Es bien conocido que Aristóteles consideraba que las especies son eternas y que, con Darwin, tal tesis ha quedado superada. No obstante, se sigue hoy en día hablando de especies, aunque se considere que una especie es algo efímero. El pensamiento contemporáneo sigue teniendo entre sus exigencias la de delimitar, distinguir, clasificar, en suma, especificar. Obviamente, los criterios que utilizamos para esta clasificación no se reducen a los utilizados por Aristóteles, sin que ello signifique que aquellos están excluidos, las condiciones anatómicas siguen teniendo un gran peso, pero, como es bien sabido, la clasificación de las especies es hoy fundamentalmente un trabajo de genética. Una especie es aquello que responde a ese prodigioso fenómeno sustentado en la química orgánica, que denominamos un genoma. Todos los individuos de la especie humana compartimos el genoma humano; asimismo, los individuos de la especie de los gorilas comparten un único genoma.
Mas aquí surgen obviamente problemas. Por un lado, problemas de delimitación entre especies, pues hay genomas que prácticamente no tienen diferencia, ni cualitativa ni cuantitativa. Un ejemplo recurrente: el genoma humano está constituido aproximadamente por 25.000 genes si por gen entendemos aquella parte del genoma que codifica proteínas. Ahora bien, un animal aparentemente tan alejado de nosotros como el ratón también tiene el mismo número de genes codificadores de proteínas. Esta coincidencia se hace aún más sorprendente si tenemos en cuenta que la diferencia cualitativa entre ambos genomas es, de existir, muy pequeña. Y sin embargo, como bien dice un conocido pensador de estos asuntos, un ratón no es un hombre. ¿Dónde estriba, pues, la diferencia? Aquí aparecen problemas en ocasiones artificiales, relacionados con el hecho de que hay un gran equívoco en la utilización misma del término gen. A veces se entiende por gen todo aquello que juega algún papel en el genoma, mientras que otras veces, (y con rigor), se limita al término a elementos del genoma que juegan la función codificadora ya evocada. Si nos atenemos a esta última, desde luego se hace imposible responder a la interrogación clave de la diferencia tanto anatómica como de comportamiento entre un ratón y un humano.
Por decirlo llanamente, si se toma el genoma en un sentido reducido, y si se dogmatiza el papel del genoma a la hora de explicar las diferencias entre especies, es un auténtico misterio que el ratón no sea humano...o viceversa. La cosa se hace sin embargo mucho menos confusa y misteriosa si consideramos que aquellas partes del genoma no codificadoras de proteínas han de jugar también un papel relevante, y en este sentido, se han canalizado los estudios de genética contemporáneos. Se acentúa, por ejemplo, el papel de las llamadas secuencias reguladoras en las cuales, aunque sea como mera conjetura, ha de buscarse el porqué de tales abismales diferencias.