Vicente Molina Foix
El primer temblor de mi vida no fue ‘kierkegaardiano’ sino meramente físico: en 1960, estando yo en la escuela, la clase se empezó a mover, rompiendo el tedio de la lección de álgebra. Y eso que no era ‘the real thing’, sino sólo una réplica, sentida en Alicante, a miles de kilómetros de distancia, del famoso terremoto de Agadir, que destruyó esa entonces bella ciudad semi-colonial del sur de Marruecos en la que, con el paso del tiempo, fui residente a tiempo parcial durante los últimos cuatro años del siglo XX.
Los terremotos me obsesionan, y he llegado a pensar que, viviendo yo en una zona poco proclive a esos movimientos de la tierra y el mar, sin embargo me persiguen o yo los rondo. Leo todo lo que cae en mis manos sobre el histórico terremoto de 1755 en Lisboa, que partió en dos el siglo de las Luces, y estaba a una semana de viajar a Sri Lanka cuando se produjo el tsunami de la navidad del 2006. Como es sabido, las olas desbocadas azotaron también mortíferamente las costas índicas más al norte, y en una de las fotos de aquellos tristes días pude ver destruido sobre la arena el chiringuito del pueblo de Mamalipuram, al noreste de la India, donde pocos meses antes yo me había zampado una langosta hervida después de haber visitado su maravilloso conjunto de relieves esculpidos y haberme dado un baño en las aguas caldosas del océano.
Ahora me ha golpeado a distancia, profundamente, el terremoto de Chile, país que visité por primera vez hace poco más de dos meses, y en el que hice amigos instantáneamente, algunos después de haberlos leído antes con admiración. En Valparaíso me llamó la atención lo difícil que era en muchos puntos del litoral llegar hasta el mar, yo que soy un bañista vocacional. A través de las imágenes de los noticieros compruebo sin embargo, en la terrible devastación de poblaciones costeras cercanas a los lugares por donde me moví, lo cerca que estaba el mar de la tierra, y lo avasallador que podía ser, en su altiva lejanía.