Vicente Verdú
A diferencia de las plantas en macetas que son como seres debidamente capturados y condenados a vivir en la esclavitud doméstica, las flores llegan al hogar recién cortadas, en actitud espontánea y defendiendo su libertad hasta el último suspiro.
Nunca las flores se hacen de verdad caseras y su mayor oferta así como su principal sexy, y radica en su desafío radical a la institución casera y su manifiesta autonomía respecto a lo que en el hogar se desarrolla y la institución representa.
Nunca las flores son domésticas, son domesticables o se acomodan a la vivienda establecida pero, por esencia, son silvestres, antinaturalmente domésticas. Son frutos de la naturaleza y en ello percibimos su excepcional interés, su despliegue de olor y color, cuando las adquirimos.
Las compramos como pájaros vivaces que ignoran o no aguantan el cautiverio y de hecho, una y otra vez, las flores se mustian, mueren en el borde de nuestros jarrones como manifestación de que su medio de vida no es el nuestro y sólo se hallan en el cuarto de estar o el comedor porque no pueden resistirse a nuestro dominio sobre sus cuerpos sin apenas fuerzas que oponernos.
En verdad, ellas pertenecen al mundo vegetal considerado como un estadio inferior al de los animales pero aún así su vasallaje, aunque sin éxito alguno, se deniega. En este caso de las flores se hace tan evidente que se a busa sobre su condición que, siendo tratadas con deferencia, como niños, no podemos ocultar la desazón de explotarlas, como pederastas. Explotarlas incluso corrientemente como objetos y no sujetos decorativos. es decir, rebajando su condición de seres vivos, a la de adornos inertes. Cualquier tratamiento de las flores en términos de seres vivos auténticos, auténticos, seres vivos, nos situaría en el papel de compradores de siervos, destruiría moralmente el encanto de su pertenencia y convertiría su posesión en una suerte de aplastante genocidio o su corte del tallo en una degollación o emasculación sangrante.
Convertiría en fin a esas flores, con las que pretendemos alegrar nuestra habitación, en cadáveres exquisitos cuya fecha de mortalidad insufrible se cumplirá, además, en apenas unas horas. De este modo, las flores llevadas al hogar poseen la doble condición de la festividad presente y del funeral a plazo fijo. Parecen animar nuestras vidas al traspasar nuestro umbral pero podemos saber y aceptar, fácilmente, que sus vidas se hallan condenadas a muerte por nuestra voluntad y tan sólo por el motivo de convertirlas en nuestro recreo.
Los ejemplos más terribles de la explotación de los seres vivos por otros seres vivos se realiza hoy, secretamente, en el hábito implícito de tratar a sujetos vivos como objetos materiales y someterlos como antes con las mujeres ociosas en signos de ostentación o de banal entretenimiento.
Las flores que se llevan al cementerio para honrar a los difuntos dan razón plena de esta ecuación. Las flores que se ofrendan al muerto cumplen desde el principio al fin con una secuencia paralela. Son arrancadas de su vida en el arraigo de la planta para ser emplazadas junto al cuerpo del cadáver, vecinas al cual se aproximarán plenamente cuando se marchiten.
En esta secuencia reproducen, cabalmente y miniaturizada, la película de la vida. Flores que se hallaban alentando en una existencia natural, sin plazo fijo, son condenadas a morir en un medio reconocido como imposible para su supervivencia.
Como los muertos que momentos antes respiraban en su mundo propio, vivían, sentían o respiraban, en su ámbito, las flores son ahora encerradas como ellos en vasijas o féretros inexorablemente dirigidos a contener su descomposición.
Flores en apariencia risueñas, alegres sin término, caen muy pronto como desmayadas y desprovistas de aliento. A la fiesta del ramo recién cortado y regalado sigue la progresiva visión de las flores oxidadas, ajadas o moribundas, representando dentro del mismo jarrón que las contuvo ilusionadas el recinto de su asesinato.
Crimen usual y de cuyo patetismo los hogares se protegen con la misma disposición que antes les insensibilizaba en la faena de cortar el cuello a los pollos para la paella, ahogar a las palomas en el fregadero o desnucar a los conejos de un golpe seco.
Esta persistente crueldad cultural, referida también a las flores, nada tiene que ver con la triste esclavitud que lleva consigo la manutención de las plantas de interior. En este caso, las plantas, confinadas en macetas, se comportan como unos seres mansos que se someten resignados e impotentes a la vida que se les desea otorgarles.
Sin embargo, en el caso de las flores, la fresca alegría con que llegan confiadamente a la casa se transmuta en una agonía premeditada y en un desdichado cementerio final en donde deliberadamente acaban.
No existe esta voluntad expresa en el acto de comprar el ramo de flores pero ¿quién puede negar que el destino de ese ramo será irreversiblemente el siniestro espectáculo de su defunción entre el turbio caldo de su muerte?