de ir apagando sus significados pero hasta el barroco estuvo muy presente la simbología formal que señalaba los fondos éticos y sus diferentes espasmos por categorías.

Mi buen amigo Juan Antonio Ramírez, fallecido en 2009, escribió en una exposición sobre "El Espacio Privado", donde participamos juntos con Fernández Galiano de comisario, que la escalera más famosa del arte contemporáneo sería la de Marcel Duchamp,  Nu descendant un escalier (1912), que apenas significaba nada del pasado monárquico o , mejor, lo tenía en cuenta para ironizar sobre su decadencia.

Prácticamente, todas las casas que tienen hoy una escalera relevante son viejas construcciones campesinas o dúplex suburbanos. En ambos casos, la función de la escalera mata su significación y su despechada incomodidad a su gloria.

Sin embargo, en las pocas viviendas de grandes ciudades donde todavía no han instalado  ascensor y los cuatro o cinco pisos hay que subirlos andando, se asume, por excepcional, una importancia simbólica a la escalada. Se  trata en esos supuestos no tanto de situarse por encima de los demás como de emplazarse, a la misma o parecida altura, en las afueras de su mundo simbólico. La larga escalera es incómoda, fastidiosa, disuasoria, pero todas estas condiciones contribuyen a otorgarle, aún penosamente, una cualidad distintiva y a  concederle una identidad y argumento diferenciales.

Sólo los jóvenes o muy jóvenes desheredados aceptan un quinto piso sin ascensor pero también pintores, escultores, escritores,  artistas  en general admiten la circunstancia de un estudio encimado, conquistado a pie, como un importante carácter de martirio para su trabajo.

 Efectivamente cuesta llegar hasta allí pero ¿cómo no hacer coincidir este esfuerzo muscular y bronquial extraordinarios con alguna obra fuera de lo más común? Al fin de la escala el cuarto aparece  como una planicie conquistada a través de un esfuerzo sacrificial donde la obra tiende de manera natural a convertirse en sagrada.

Nada garantiza por su altura un resultado mejor o excelente pero ¿quién podría negar que el esfuerzo suplementario y voluntario, asumido en la elaboración de una obra de arte, es un elemento de valor añadido y de fervorosa perfección ?

Prácticamente todos los efectos que se reciben de seguir los pasos del creador hasta su desvencijado estudio anormalmente elevado llevan a pensar que su trabajo posee una característica no común y acaso, tan rara y  elevada o esforzada, como extraordinaria.

De este modo, en los dúplex o triplex, comunes en el extrarradio los propietarios tratan de demostrar ante la visita una agilidad gimnástica inusual y en prueba no sólo de que esa diferencia de niveles viene a ser un inconveniente trivial sino que, sobre todo, la exposición de su superior forma física los capacita tanto para desacreditar a los de vulgar propiedad horizontal como a los de supuesta graduación mercantil más elevada.

Esto dicho, la escalera posee además unos factores oníricos que refuerzan  su influyente lado irracional. Con o sin el uso de la escalera para acceder al piso, la escalera  forma parte del profundo sentir de la vivienda.

El ascensor nos sube y nos baja automáticamente, en ausencia de memoria, sin necesidad de pensamiento mediador, pero la escalera nos salva o nos condena estructuralmente. El ascensor pertenece al universo de las máquinas y su acción se agrega como una prótesis imaginaria, lo menos cabal o textual de nuestras  vidas. La escalera, sin embargo, se halla inscrita en la escritura y en el subconsciente alfabético, con una intensidad además simbólica que nos lleva la muerte o nos hace escapar simbólicamente de ella.

Simbólica y fugazmente porque, de una u otra manera, la escalera siempre desciende, o sólo asciende, cuando la vida fulgurante e imaginaria nos  supera. En términos de edificación personal, en términos de un mundo constructivo, la escalera nos hunde.

Todas las escaleras de hoy tienden más hacia el sótano que hacia al ático. O de otra manera: el ático pertenece a la infancia del amor romántico mientras el sótano es el depósito fundamental de nuestra edad, el peso de nuestra historia y nuestra habitación en llamas o sombras frías.

 Se trata en esencia de lo mismo: caemos por la escalera. Siempre hacia abajo. Morimos para siempre a un nivel que, ya sea  la tumba o en el nicho, el enterrador se mueve en una escalera por donde su terminal y funeraria maniobra baja.

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3 de marzo de 2010
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Mi tercer Gracg

 

 

 

Al margen de los ruidos, de las ventas, de los premios, de los medios y los mediadores; siempre al margen ha crecido la literatura de Julien Gracg. Es la tercera vez que vuelvo a Gracq en éste bar. Me hubiera encantado haberlo conocido pero si lo hubiera encontrado en unos de sus viajes por España, no me imagino de qué hubiéramos hablado. Recorrió algunos cercanos caminos, cruzó por lugares que amo, escribió sobre queridos espacios, compartió varios de mis amores castellanos, navarros y del Delta del Ebro. Si me hubiera encontrado con el discreto escritor no le hubiera dirigido la palabra. O es posible que hubiéramos compartido, en silencio, alguna ensoñación mirando algún paisaje. También podríamos compartir un whisky mientras en el salón suena algo de Wagner.

Dentro de unos días estaré en una de sus ciudades, Nantes. Uno es de dónde hizo el bachiller. Gracq, que nació cerca de esa ciudad a la que supo dar forma literaria, es de esa ciudad dónde conoció la literatura de Stendhal, la ciudad de Julio Verne. Y la ciudad de Jules Vallés, ese escritor que representó una forma de anarquismo, de individualismo y rebelión, muy diferente a la de Gracg, pero tan querida. Julien Gracq también fue un rebelde, un ácrata educado, el primero en no aceptar el prestigioso premio Goncourt. Y el que nunca recibió el premio Nóbel porque bien sabían los suecos que nunca asistiría a la noble ceremonia.

 Ahora vuelvo a Gracg  por dos motivos. Dos nuevas traducciones de su obra, no muy extensa  pero toda esencial. Por un panfleto de los años cincuenta que fue publicado por Albert Camus, lo que una  vez más le honra, y que se llamó "La littérature à l'estomac". Traducida espléndidamente para "Nortesur" por Maria Teresa Gallego como "la literatura como bluff". Sesenta años después todavía tiene vigencia, aunque no seamos franceses, ni tengamos sus "reverencias" por la literatura, ni tengamos sus escritores. Sirve como grito inteligente contra la literatura tomada como una evasión, una diversión, para los ratos de ocio.

La otra razón, el otro libro que también es la primera traducción al español, es un curioso ejercicio a cuatro manos, "Trébol de cuatro hojas". Publicado por la cada vez más interesante editorial "Demipage" y reuniendo cuatro textos escritos a principios de los años cincuenta. Unos años en que el surrealismo estaba en plena lucha contra los nuevos realismos, los nuevos narradores y los viejos compromisos. Libro de ensoñaciones y realidades, cuatro escritos independientes, poéticos y fantasiosos, firmados por André Bretón, Julien Gracg, Lise Deharme y Jean Tardieu. La escritura como deseos de volar. La imaginación que se nutre de irrealidad tan cercana, esa magia cotidiana que tanto gustaba a Breton y  a sus amigos como Gracg.

En su relato, "Lo ojos bien abiertos", Gracg nos propone sacar partido de nuestra gracia de ser soñadores despiertos. Buscar esa cualidad de la ensoñación que nos permite acercarnos a la mirada poética, al viaje a la manera de Baudelaire. Un viaje dónde no es nada extraordinario poder permanecer atentos a nuestras ensoñaciones. Conseguir "la facultad de saltar con más ligereza, con más libertad, de una imagen a otra, de despertarlas en cadena con un código secreto, conforme a las leyes de correspondencia igualmente ocultas. En otras palabras, se trata de un cierto arte de la huída, más que una aptitud para percibir imágenes desconocidas".

Recomiendo: siempre volver a Gracg, por sus novelas, por sus letrinas, por sus viajes o por sus ensoñaciones. Un profesor casi oculto llamado Louis Poirier, que quiso que le llamáramos Julien Gracg. Doble homenaje a Julien Sorel y a los Graco romanos, aquellos guerreros y pacificadores que también viajaron por España. Otra historia.

 

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3 de marzo de 2010
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El cronista de indios

Como era inevitable, la presentación en Barcelona de Egos revueltos, el último libro de Juan Cruz, resultó encantadora. Por razones extraliterarias, para empezar: al menos para mí, la posibilidad de estrechar la mano de Juan Marsé y de cruzarme con Joan Manuel Serrat me hizo sentir como un niño entre gigantes. Intuyo que la reunión en la Librería Laie fue un verdadero who’s who de la vida literaria en esta maravillosa ciudad. Aunque sólo me sentía en condiciones de reconocer unos pocos rostros (estaban los agentes Mercedes Casanovas y Willy Schavelzon, los escritores Juan Gabriel Vásquez, Jordi Soler, Enrique Vila-Matas y Rodrigo Fresán), estoy seguro de que todos los nombres me habrían sonado si se hubiese tratado de esas convenciones que lo obligan a uno a pegarse etiquetas identificatorias en el pecho.

         Pero el encanto principal es el que corresponde endilgarle a Juan Cruz, y por extensión a su libro. Anecdotario infinito, Egos revueltos (premio Comillas de historia, biografía y memorias) es en esencia una carta de amor a esa práctica oracular que es la literatura, y a todos los gremios que velan por ella, desde los escritores a los periodistas, desde los editores a los agentes. Durante la presentación salieron a luz tan sólo algunas de las pocas historias que pueblan el libro: cosas de Cabrera Infante, del inolvidable Rafael Azcona (a quien tuve el privilegio de conocer en Madrid, precisamente por gracia de Juan Cruz) y hasta de Fernando Esteves, actualmente en México, a quien Juan le reconoció pasta de editor cuando se escapó en secreto de un restaurant para lograr que Arturo Pérez Reverte tuviese el dulce de batata que anhelaba a la hora de los postres.

         El editor Malcolm Otero dijo algo que me pareció pertinente. Mientras hablaba del entusiasmo de vivir que es la característica más inocultable de Juan Cruz, dijo que el escritor y periodista siempre encontraba algo positivo que decir de las figuras a las que elegía entrevistar. En un medio tan signado por la individualidad y las mezquindades (la broma de Juan dice, precisamente, que para desayunar los escritores comemos egos revueltos), una generosidad como la suya destaca como el diamante en el lodazal.

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3 de marzo de 2010
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Dinero, fama y tecnología

Es lo que se necesita ahora para lanzar una carrera política. Mucho dinero, por supuesto, con el objetivo en algunas ocasiones de seguir alimentando la máquina del dinero: véase el caso de Berlusconi y su móvil original y básico, seguir haciendo dinero y evitar la cárcel que amenazaba a su avariciosa carrera. Fama, sin duda: una buena imagen, proporcionada por el mundo del espectáculo o del deporte constituye un buen cimiento para una carrera política; aunque obviamente, el primer componente, el dinero, puede echar una mano dentro de unos ciertos límites. El tercer elemento es el más nuevo de todos: el fetichismo tecnológico se ha incorporado al mundo político y sobre todo de los políticos de laboratorio, de forma que la utilización de los móviles, las redes sociales en Internet y, por supuesto, una página web parecen como las varitas mágicas para alcanzar el poder.

Con dinero, fama y tecnología se puede ir muy lejos. Pero el modelo no ofrece novedad alguna. Lo conocemos en versiones más o menos serias o grotescas desde hace años. No serán facebook o twitter los que aporten al político de laboratorio lo que éste no sepa ofrecer por sí mismo. Normalmente, la mayor vaciedad rodea las ambiciones políticas de los famosillos que se creen llamados por la historia para desempeñar un papel relevante en su país. Levantan una bandera, por lo común genérica y mitificada, y luego la rodean de lugares comunes y de sentimentalismo. En el mejor de los casos: por la misma regla de tres pueden esgrimir reivindicaciones teñidas de xenofobia o de sentimientos excluyentes. Lo único que cuenta siempre es su capacidad para movilizar emocionalmente a un público más o menos extenso. Dinero, fama y tecnología permiten tapar las vergüenzas de la falta de ideas, valores y propuestas efectivas por parte de quienes se lanzan osadamente, impulsados por una irrefrenable ambición, por supuesto personal, a salvar patrias y erigirse en lidercillos de pueblos irredentos. Si les queda un atisbo de sensatez y no se dejan engañar por sus asesores, leerán atentamente los estudios de opinión, escucharán el consejo de los expertos, y evitarán convertirse en monstruos políticos, aprendices de brujo destinados a atizar las bajas pasiones sobre las que se construyen las carreras de los políticos populistas.

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3 de marzo de 2010
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Spleen à Francfort

Maqueta virtual del pabellón argentino. Fuente: revista ñ Mientras Argentina se prepara para asistir este año a la Feria de Fráncfort, y ya se está haciendo la maqueta y todo, misteriosamente llegó a mi blog este texto-manifiesto de Beibbeder escrito en el 2004 sobre la famosa feria. Váyanse preparando, amigos argentinos, y no empiecen a pelearse quién va y a quién lo editan. Reciban lo que les toca con buen ánimo, humildad y sin grandes expectativas. Total, ya sabemos que los poster del Ché Guevara serán los objetos más vendidos de la exposición. Dice Fréderic Beibbeder:?Termino por comprender lo que no funciona: ¡No hay escritores en Frankfurt!. Es la mayor manifestación consagrada a los libros, pero no se habla más que de dinero. Se compra, se vende, se cambia, se sopesan las posibilidades del próximo García Márquez, las tiradas del Padrino IV, las posibilidades de adaptación cinematográfica de libros cuyos autores ausentes todavía no han escrito ni una sola línea?nadie, en una semana, me ha hablado de literatura.?Frédéric Beibbbeder, Spleen à Francfort, LIRE, Novembre 2004

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2 de marzo de 2010
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Los intermediarios

R.A.: Lo propio de lo filosófico es la vitalidad de la interrogación, y esa vitalidad no puede estar alejada de la esfera sensitiva, y por lo tanto artístico-literaria.

Delfín Agudelo: Pero en esta medida, el que establece estas diferenciaciones entre la escritura filosófica y la escritura literaria, o el que sirve de obstáculo hacia la esfera de lo sensorial, ¿se trataría acaso de esa figura a la cual tanta importancia das tú, como lo es la del intermediario?

R.A.: Sí, fueron los intermediaros que se presentaban como organizadores de la civilización, de la cultura de una sociedad; ellos son quienes han dictaminado estas diferenciaciones. Por ejemplo en la Edad Media claramente la figura del teólogo era una figura hegemónica, situada sobre la figura del filósofo, la cual era a su vez hegemónica sobre la del poeta/trovador. Si el filósofo era teólogo, bien; pero un filósofo que no lo fuera, quedaba en cierto modo marginado de la esfera de la edad media. En el mundo moderno el filósofo en su competencia con el científico ha intentado marginar al poeta y al artista. Y el poeta y el artista, a su vez,  ha buscado su status propio al margen de la filosofía académica. ¿Pero quién es el que ha marcado eso? Los intermediarios.

En el caso de la Edad Media, evidentemente era la propia estructura educativa de la iglesia la que marcaba quién era el teólogo, y también cuál era la cima de la organización del saber y de su transmisión. En el mundo moderno durante mucho tiempo quien ha marcado eso es la academia, las universidades. Hoy quizás eso sería más relativo, pero aún es así. De manera que todos sabemos que un artista contemporáneo es o no importante de acuerdo a unos criterios del marchante, del teórico, de un curador, de un crítico.

Pero creo que la interrogación del saber poco tiene que ver con esas clasificaciones epocales que dependen de criterios ideológicos, de las estructuras de cada época. En nuestro mundo un teólogo apenas tiene importancia desde el punto de vista de la hegemonía o autoridad del saber. En nuestra época la autoridad del saber es del científico, y esta autoridad a veces está peligrosamente en manos de supuestos especialistas y expertos que tienden a la parcialización unidimensional. Frente a ellos la interrogación filosófico-artística o literaria tiene que aspirar de nuevo a ser reconocible lo global y lo conjuntivo que hay en el hombre. Por tanto hay un papel importantísimo en este mundo de la interrogación filosófica y del mito artístico-literario para hacer frente a la hiper-especialización de la ciencia.

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2 de marzo de 2010
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La lengua polifónica

Siameses. Ilustración: María de los Ángeles Vargas. Fuente: Bienvenido pi pi pi pi ¿Escribir en castellano o en español? ¿Por qué los españoles sienten que el castellano de América Latina es un dialecto y reemplazan, por ejemplo, "zopilote" por "buitre" en los libros intercontinentales (Ruiz Rosas dixit)? ¿Por qué a los latinoamericanos nos sabe tan mal las traducciones de autores coloquiales a la española con su "joder" "tío" "esto mola" etc hasta el punto que incluso los hermanos Glass de Salinger parecen personajes de Verano Azul? La revista "Babelia" se pregunta eso a dos escritores, un español que conoce bien América Latina (José María Merino) y un colombiano afincado en Barcelona (Juan Gabriel Vásquez). Esto dicen:José María Merino: La anciana está tejiendo en un pequeño telar, sentada en una sillita, en uno de los extremos del enorme bohío de suelo de madera brillante -al parecer, el salón de baile de la pequeña localidad inmersa en la frondosa selva- en una de las orillas del canal, o mejor los canales, del Tortuguero, en Costa Rica. De esto hace más de veinte años. Es uno de mis primeros viajes a la América que habla español, y estoy charlando con esa mujer, que me cuenta algunas cosas a propósito del lugar, de los huevos de tortuga, tan sabrosos, de los pequeños caimanes que llevan a su cría sobre el lomo, de los monos aulladores, del tráfico fluvial que convierte los canales en imprescindibles vías de comunicación. Me sorprende su español, en el que la riqueza léxica muestra palabras para mí castizas, y hasta arcaicas -me trata de vos- junto a otros vocablos cuyo sentido tengo que adivinar -llama lagartos a los pequeños caimanes- igual que me sorprende la música que hace resonar su discurso, el modo de pronunciar las erres, las cadencias del fraseo. El momento, el esplendor solar convertido en una luz suave gracias al gigantesco arbolado y remansado en la solemne penumbra del bohío, la humedad que enaltece los aromas, quedan en mi recuerdo envolviendo ese español nuevo, diferente, que fluye de la boca de la mujer. [...] En la época de la que hablo he leído con atención y gusto a los escritores de lo que conocimos como boom latinoamericano -varios acabarán convirtiéndose en clásicos vivos de nuestro idioma- y he advertido las peculiaridades que le dan a su prosa su inconfundible identidad. Pero es a través de las palabras de esta mujer del pueblo cuando comprendo que mi lengua ya no tiene un único lugar de referencia, que puede ser la misma y presentar otra melodía, e incluso un léxico donde convivan pacíficamente lo habitual y lo ajeno, en tierras para mí muy lejanas. La revelación de que la anciana no habla una lengua segundona de la mía es, en cierto modo, similar a otra: la que, al leer a los cronistas y escritores de Indias, a raíz de mi primer descubrimiento americano, tuve al comprender que, en los Comentarios Reales, el Inca Garcilaso realiza un genial injerto, al contarnos la historia de sus antepasados a la luz de la cultura grecolatina. Con los años he recorrido muchos lugares de Iberoamérica, he vuelto a tener gustosas conversaciones con hablantes populares, y me sigue asombrando, con el deleite de compartir lo más hondo de ese patrimonio, la variedad de registros melódicos y la riqueza de los vocabularios. Los hispanohablantes nunca seremos capaces de abarcar todas las músicas de nuestro idioma, ni todo el léxico que lo enriquece. La fragmentación comunitaria ha favorecido la existencia de muchos reductos regionales, y en ellos surgen espacios verbales donde la intimidad, la familiaridad, ofrecen nuevos registros de un al parecer infinito panorama de modulaciones del español.Juan Gabriel Vásquez: He tenido que pasar catorce años fuera de Colombia -y diez años de escritura, o de intentos de escritura, en Barcelona- para enterarme de algo que todos sabían, menos yo: mi lengua está en peligro. Me refiero, claro, a la lengua española con que escribo mis ficciones: al parecer, el hecho de llevar tanto tiempo fuera de mi país es una especie de atentado contra su pureza. La lengua de un expatriado como yo está amenazada (me explican) por la globalización, y el resultado es la pérdida de sus matices locales o nacionales, y la consecuente creación de una koiné donde las novelas de todo un continente acabarán sonando igual. La lengua de un expatriado como yo está sitiada (me explican) por la ubicua y contaminante presencia del inglés, con el resultado -indeseable, por lo que se ve- de que la ficción latinoamericana ahora suena toda como una traducción de Cheever o Yates. Me parece que en ello, en estas bienintencionadas inquietudes, hay un gran malentendido: la idea de que la lengua literaria se comporta igual que la lengua hablada, y de que los escritores que pasan mucho tiempo en países ajenos corren el riesgo, como si dijéramos, de "perder el acento". Pues bien, no es así. Mi coterráneo Fernando Vallejo lo explicó bien en el menos vallejiano de sus libros: Logoi. "La prosa", dice allí, "es como una lengua extranjera opuesta a la lengua cotidiana". En otras palabras, la voz con que uno cuenta sus novelas es siempre una fabricación, una invención; desde Lázaro de Tormes hasta Jacobo Deza, la voz de la ficción es una creación artificial que sólo a grandes rasgos coincide con la dicción del escritor metido en eso que, a falta de mejores palabras, llamamos mundo real. Si uno siente, como siento yo, que siempre está escribiendo en una lengua extranjera, puede sin miedo dejarse contaminar por tres años de vida en países francófonos, por diez años de vida en español peninsular, por una vida entera en estrecho contacto con el inglés de varios países; y, lejos de amilanarse por ello, lejos de sentir y temer la desnaturalización de su lengua, comprenderá que esas voces y esos ámbitos que se le ofrecen en el extranjero pueden muy bien acabar por enriquecerlo. Así que ni la contaminación ni el descenso a la koiné me han preocupado nunca. Hubo un tiempo, sí, en que la exhibición indiscriminada de localismos bastaba para hacer literatura latinoamericana; ese tiempo, por fortuna, ha pasado, y de la superstición del color local -tan afín a esa otra superstición, la del nacionalismo literario- ya se ocupó Borges en El escritor argentino y la tradición, un ensayo de los años treinta que para mí tiene el lugar de un manifiesto

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2 de marzo de 2010
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El poder de las pesadillas

Recibí El poder del perro, de Don Winslow, como regalo de cumpleaños de parte de mi amigo el guionista Marcelo Camaño. “Te va a gustar”, me aseguró como quien sabe de lo que habla y me conoce bien. No tuve demasiadas dudas al respecto. Ya había leído algunas cosas sobre el libro de parte del gurú Fresán. El voluminoso relato me acompañó de Buenos Aires a Barcelona y siguió vivo en mi interés a pesar de los avatares del viaje –lo cual no es poco decir.

         Admito que tuve que luchar contra lo que se me apareció como chatura de su lenguaje. Quizás me jugaron en contra las palabras del maestro Richard Price, que en esos mismos días había insistido en la vieja idea de que más allá de lo que cuenta, cualquier relato debe proceder de acuerdo a las reglas incantatorias de la música: además de narrar bien, debe sonar bien. Y Winslow cuenta de una manera que para mi gusto es demasiado elemental. Mientras leía, no podía dejar de preguntarme: ¿será esta forma de narrar –plana y práctica, casi a la manera de un pre-guión cinematográfico- lo que el grueso de la gente quiere leer? Las cifras de ventas parecen indicarlo, al menos. En ese caso, amigos, estoy en problemas…

         En más de un sentido, leer El poder del perro se me antojó igual a releer las viejas novelitas de cowboys que le robaba a mi abuelo cuando niño, firmadas por nombres y alias estilo Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y Clark Carrados. Sus personajes no tienen más espesor que la plancha de papel sobre la que sus dudosas hazañas han sido impresas. Y sin embargo no pude dejar de leer sus más de 700 páginas. ¿Por qué?

          Imagino que su atractivo deriva del poder que todavía conserva sobre mí (y sobre Marcelo, aventuraría, y por supuesto sobre Rodrigo) otro subgénero de la narrativa infanto-juvenil: los cuentos de hadas con vena terrorífica, al mejor estilo Hans Christian Andersen. Esas narraciones que hoy se ven tan políticamente incorrectas (esos eran tiempos en que padres y escritores trataban de preparar a los niños para la eventualidad del temblor en la noche, en lugar de –como hoy tiende a hacerse- negar la posibilidad de su ocurrencia), trabajaban poéticamente sobre la naturaleza de este mundo. La idea no era sugerir la existencia de trolls, brujas y sirenas, sino más bien de poner en contacto al lector con el lado oscuro del universo y describir el azaroso camino de la existencia humana, que encuentra tan fácil destruir y tan difícil construir.

         En este sentido, El poder del perro es un terrorífico cuento de hadas para adultos, porque nos confirma lo que ya intuimos, o nos visita ocasionalmente en nuestras pesadillas: la idea de que el orden de nuestras civilizaciones es pura fachada, y que nuestras sociedades están en manos de organizaciones supralegales de un poder casi omnímodo que coleccionan naciones y presidentes como nosotros coleccionamos libros o música.

La diferencia entre los narcobarones, políticos y agentes secretos de El poder del perro y el Sauron de El señor de los anillos es una de género declarado, nomás: todos ellos resultan inasibles, tienen por aliadas a las clases medias y pudientes y a las elites científicas (¿qué otra cosa es Saruman en la novela de Tolkien?) y construyen un poder que crece de modo directamente proporcional a la debilidad humana. ¿O debería decir a su imbecilidad?

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2 de marzo de 2010
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I Congreso Virtual de la Lengua Española

 

Todavía sobrecogidos por la catástrofe que ha dejado tanta muerte y destrucción en Chile, algunos han tomado la iniciativa de intentar volver a la normalidad lo antes posible y darle cauce a experiencias truncadas por el terremoto. Una de esas actividades, como muchos de ustedes saben, es el V Congreso Internacional de la Lengua Española, en el que han trabajado tantas personas y durante tanto tiempo con ilusión y perseverancia y que, naturalmente, fue suspendido. Entre esas rápidas iniciativas para paliar esta parcela del desastre, el suplemento Babelia ha decidido ampliar el especial que empezó a publicar hace dos días en este blog: http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/ sobre dicho Congreso. Lo han transformado en un Congreso Virtual de la Lengua Española que empezará a funcionar desde hoy y hasta el viernes. Cada día habrá chats con académicos y escritores, audios de autores hablando de la lengua, un adelanto de palabras del nuevo Diccionario de americanismos (que se iba a presentar en el Congreso) y una pregunta a los lectores para que entre todos los hispanohablantes demos al castellano o español el tratamiento que merece, según explican desde el suplemento, e invitan a todos a proponer ideas y participación.

Creo que es importante, para quienes estamos interesados en la lengua y la literatura, participar activamente y con nuestra presencia (virtual) pues la iniciativa también sirve para medir el pulso de nuestra vinculación con las nuevas tecnologías, convirtiéndolas en verdaderas herramientas de participación social. Este fallido V Congreso físico que se iba a celebrar en Valaparaíso puede no considerarse del todo abortado; más bien puede convertirse en el Primer Congreso Virtual de la Lengua Española y también en el primero en que todos nos movilizamos para entendernos y entender el avance de nuestra lengua común. De manera que si lo desean, pueden dejar  aquí sus impresiones y comentarios sobre el debate que generarán las opiniones y las charlas, las ponencias y estudios de los participantes en el congreso: hay algunas participaciones muy interesantes. O bien lanzar alguna propuesta de debate que nos interese a todos. Así, el terremoto de Chile no habrá destruido también el acervo intangible de nuestra cultura.

 

 

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2 de marzo de 2010
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