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El rey de la coca y yo

A mediados de 1993, me encontraba de vacaciones en casa de mis padres en Cochabamba (Bolivia), cuando recibí el llamado de Gary, un amigo que me proponía revisar el manuscrito de las memorias de su padre. Me interesé de inmediato: el padre de Gary, Roberto Suárez Gómez, había sido a principios de 1980 el narcotraficante más importante de Bolivia. En el momento cumbre de su poder, hacia 1983, el Rey de la Coca -así se lo conocía--, había ofrecido pagar la deuda externa del país a cambio de la liberación de su hijo Roby. Ese mismo año, el eco de su fama llegó a la cultura popular: Alejandro Sosa, el narcotraficante que le suple la droga a Tony Montana en Scarface, está basado en Roberto Suárez.

Acepté la oferta de Gary con gran curiosidad. Días después, me llevó a donde se encontraba su padre en una suerte de arresto domiciliario: en el segundo piso de una casa particular que alguna vez fue una clínica. Roberto Suárez se había entregado a la justicia en 1988 y, después de cuatro años en la cárcel de San Pedro en La Paz (1992), había sido trasladado a Cochabamba por problemas cardiacos. Tenía 61 años cuando lo vi, pero me pareció que su fortaleza física estaba intacta; me estrechó la mano y crujieron mis huesos. Gary me dejó solo, y luego Don Roberto me entregó el manuscrito de 500 páginas y me dijo que no podía sacarlo de la casa. Tampoco quería fotocopiarlo. Tenía sólo un ejemplar y mucho miedo a que se lo robaran. Me dijo con un vozarrón intimidatorio que varias editoriales norteamericanas estaban interesadas en publicar el manuscrito, y que quería que lo leyera y le diera mi opinión sincera.  

Así fue cómo, durante un par de semanas, visité a Roberto Suárez. Yo leía en un sillón mientras él daba vueltas en torno mío; a un costado, un secretario de Don Roberto -supuse que era quien había transcrito las memorias- ordenaba papeles en un mesa. A veces acompañaba a Don Roberto a tomar el té, y observaba cómo encendía su cigarrillo y dejaba que se consumiera para luego comerse la ceniza: decía que estaba llena de potasio y era buena para su corazón, que le daba problemas desde fines de los 70. Escuchaba sus teorías extrañas: era un próspero ganadero -veintidós estancias en el Beni, 35.000 novillos- que se había metido al narcotráfico en 1979 por un encargo divino: Dios le había revelado que la hoja de la coca era un recurso estratégico que no debía regalarse a los extranjeros. Su comercialización podía permitir el pago de la deuda externa boliviana, que alcanzaba los 5.000 millones de dólares. Me contó con orgullo que cuando ingresó al negocio, los colombianos compraban la pasta base en Bolivia a 1.800 dólares el kilo, pero que gracias a él el precio se elevó a 9.000.   

El manuscrito repasaba toda su vida, mencionaba sus logros de ganadero y empresario, y pasaba de puntillas por el tema del narcotráfico. Era un libro deslavado, inofensivo. Tuve miedo del momento en que debía darle mi crítica literaria: sus ojos color miel me fulminarían. Pero lo hice. Le dije que era entendible que él no quisiera ser recordado como un narcotraficante, pero que, si una editorial extranjera se interesaba en su vida, no era por el hecho de haber sido el principal exportador de ganado al Brasil. Estaba bien contar que había financiado el golpe de García Meza en 1980, impresionaba enterarse que los militares en el poder habían convertido al gobierno en una narcodictadura (gracias a la alianza de Suárez con ellos, eran aviones militares los que despegaban del Beni llevando el cargamento de pasta base a Colombia), pero había que ser más preciso con los nombres y las fechas.

Don Roberto me escuchó y no dijo nada. Entendí que su fortaleza física era una apariencia: en el fondo estaba cansado. Quizás recordaba sus momentos de gloria, cuando gastaba parte del dinero que le entraba a raudales en escuelas y postas sanitarias para los pueblos más alejados del Oriente boliviano (gracias a esos gestos, la revista Time lo había bautizado como un "Robin Hood de hoy"). Me despedí pensando en su destino atormentado. Luego me enteré que fue liberado el 94 y volvió a sus estancias en el Beni. Seis años después falleció por unas úlceras en el estómago. El manuscrito nunca se publicó.

(Vanity Fair-España, marzo 2010)

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1 de marzo de 2010
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Hablemos de los grandes hombres de antaño

La fachada de Santa María del Mar está ahora cubierta en su mitad izquierda por una de esas espesas lonas de obra que la convierte en una escultura de Christo, o quizás en una iglesia tuerta. La pulcra construcción gótica, sin duda la más gentil de Barcelona, es tan femenina que los arcos de la girola parecen formar los pliegues de una falda pétrea, quizás la de la Virgen que protegía de la furia procelosa a los marineros renacentistas y sus embarcaciones. Últimamente es muy visitada gracias al éxito fenomenal de una novela. La comparación de ese relato y su iglesia con otra célebre pareja, la de Nôtre-Dame y Victor Hugo, también invita a imaginar la diferencia entre una doncella levantina y una matrona nórdica.

    Frente a este monumento en honor de las muchachas vírgenes, tan poderosas hace unos siglos, hay un bar de vinos que también luce un título ilusoriamente religioso, "La Viña del Señor". Podría parecer que se trata de la sagrada viña en cuyas cepas los monjes cristianos velaban la sangre de Cristo, pero no. El tal "señor" es más terrenamente el señor Parellada, propietario y artista de la cocina con establecimiento a cinco minutos andando.

    En esa taberna rica de caldos e inspirada por el efluvio de María del Mar, solíamos juntarnos un grupo de amigos con tanta afición a la tertulia como a la botella. No éramos meros trompetas de serpentina y Asturias patria querida, sino jóvenes vagamente teóricos, muy partidarios de lo que Claudio Rodríguez llamó famosamente el don de la ebriedad. Nos reunimos allí asiduamente hasta que murió nuestro más amado compañero. Luego ya no.

    Ayer regresé después de varios años para constatar cómo se desvanecen nuestros pasados rostros y levantar la copa de verdejo a la salud de las vírgenes y el amigo escondido. El líquido, a la luz del sol más uva que pámpano, llamó a la lejanía y volví a verle como si acabara de bajar de su apartamento, un cuchitril de la zona histórica, es decir, ruidosa y sucia, con el perfecto aplomo de la clase social más elevada de España, aquella que Eugenio Trías llamó la lumpenhidalguía. No había cambiado en absoluto. Es privilegio de quienes se ausentan cuando aún no ha acabado la fiesta el de mantenerse intactos e invictos. Tampoco comentó, era demasiado serio para hacerlo, el mazazo de tiempo que había caído sobre mi cabeza. Sólo tomó apoyo en la barra, pidió su verdejo y comenzamos a disputar sin dilación sobre el destino fatal de la poesía. Cada vez que aparecía la palabra "extinción" pedíamos otra botella.

    Pensaba yo, mientras le oía afirmar una vez más aquello de que como poeta habita el hombre la tierra (y si no más vale que se ahorque con el cinturón), pensaba, digo, que muy poca gente que nos viera allí sentados con nuestras copas y nuestro blablá se percataría de que yo estaba escuchando a uno de los mejores cerebros de mi generación, y que, como en el poema de Ginsberg, aquel cerebro había sido ya reclamado por la destrucción. Muy pocos. Quizás los seis o siete que nos solíamos reunir. A veces diez. Pero "destrucción" es una palabra que parece dura y es sin embargo blanda, como la poesía de Ginsberg. A este amigo mío no lo ha destruido absolutamente nada. Él no lo habría permitido. Así que, sencillamente, se ausentó. Aunque es cierto que había decidido no dejarse conocer por nadie más que aquellos seis o siete amigos antes mencionados y un coro wagneriano de mujeres gloriosamente polifónicas, de modo que nunca nadie más pudo saber que en aquel bar sostenía en alto la copa un tipo capaz de poner en apuros a Spinoza.

    Consecuencia de lo anterior es que no permitía (y es una lección superior a cualquier otra) que nuestra condición efímera y endeble le estropeara la existencia. De modo que jamás aceptó la necesidad, lo que está mandado. Hubo tiempos en los que no tuvo para comer sino lo que ofrecían los frutales del Empordá, sorteando con majestad la escopeta del labriego. O un pez atrapado con alambre torcido en cuya punta había clavado un fósil de flan de huevo. Vivió espléndidamente en una lujosa pobreza.

    La última vez que le vi, pocos días antes de que se ausentara, fue en el terrado de su madriguera, sentado como un pontífice en una silla plegable de contenedor. El maligno ya se había apoderado completamente de su hígado y no cabía esperanza alguna. Hablamos de poesía y de que indudablemente el humano como poeta habita la tierra. No apareció la palabra "extinción" en ningún momento. Al caer la tarde se hizo un silencio de adiós y que usted lo pase bien ya nos veremos en el valle de Josafat. Cruzó el cielo color de vino una gaviota poco apresurada. Vi que la miraba con mucha atención, no se le fuera a olvidar. Él vio que yo le veía mirarla. Sonrió. Levantó la copa de verdejo y sonrió. Mantuvo largo rato la sonrisa. Con esa misma sonrisa le veía yo ahora levantar la copa a la sombra del templo de las doncellas, en la viña del Señor, frente a un espectro.

 

Artículo publicado el miércoles 24 de febrero de 2010.

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1 de marzo de 2010
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Mayor subversión en el concepto de ente (II)

Sabido es que Einstein no obtuvo el Premio Nobel por su artículo sobre la Relatividad Restringida, sino por el concerniente al "efecto foto-eléctrico (escritos ambos en el prodigioso 1905). Su conjetura de que la luz podía efectivamente (como pretendía Newton)  constituir un conjunto de partículas,  explicaba el efecto foto-eléctrico, pero era impotente para dar cuenta de otros fenómenos, los cuales se explicaban manteniendo la hipótesis del carácter ondulatorio de la luz. Se abría así la puerta a algo más que a una dualidad. Pues ambos rasgos eran incompatibles: o naturaleza ondulatoria o naturaleza corpuscular, pero no ambas cosas a la vez...Quedaba aun por extender esta ausencia de precisa determinación a la generalidad de los fenómenos,  y sobre todo conferir a la nueva visión una estructura teórica consistente .El formalismo matemático de la Mecánica Cuántica vino a cumplir esta última misión.

Einstein reconocía la prodigiosa capacidad descriptiva y previsora de la nueva disciplina, pero se aferraba a la idea de que pudiera llegar a encontrarse una modelización de la misma que permitiera no sacrificar principios filosóficos tan elementales como el de contigüidad. De ahí su conjetura de las "variables ocultas", que tuvo aliento hasta que el trabajo combinado de un teórico (John Bell) y de un experimentalista (Alain Aspect) destruyeron, por así decirlo, la ilusión

La modelización  ortodoxa de la Mecánica Cuántica, hace hoy imposible afirmar que entidad supone al menos tener una determinada posición y responder de forma precisa a la polaridad movimiento-reposo (o bien hallarse en reposo, o bien hallarse en movimiento con velocidad y masa bien determinadas). Como máximo cabe afirmar que toda entidad tiene potencialmente una posición y una cantidad de movimiento. Matización importante, puesto que si dos atributos incompatibles no pueden darse a la vez, sí pueden perfectamente darse sucesivamente. Vieja intuición aristotélica esta de la polaridad potencia -acto, que encuentra aquí quizás un inesperado terreno de aplicación. En cualquier caso la comprensión de todo este asunto exige la anunciada consideración del modelo de átomo de Rutherfod y las aporías derivadas de las tentativas de aplicación al átomo de hidrógeno, para lo cual será util efectuar un repaso a conceptos elementales (así el de electrón o el de fotón)

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1 de marzo de 2010
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El genio de la modestia

Eric Rohmer ha sido uno de los grandes directores de la historia del cine y el más modesto, con una parquedad de medios que no estaba motivada por la estrechez del presupuesto sino por la voluntad. Voluntad de independencia (casi toda su obra fue producida por la marca que él mismo creó, Les Films du Lonsange) y voluntad de estilo o de impronta: Rohmer quiso hacer siempre un cine sin costuras, es decir, sin ‘arte', y de ahí la famosa polémica indirecta que el director recién fallecido y Pier Paolo Pasolini sostuvieron en 1965 a propósito del cine de poesía y el cine de prosa, que, resumiendo lo que ocupó en su día páginas y páginas, podría definirse como la contraposición entre un lenguaje fílmico que se deja notar ("donde se siente la cámara", decía Rohmer), y otro, el que él prefería y practicaba, auto-limitado al relato y reacio al tropo y a la rima. En cierta medida, ambos cineastas marcan (junto a Godard, que está por supuesto, junto a Pasolini, en el grupo de los metafóricos) el desarrollo del cine de la segunda mitad del siglo XX, y a todos los aficionados nos cabe -y no sólo porque estén ya muertos- la posibilidad de celebrar el enorme genio de los dos sin tener que decidir una preferencia o formular una exclusión.

    Lo curioso de Rohmer es que, siendo un ‘joven turco' de la ‘Nouvelle Vague' y figura seminal de la revista Cahiers de Cinéma, en la que los mejores nombres de la corriente coincidieron como críticos, hizo un cine, hasta el final, arraigadamente francés, en el sentido que este adjetivo puede tener de peyorativo para una parte del público; lo francés como paradigma de lo retórico, lo engolado y lo moroso, manteniéndose por tanto alejado de la constante reinvención formal del Godard de la primera etapa y de Truffaut, que amoldaba su peculiar poética a los cánones de la gran narrativa hollywoodiense. En todas sus películas, desde la primera, de 1959, ‘Le signe du Lion' (‘El signo Leo'), hasta la última, ‘Los amores de Astrée y Céladon', que data de 2007, Rohmer buscó, con un estatismo que remite al origen teatral del cine, la preponderancia de la palabra y el amortiguamiento de la sintaxis, logrando que incluso al trabajar con artistas de la fotografía del calibre de Néstor Almendros, con quien rodó seis películas, el resultado no fuera "demasiado bonito", pues él aspiraba, como declaró a propósito de ‘La mujer del aviador'(1980) a "una fotografía que no tuviese ese lado brillante, lamido, hiperrealista, de la película actual". De igual modo, Rohmer casi nunca utilizaba músicas compuestas ex profeso (es decir, no diegéticas), algo que consideraba "un pleonasmo [...] Hay una partitura, una melodía de imágenes que queda oculta por la música cuando ésta se superpone", le confesó en 2004, en una de sus raras entrevistas, al crítico español Carlos F. Heredero.

      Su honda identidad francesa se origina a mi modo de ver en Marivaux, un escritor que el antiguo profesor de literatura nacido como Jean-Marie Schérer nunca adaptó -convertido en el cineasta Eric Rohmer- en sus películas de época extraídas de autores clásicos (Chrétien de Troyes, Jules Verne, Heinrich von Kleist, Grace Elliott o Honoré d´Urfé). Marivaux es un modelo en la velocidad del diálogo, el espíritu galante y libertino (recordemos las dos obras maestras de los finales 60, ‘La coleccionista' y ‘La rodilla de Clara') y una cierta abstracción sentimental, producto de las ecuaciones del alma con la carne. El ‘marivaudage' también quedaba de manifiesto en uno de los trabajos menos conocidos y más relevantes del cineasta francés, su comedia ‘El trío en mi bemol', que él mismo dirigió en el teatro Renaud-Barrault de París y yo me enorgullezco de haber programado en mi etapa como Director Literario del Centro Dramático Nacional; la obra tuvo a fines de 1990 una brillante versión española traducida y dirigida por el cineasta Fernando Trueba en el Teatro María Guerrero de Madrid, con Silvia Munt y Santiago Ramos de únicos y excelentes actores. El diálogo amoroso de la pareja protagonista tenía en la función el contrapunto del trío para piano, viola y clarinete del título, el K.498 de Mozart, que se interpretaba en vivo en momentos señalados.

     Marivaux, Mozart y, para ser justos con el cine, Jean Renoir: tres constelaciones artísticas que infunden en la obra ‘rohmeriana' la profunda ligereza, el sentido melódico y el gozo de la fecundidad.

     La filmografía de Rohmer es muy extensa (más de treinta títulos entre largos y cortometrajes) y elegir favoritos puede resultar mezquino. Yo prefiero las más aladas, su cine inconsútil, por la misma razón que de Pasolini me quedo con el aparatoso, el de más subrayado formalismo. ‘Mi noche con Maud' es seguramente la película más hablada de la historia del cine, más que algunas de Mankiewicz y más que la propiamente titulada ‘Um filme falado' de Oliveira. ‘El rayo verde' tuvo una enorme cantidad de entusiastas y el León de Oro del festival de Venecia y a mí, a propósito de colores, me ha excitado siempre mucho que Rohmer fuese tan viejo verde en su elección de jóvenes figuras eróticas: Haydée Politoff, Françoise Fabian, Béatrice Romand, Zouzou, Marie Rivière, Arielle Dombasle, algunas descubiertas y así lanzadas por él, y todas escrutadas sensualmente por el objetivo de su cámara de jansenista. En esto, pero sólo en esto, se parecía a otro gran cineasta ‘womaniser' del cine francés, el tan católico Robert Bresson.

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1 de marzo de 2010
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S.O.S.

No soy cultor de las llamadas ‘redes sociales’. No tengo Facebook. Me da pudor convertir mi vida en un espectáculo y tengo ciertas dudas respecto de, por ejemplo, la propiedad intelectual de las fotos que se cuelgan en esas páginas: no querría descubrir que ya no soy dueño de mis propias imágenes. Pero por supuesto, todo el mundo en torno mío las usa. Mis hijas. Mi mujer.

         Ayer domingo, cuando los diarios que Bruno había desperdigado por la casa parecían hablar tan sólo de la catástrofe (Chile tiembla, decía La Vanguardia, haciendo uso inquietante de un tiempo presente que se negaba a quedar atrás), el Facebook de mi mujer me permitió llegar al de mi amigo Cristian Alarcón. Notable cronista –notable escritor-, Cristian vive en Buenos Aires pero es chileno de nacimiento. Tan pronto abrí su página, me topé con un mensaje alentador: su familia, que todavía permanece en Chile, estaba bien; asustada, por supuesto, pero bien. Entonces le escribí un mail que respondió de inmediato, contándome que los suyos –tanto los Alarcón como los Casanova, los dos hemiciclos de su corazón- tenían una larga historia con los terremotos. Empezando por el del 1960. “Crecí con los cuentos de mi madre, Sonia: la tierra abriéndose, rajada, bajo sus pies”, me dijo Cristian. “Y la imagen de mi abuela, recien parida de los mellizos, Ivonne e Iván, sentada en una colina humeda”.

         También le escribí un mail a mi amiga Andrea Maturana, otra escritora exquisita. La última vez que intercambiamos mensajes ella estaba todavía de vacaciones en Uruguay y yo estaba a punto de embarcarme rumbo a Barcelona.

         Pero Andrea no me contestó. No todavía.

         Y no tengo el teléfono de la casa a la que se mudó hace poco. Ni la forma de entrar a su Facebook, si es que lo tiene y lo actualizó en medio de tanto dolor. (Quizás mi mujer sabría cómo encontrarla vía Facebook, de todos modos. Pero es temprano y todavía duerme, dado que Bruno tuvo una noche inquieta por culpa de la fiebre; las últimas horas han sido de una temible fragilidad, en cualquier dirección que mire.)

         Me siento impotente. En este silencio, me reconfortaría saber que Andrea, su marido y sus dos hijas están bien.

         A falta de otras redes sociales, ¿servirá este blog como mensaje en botella lanzada al mar?

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1 de marzo de 2010
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Las personas del verbo

Nosotros y vosotros. El conflicto salta cuando la frontera de la identidad se convierte en la determinante de las relaciones sociales. En el municipio de Salt, en la periferia de Girona, se ha podido ver estos días. ?A mí me robasteis vosotros?, le dice un autóctono a un joven magrebí. ?Erais tres de los tuyos?, remacha. La frontera está trazada. De un lado: nosotros, víctimas de vuestros robos. Del otro: nosotros, víctimas de vuestro racismo. Y sin embargo, unos y otros son víctimas, pero no exactamente de sus mutuas pulsiones excluyentes.

Este suburbio es una olla a presión, a punto de estallar. La crisis económica y el desempleo golpean siempre a los más débiles. Digan lo que digan unos y otros, ellos son los primeros en pagar por la crisis. Y los más débiles son los inmigrantes y sus vecinos humildes, las familias autóctonas obligadas a compartir la franja de viviendas más baratas, los que todavía no han podido subir en la escala social buscando un piso en una zona más acomodada. La búsqueda de un puesto de trabajo o a veces de una minúscula ayuda pública puede suscitar la competencia entre ellos y, como resultado, la reacción racista. Pero también la gestión de la vida de cada día en la comunidad de vecinos. O el incremento de la delincuencia, directamente vinculada al nivel socioeconómico y al paro. Hay problemas de orden público, es evidente. Y también de vivienda, educación, servicios sociales, que han permitido la concentración de la inmigración en determinados barrios, impiden la rápida integración y amenazan con la aparición de guetos comunitarios, aislados y ajenos a las leyes y a la cultura de la sociedad de llegada. Los europeos conocemos de sobra todo esto. Lo extraño es que conociéndolo tan bien y desde hace tantos años no seamos capaces de prever estos estallidos y permitamos lo contrario, que estos conflictos alimenten a una derecha extrema y excluyente. En Francia las ideas racistas y xenófobas de Le Pen llevan avanzado en los barrios humildes desde hace un cuarto de siglo: han devorado al electorado comunista y condicionado la agenda política, hasta obligar al presidente de la República a la ceremonia de la confusión que significa el debate sobre la identidad francesa. En Italia las ideas xenófobas son indisociables del Gobierno de Berlusconi y se han traducido en una panoplia de leyes discriminatorias y culpabilizadoras, que han convertido a los inmigrantes sin papeles en delincuentes. También en la legislación europea ha producido estragos este mal, como demuestra la directiva del retorno, que permite la detención en centros de internamiento de los inmigrantes sin documentación hasta 18 meses sin que sea obligado el control judicial. Hay quien cree que el futuro de España y de Cataluña se juega en el Tribunal Constitucional o en las consultas sobre la independencia. La política y el periodismo suministran abundantes señuelos para que los ciudadanos se angustien por falsos problemas. El futuro de nuestras sociedades se juega en la integración de los inmigrantes. Han llegado para quedarse, ya son imprescindibles para nuestro desarrollo económico y nuestro estado de bienestar, y constituyen el aspecto más próximo y más humano de la nueva realidad de un mundo globalizado. Quien quiera soñar en que las cosas no sean así puede hacerlo, pero seguirá siendo un sueño. Salt no es un síntoma ni un laboratorio. Es el espejo donde debemos mirarnos para observar hacia dónde vamos. En este azogue ahora convulso podemos ver sólo un problema de orden público. Los municipios piden más policía, la policía más contundencia a los jueces, y los jueces se encogen de hombros y aseguran que el castigo a los multireincidentes no es cosa suya sino del Ministerio de Justicia o del gobierno autonómico, que no han creado los registros de quienes cometen faltas en serie para dejarles en la cárcel en aplicación del Código Penal vigente. Nótese que municipio y policía, las autoridades de proximidad, son los que cargan con el peso de la dificultad, mientras que el poder judicial se lava las manos y transfiere la responsabilidad hacia arriba. En realidad estamos, como siempre, ante un problema político: integrar a los inmigrantes es construir un nosotros incluyente que no deje a nadie fuera. Esto es la polis, la democracia, a la que deben someterse todos, jueces incluidos. Lo extraño es que estos temas no lleguen apenas a los parlamentos, ocupados en otras tareas.

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1 de marzo de 2010
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Juan y otros egos

 

Como un barco cansado. Majestuoso y terriblemente humano. Vanidoso y cercano. Comedor de arepas, bebedor de vinos, de cervezas, de whiskys. Todo un símbolo que se escucha en lo que los otros dicen. Un poeta escuchándose a sí mismo, con su memoria viva, nostálgico de la tinta verde y sentado en el lugar dónde una vez lo hizo Alexander von Humboldt. Neruda pisaba por segunda vez  la España franquista, que ya no era la España de su corazón, la primera vez fue en Barcelona para un paseo en compañía del pintor Pepe Caballero y de García Márquez. Ahora pisaba tierra Canaria para comer arepas y para hablar y beber entre amigos. Le esperaban Pérez Minik, Westerdahl, García Cabrera. Le había convencido un joven periodista de perilla y bloc, un simpático e insistente amante de sus versos, de su historia, llamado Juan Cruz.

Juan acaba de publicar un libro único. Nadie como él podría haber contado tantas cosas con tantas personas que nos importan, que hemos admirado, incluso con algunas que hace tiempo dejamos de admirar. Un libro admirable. El mejor "cotilleo cultural" para inmensas minorías, sin tener que levantar ninguna falda que se resista, ni bajar bragueta que no se deje. No creo que hay un periodista que haya visto tanto y, desde luego, ninguno que viva su oficio con tal intensidad desde hace tanto tiempo y sin bajar la curiosidad así que hayan pasado cuarenta años.

Tengo la suerte de ser amigo de Juan Cruz, y de seguir al escritor y al periodista desde que algunos estaban enamorados de la moda juvenil y nosotros no nos habíamos afeitado nuestras jóvenes barbas. Algunas escenas de sus "egos revueltos" las he vivido, otras las he conocido y muchas se me aparecen por primera vez. Por unas u otras razones me parece un libro sin desperdicio.

 Difícil elegir algunas historias en tantas vidas cruzadas. Recomiendo abrirlo por dónde queramos, no hay página en la que no encontremos algo o alguien que nos gusta. O que nos disgusta. Toda clase de egos van desfilando, incluidos los propios egos del autor, que también desayuna los suyos. Uno de los encuentros que prefiero lo tuvo con Francis Bacon. Ese enorme artista, tan complejo, tan impenetrable, tan difícil. Un encuentro que estuvo a punto de frustrarse en la galería Marlborough de Londres. La entrevista fue posible porque dos asmáticos sacaron su Ventolín como dos vaqueros sacan sus pistolas. Una afinidad que hizo hablar al genio silencioso de Bacon. Eso y el amor que el pintor estaba viviendo con un joven madrileño. Muy Bacon eso de sentarse en el único lugar incómodo de la muy agradable galería londinense.

Muchas noches nos encontraríamos con Bacon en Madrid, en esos tiempos en que "El Cock" era nuestro lugar de muchas noches. Un artista cercano y lejano que murió en Madrid. Juan también nos recuerda al pintor muerto en un hospital de Madrid y con un letrero pendiendo de su dedo gordo, desnudo y una identificación: Bacon.

Otro gran momento es el perfil de don Juan de Borbón descubierto en un cine porno de Piccadilly. Esa parte tan humana de éstos Borbones, quizá la misma afición de casi todos los Borbones. Una anécdota que estuvo a punto de robarle el gran contador de anécdotas, el mejor retratista de nuestros escritores, Manuel Vicent. Se recuerdan algunas historias con Vicent como gran ficcionador de la vida cotidiana. Con el mismo Vicent que sigue reuniéndose para escuchar, para intentar hablar, para hacerse un hueco de algún ego entre tantos egos revueltos. Y viajando con Vicent nos regala el mejor de los consejos para viajar. Llevar lo mínimo. Llevar simplemente "el equipaje de un hombre", dos o tres libros de bolsillo y pocas cosas más en una maleta zen. Una lección.

Gran libro de Juan Cruz que además de periodista, algunas veces ha sido un cómplice dispuesto para conseguir cosas tan peculiares como un dentista para John Berger, un oculista para Paul Bowles o unos fisioterapeutas para Vargas Llosa y Rafael Azcona. Juan Cruz dispuesto a ser compañía en una habitación hasta que Cela empezara a roncar. Único periodista del que tengamos que incluir en su currículo que ha sido acompañante hasta mientras orinaran a tres escritores, tres. Cela es otra vez protagonista de una peculiar relación. Al que hay que añadir la petición sorprendente de María Zambrano, Juan se quedó discretamente fuera del baño. Y la ya muy conocida relación a pie de mingitorio con Borges. Al menos se salvó de la petición de Alberti, todo un campeón en meadas.

Un libro de memorias de un memorioso mayor de nuestro republicano reino de las letras. Ya estoy esperando esa continuación anunciada: "Los platos chinos". Pero esa es otra historia.

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28 de febrero de 2010
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Un idioma peregrino

 

Pedro Guerrero (El Mercurio, Santiago de Chile). -¿Qué expectativas tienes de este congreso de la lengua que coincide con los bicentenarios?

Julio Ortega. Irónicamente, cada Congreso de la Lengua ha coincidido con una crisis espectacular. El primero, en Mexico, fue suspendido por la revuelta Zapatista; el de Valladolid, fue diezmado por el ataque a las Torres Gemelas. Este coincide con un nuevo gobierno chileno… O sea que el español demuestra su gran capacidad de adaptación. Es casi un idioma sobreviviente, al que no me extrañaría que Nicanor Parra haya salvado con su poesía de primeros auxilios linguísticos. Las coincidencias con otras celebraciones son también propias de nuestra lengua: celebramos victorias y derrotas con el mismo entusiasmo. Tal vez porque las victorias a veces cuestan más. En todo caso, Chile es más bien parco en celebrar a nadie.
 Neruda agotó el repertorio. En cambio, José Donoso vivió sin que le devolvieran el saludo.


-¿Cómo ves la relación entre independencia nacional e independencia lingüística? ¿Fue un proceso paralelo o anticipador de las luchas de emancipación?



En verdad, el español es la lengua más cómoda para nacer. Imagínate, nacer en el alemán o en el inglés, o peor aun en el francés. Estamos libres de los rigores de la verdad encarnizada del uno, de la primera persona como propiedad privada del otro, y de la lógica del mundo en la sintaxis, del tercero. Estamos hechos de esta materia aleatoria, dúctil, fluida. Es cierto que en América Latina, inversamente a su rotundidad castellana, su intimidad es excesiva, demasiado familiar,  casi incestuosa. Te preguntan por la hora como si te preguntaran por tu vida. Y todo ello lleno de diminutivos, seguramente como un pacto contra la violencia. Pero esta es la única lengua que todos hablamos con acento, y eso es bueno. En todo caso, fuimos primero independientes en el lenguaje y, en consecuencia, políticamente. Es probable que hoy dia seamos menos independientes, como lo demuestra el hecho de que no sabemos acordar de qué deberíamos liberarnos. El lenguaje se nos ha llenado de banalidad y resignación. Si para algo puede servir el bicentanario es para recuperar la promesa de ser más libres en esta lengua.



-¿Después de conseguida esta emancipación, las lenguas "nacionales" llegaron a constituir un obstáculo para la integración y la unidad en vez de facilitarla?    



José María Arguedas, por ejemplo, definió al Perú como el país donde un hombre no puede hablar libremente con otro. Porque la modernidad aumentó la desigualdad, haciendo vertical la comunicación, que deberia ser horizontal. Pero no hay una sola lengua sino la diversidad de su mezcla. Hoy en el mundo andino tenemos varios estados de un español que yo llamo peregrino, porque migra con los migrantes, en mezcla con las lenguas nativas, desbordado y formidable, capaz de decir más. En Chile, por cierto, los migrantes peruanos, sobre todo las mujeres, son otra fase de esa lengua peregrina. Una estudiante mia que investigó el tema descubrió que el periodismo chileno había forjado, con su español estereotipado, la imagen derogativa que de ellas prevalece.



-¿Cuál es el rol que cumplen, según tu ponencia, los diccionarios de regionalismos?



Son unas tumbas magníficas. Por ejemplo, en las crónicas barrocas del siglo XVIII yo encontré unos cien nombres de pájaros nativos del Orinoco, que ese español asombrado había consignado. En una charla en Venezuela, los leí a mis colegas y nadie reconoció un solo nombre. Esos pájaros desaparecieron del lenguaje y, por lo tanto, del paisaje. Probablemente duermen en los diccionarios. Una vez en la Biblioteca Británica  encontré un manuscrito titulado "Vocabulario de una lengua americana desconocida." Me pareció una metáfora digna de esta América. Pero estos congresos son mapas de lo que nos falta: comunicarnos mejor para constituirnos como sujetos plenos, más libres en el lenguaje gracias a la inteligencia de la conversación. En Chile, hay que decirlo, el lenguaje sigue siendo ligeramente claustrofóbico. Cuando escucho Primera Región, Segunda Región, Tercera Región...no puedo evitar cierta asfixia, no de la geografía, sino del habla. Me permito sugerir nombres de pájaros Mapuches para que echen a volar como en un poema de Huidobro, plenos de espacio.
 

 

PD.  El canal hispano de Providence ha transmitido a lo largo del dia (hoy 27 de febrero) imágenes y noticias del violentísimo terremoto de Concepción. No me extraña que el Congreso de la Lengua, con motivo del cual Pedro Guerrero me hizo la entrevista que aquí recupero, se haya tenido que suspender: ante la tragedia uno pierde el habla, incluso en español.  Decía Enrique Lihn, con su truculencia irónica, que los temblores chilenos los firman los poetas.  Uno nerudiano, por ejemplo, era un terremoto casi peruano.  Y es que la poesia chilena saca de  paseo a la geografía, seguía, inspirado: Neruda hizo caminar a los Andes; Gabriela Mistral solía hacer llover;  Gonzalo Rojas (si recuerdo bien) descubría fuentes minerales… Y Zurita reorganizó la topografía. En Chile (que alguien ha llamado un taller literario) hasta los temblores buscan su lugar en el poema.

 

 

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27 de febrero de 2010
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Ganas de gritar

La vida nunca vuelve a la normalidad. No retorna a ese momento antes de la tragedia que ahora ?ilusoriamente- evocamos como un período de calma. Abro la agenda, intento reanudar mi vida, el blog, los mensajes en Twitter? pero nada me sale. Estos últimos días han sido demasiado intensos. Sólo tengo cabeza para repasar el rostro en penumbras de Reina Tamayo frente al necrocomio, donde preparó y vistió a su hijo para el viaje más largo. Después, se me apilan las imágenes del miércoles: detenciones, golpes, violencia, un calabozo con peste a orine que colindaba con otro donde Eugenio Leal y  Ricardo Santiago exigían sus derechos. El resto del tiempo ha sido caminar como un maniquí, mirar sin ver, teclear con furia. Así no hay quien escriba una línea coherente y moderada. Tengo tantas ganas de gritar, pero me quedé ronca el 24 de febrero

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27 de febrero de 2010
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Demasiadas virgenes

 

Sobran vírgenes. Y sobran santos, milagros, éxtasis, santas familias, papas y hasta sobran frailes. Una pena. Un pintor que podría haber sido nuestro Caravaggio, que podía haber sido uno de los grandes holandeses y que se sabe muy bien por dónde habían ido Velásquez, Ribera o Zurbarán. Un pintor esencial del siglo XVII y, una ves más, un español disminuido, acotado, constreñido por la religión. Por aquello que se llamó "Contrarreforma" y que es la marca española de nuestros siglos más ricos en literatura, en pintura, en dominios y en derroches. Hablo de Bartolomé Esteban Murillo, ese pintor sevillano, un genio que estuvo demasiado acotado por sus "obligaciones" de pintor "oficial" del integrismo católico imperante en su época. Todas las iglesias, conventos y órdenes religiosas con poder y dinero querían un Murillo en sus demostraciones de poderío. Era el pintor de moda para los más reaccionarios de los poderosos poderes eclesiásticos. Un enorme pintor que hasta avanzado Mayo se puede ver en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Una exposición sobre el "joven Murillo" dónde hay, más allá de los cuadros religiosos, unas cuántas joyas "civiles". Un gran pintor de los pícaros, los pobres, las prostitutas, las viejas orgullosas, los golfos adolescentes, los chicos de la calle. Un pintor que podría habernos dejado uno de los mejores legados sobre las miserias de la vida cotidiana en la que era la cuarta ciudad más importante del mundo. Sevilla en el siglo de Murillo, con más 130.000 habitantes, era la gran metrópolis después de París, Nápoles y Londres. La fascinante ciudad barroca, la que conoció el paso del oro y la lepra, los esclavos y los poderosos, el mejor arte para unos pocos y la calle para los supervivientes. Ciudad de todos los peligros, todas las diversiones y todas las fugas posibles. Ciudad para llegar de otro mundo o para viajar al otro mundo. Sevilla barroca, cristiana a la fuerza, expulsadora de los "otros", amparadora de los encubiertos. Ciudad que vio crecer a los mejores pintores de su tiempo. Ciudad de Murillo. Aquél gran pintor de la calle que se perdió en hermosas pinturas con demasiadas vírgenes. Ya no hay vírgenes como las de entonces. Tampoco hay pintores como aquellos. Ahora son fotógrafos. Ahora son video artistas sin aquella contrarreforma pero al son de las mentiras del mercado. Y de otras mentiras. Brindo por el Murillo que pudo ser y no fue. Si pueden, no se lo pierdan.

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26 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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