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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Dar el voto versus…otorgar la confianza

Dado el escepticismo, cargado de ironía, y hasta sarcasmo con la que muchos ciudadanos responden a los discursos, de aquellos mismos a los que se disponen a votar, que no precisamente a otorgar la confianza, se diría que están perfectamente convencidos de que, efectivamente, las promesas electorales están hechas para no ser cumplidas, o cuando menos convencidos de que el eventual incumplimiento no es cuestión clave.

Las variables determinantes a la hora de juzgar a la clase política serían de otro orden, la capacidad de gestión, aunque se diera el caso de que ser un buen gestor consista en ser astuto a la hora de, por ejemplo, conseguir para el país un lugar de privilegio en la competencia por la rapiña de recursos naturales y la instrumentalización de pueblos.

Hay ejemplos muy claros al respecto. Ni siquiera los mayores partidarios de Tony Blair le consideran precisamente un hombre de palabra. Baste recordar la sarta de mentiras con la que embaucó a sus compatriotas (al menos en apariencia, pues creo que casi nadie se llamaba a engaño) en el sórdido asunto de Irak. Y no obstante, al dejar sus funciones fue nombrado mediador en el conflicto palestino- israelí, una de cuyas partes podía sentirse afectada por el anterior drama justificado en base a falacias.

Ante los discursos a veces simplemente vacuos a veces claramente mentirosos de importantísimos políticos, respondemos con el gesto de que ya sabemos a estas alturas que los niños no vienen de París. Tremendo asunto para alguien anclado a razones kantianas: un orden social que perdura pese a que se ha generalizado como máxima de acción de los gestores ciudadanos el que su decir no compromete... parole, parole, parole, reza una pegadiza melodía italiana.

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19 de febrero de 2008
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Ante el estupor de Kant…

/upload/fotos/blogs_entradas/metafsica_de_las_costumbres_med.jpgEn su Metafísica de las costumbres, Kant intenta poner de relieve la imposibilidad de que el orden social, y hasta el natural, persistiera si las máximas de acción contrarias a la moralidad fueran erigidas en leyes universales a las que se adecuaría necesariamente nuestro comportamiento. Uno de los ejemplos que el pensador nos ofrece es relativo a la palabra empeñada, ejemplo concretizado en la persona que, apurada, solicita una ayuda económica. Esta persona puede hallarse tentada de prometer su devolución en un plazo determinado, aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definición, la palabra no surtirá efecto más que si el que la enuncia es susceptible de ser creído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento, de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa... obviamente nadie avanzaría un penique, pues tendría la certeza de no recuperarlo.

El ejemplo no es excesivamente convincente, pues sabido es que en la inmensa mayoría de casos en los que el dinero está en juego, las variables que instan a la devolución suelen ser mucho más diversas que el respeto a la palabra y el imperativo de su cumplimiento. Pero no es este el aspecto que ahora quisiera discutir.

Estamos en España en campaña electoral y los periódicos de todas las tendencias se hacen eco del derroche de promesas electorales por parte de los diversos candidatos. La crítica se acentúa más o menos en función de la línea editorial, pero en la generalidad de los comentarios predomina un tono irónico, que esconde una suerte de fatalista convicción respecto a que la cosa pudiera ser de otra manera. En el fondo-parecen decirse- las falsas promesas se multiplican porque es intrínsico ingrediente de la vida política el que se alimente a los ciudadanos con perspectivas fantasiosas. De hecho varias veces he oído a comentaristas de la campaña evocar la frase atribuida a Tierno Galván según la cual "las promesas electorales están hechas para no cumplirse". Lo curioso de la actitud de los destinatarios de promesas electorales, es que parecen perfectamente convencidos de que la cosa es así. Abordaré este asunto en la próxima entrega.

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18 de febrero de 2008
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La mentira (2)

Desde las teorizaciones epistemológicas sobre la verdad, hasta la verdad heideggeriana como aletheia, desvelamiento, que restauraría nuestro lazo con el ser, pasando por la verdad que Marcel Proust vincula a la metáfora... la verdad nos interpela y, una y otra vez, nos llenamos la boca remitiéndonos a ella. La mentira parece a veces no ser considerada más que como un negativo de la verdad, iluminada por ésta sin necesidad de focalizar la reflexión sobre ella misma. De la aparente primacía de la cuestión de la verdad sobre la cuestión de la mentira podría ser indicio la siguiente anécdota:

/upload/fotos/blogs_entradas/matemtica_med.jpgAl comunicar a un niño de ocho años mi disposición a escribir un texto sobre la cuestión de la mentira, no hubo manera de hacerle comprender el sentido del proyecto, hasta que éste quedó mediado por la cuestión de la verdad. Para ti ¿qué es la verdad? le interpelé. Tras unos momentos de vacilación dijo... "la matemática".

La matemática no da pie a confusiones o ambigüedades, quería decir posiblemente el niño, perspectiva en la cual, lo que se opondría a la verdad no sería tanto la mentira como la equivocidad. Donde reina lo equívoco no hay criterio sobre lo erróneo, mientras que en matemáticas, tal criterio estaría garantizado.

Ya he indicado que cierto uso de la expresión verdad conlleva una carga de eticidad vinculada a la necesaria entereza en el comportamiento, ya sea por referirse aquello a lo que hemos de confrontarnos, o por referirse a lo que no debemos ocultar. Y en contrapunto surge el sentido más psicológicamente cargado del término mentira: mentira como usurpación, como entereza impostada, como simulacro de andreia, por utilizar el concepto griego al que he dedicado una de estas reflexiones.

Dado el peso del asunto los próximos textos supondrán un paréntesis en la exploración que iba realizando de las interrogaciones filosóficas y constituirán una exploración de epifanías de la mentira que irá dando pie a una reflexión sobre la misma.

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15 de febrero de 2008
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La mentira

He enfatizado a lo largo de estos textos el peso de la tesis según la cual el molde en el que el ser humano se forja no es otro que el lenguaje. Cabe decir que en todos y cada uno de los comportamientos que tienden a realizar plenamente sus potencialidades está presente el respeto al lenguaje, el respeto a la palabra dada o el respeto a la máxima de acción (la que da respuesta a la pregunta ¿qué hacer?) que nos configura como seres morales. Formulada o no en términos explícitos, tal convicción es seguramente antiquísima, tanto como lo es la reflexión del hombre sobre el hombre, lo que equivale a decir que se remonta al origen de los tiempos.

Y sin embargo en una de estas entregas me hacía eco de la tesis del investigador del M. I. T. Donald Brown, según la cual la instrumentalización de la palabra, el desprecio a la misma cuando se revela inoperante (con desvinculación de todo compromiso cuando sólo ella está en juego) y en general los usos falaces del lenguaje, constituirían una suerte de universal antropológico.

La historia de la reflexión filosófica está repleta de textos relativos a la verdad. A la verdad en el sentido epistemológico, por oposición a la falsedad, pero asimismo a la verdad en la acepción moral del término, esa verdad vinculada precisamente al hecho de no poner la palabra al servicio del encubrimiento y el simulacro. Sin embargo son mucho menos los textos consagrados a su polo dialéctico tò pseudós, en sus múltiples acepciones: inconsistencia, ocultación, impostura, usurpación, falsificación, fraude... que recubrimos con los términos falsedad y mentira.

Mi amigo, el filósofo y matemático Javier Echeverría se propuso, hace casi tres lustros escribir un ensayo sobre el tema, pero otros quehaceres le han distraído del mismo. Es una lástima porque se trata de una de las personas que conozco más lucidamente receptivas a tesis como las de Donald Brown, y hubiera podido aportar a las mismas un soporte conceptual, que fuera más allá de la constatación antropológica. Hay en efecto más de una razón para estimar no ya que ciertas sociedades tienen soporte en valores falaces, sino que la falacia es un ingrediente esencial de toda organización humana, de tal manera que las modalidades no verídicas del lenguaje, constituirían algo más que un accidente. Glosando las hipótesis de Donald Brown decía que difícilmente cabe un sujeto humano que simplemente no engañe de vez en cuando al hablar, mientras que eventualmente podría pasar su entera vida sin haber jamás proferido una locución que apuntara a lo real, apartando los velos que lo ocultan.

Hipótesis dura para los que, sosteniendo la inevitabilidad de la verdad (y concretamente de una verdad para la que el lenguaje sería instrumento), quisieran erigirse no sólo en héroes y modelos, sino también de alguna manera en profetas: al afirmar la veracidad de la existencia humana estarían literalmente clamando en el desierto.

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14 de febrero de 2008
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Digresión: no hay héroe melancólico

Todo ser humano proyecta sobre una u otra persona una plenitud mirífica de tal manera que esa imagen se convierte en una suerte de garantía de la riqueza propia. Mas este ideal puede jugar un papel muy diferente en función de múltiples variables, la mayoría sometidas a la pura suerte, de las que depende que una persona se configure como alguien que afirma la vida o más bien como alguien que, por nihilismo, la repudia. Pues bien:

Paradigma del segundo tipo es una cierta versión del "héroe" romántico que podríamos concretizar en el personaje de Werther. Este en efecto no muere por causa alguna cuya realización exija el sacrificio de la propia vida. Por la muerte de Werther nada se fertiliza ni engrandece. Nadie la esperaba como sacrificio generador de riqueza o libertad, nadie la toma como inevitable momento de duelo liberador. Tal muerte genera en todo caso resentida -y oculta- satisfacción en el celoso marido de Charlotte. Todos los demás experimentarán un sentimiento de pura desolación por una vida estérilmente segada.

"Esclavo, es quien prefiere la vida a la libertad" reza una sentencia hegeliana ya universalizada o universalizable Y como la condición de esclavo es incompatible con la cabalmente humana, puede decirse que entre los rasgos del hombre consta el de no querer vivir a cualquier precio, y desde luego no al precio de la genuflexión.

Pero una cosa es no querer vivir a cualquier precio y otra muy diferente es querer morir literalmente por nada, querer morir por nihilista sentimiento de que cosa alguna, salvo el evocado ideal que el melancólico vive como intrínsicamente perdido, merece la pena de ser considerado y eventualmente de luchar por ello. Puesto que hacía alusión a un protagonista literario convertido en operístico, evocaré un segundo personaje de este mismo género:

/upload/fotos/blogs_entradas/tosca_med.jpgEl papel de Mario Cavaradosi, en la ópera de Puccini Tosca, se inicia con un aria brillante en la que se refleja su esplendida fortuna, pues en el vigor de la juventud, a la vez se recrea como artista y es apasionadamente amado por la diva Tosca. De tal sobreabundancia surge casi naturalmente su compromiso militante en contra de Scarpia quien, ajeno al arte y despreciado por Tosca, sirve rastreramente a un régimen tiránico, complaciéndose en el abuso y tortura de los débiles. El compromiso hace caer a Cavaradosi en manos de Scarpia y, por su fidelidad a la palabra compartida, es brutalmente torturado y finalmente (por complejos derroteros) fusilado.

En una hipotética continuación de la trama, es de suponer que la muerte de Cavaradosi se traduce para el pueblo de Roma en ineludible exigencia de abandonar la actitud genuflexa y acabar con la tiranía. Pues bien: esta fertilidad de la muerte de Cavaradosi se halla en las antípodas de la muerte melancólica, la muerte como resultado de que el alma propia se apaga y en consecuencia el entorno queda para uno, privado de luz.

Afortunados aquellos que en plena sobreabundancia y precisamente por sentimiento de la misma, precipitan eventualmente su confrontación con la muerte, sabiendo que de todas maneras ésta es algo inevitable. En ellos se realiza plenamente el ideal griego de la andreia, es decir, de esa hombría atribuible tanto a hombres como a mujeres sin la cual no cabe hablar de auténtica asunción de nuestra singular naturaleza.

Corolario de lo que precede es que la actitud heroica en nada esta reñida con la plena inserción en aquello que constituye la urdimbre de la vida de los hombres. El héroe está sin duda atravesado por cierta pulsión a traspasar los límites, una pulsión de infinitud. Mas al decir de Hegel "en el amor del hombre por la naturaleza, por su familia, por su patria hay como una inmanencia de lo infinito en lo finito". Una manera de proclamar que lo que se juega en este triple registro tiene importancia enorme y en consecuencia, el triunfo o el fracaso (quizás la suerte o su ausencia) en estos ámbitos, determinan que el espíritu esté o no en condiciones de relativizar el peso de la vida... por sobreabundancia. El héroe, en suma, nunca repudia el mundo, sino que por el contrario lo hace suyo plenamente, y sólo por tal reconciliación es capaz de distanciarse del mismo y de su propio ser. De ahí la imposibilidad de un héroe melancólico.

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13 de febrero de 2008
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Entereza (andreia) de hombre y mujeres

En relación al tema de la andreia citaré ahora otro párrafo fundamental (en razón de que a todos, sin excepción, nos concierne) esta vez de la Política de Aristóteles:

"Se dice, con razón, que no puede mandar quien no ha obedecido. La virtud (el uno y del otro difieren, pero el buen ciudadano tiene que saber y tener capacidad, tanto de obedecer como de mandar; y la virtud del ciudadano consiste precisamente en conocer el gobierno que ha de regir a los hombres libres) tanto desde el punto de vista del que obedece como desde el punto de vista del que manda.

Las dos cosas (obedecer y mandar) son propias del hombre cabal. Y si la templanza y la justicia adoptan forma distinta en el caso del que manda y del que, aún siendo libre, obedece, es evidente que la virtud del hombre cabal, por ejemplo su justicia, no será unívoca, sino que adoptará formas distintas según que ese hombre gobierne o sea gobernado; análogamente a como son distintas la templanza (sofrosúne) y la hombría (andría) en el caso del hombre (andrós) y de la mujer (gunaikós). Pusilánime (deilòs) parecería, en efecto, el varón (anér) sí mostrará su hombría ‘en la forma que la mujer muestra la suya' (hosper gunè andreia); y la mujer parecería verbalmente incontinente (lálos) si mostrara el tipo de recato que es pertinente en el varón cabal (ho anér ho agathós)."

El término griego anthropós designa tanto a los representantes femeninos como a los masculinos de la especie humana. Para referirse al varón por oposición a la fémina, se usa el término anér apuesto a guné. De ahí que, en principio, la virtud (areté) propia del varón, la andreia o andría, en principio no debiera ser confundida con una virtud análoga expresiva de la condición femenina. Las cosas no son, sin embargo, tan claras. Para empezar, no se da en griego un término específico, forjado a partir de guné para designar la percepción o virtud femenina. Por otro lado, muchas de las características esenciales de la andría son de tal tipo que la mujer puede perfectamente reconocerse en ellas. De ahí que Aristóteles muestre en este texto una inclinación a generalizar el término andría, distinguiendo entre una andría propia del hombre y una andría propia de la mujer. Razón aristotélica que mueve a no traducir andría por virilidad, sugiriendo por el contrario lo adecuado de un término como entereza.

Andría es aquello que el hombre en general (es decir, dado ese fascinante equivoco, tanto el hombre como la mujer) revela cuando deja que su condición se abra camino, cuando asume lo que le determina y no se encharca en los problemas contingentes en los que de ordinario nos vemos sumergidos.

Esta precisión sobre el común destino de hombre y mujer no es superflua, en un momento en el que, con vistas a una pretendida interparidad se repudia el uso genérico de términos expresivos de un hecho fundamental, a saber: que la división entre hombre y mujer en el seno de la humanidad nada tiene que ver con una polaridad simétrica.

Es quizás marca, rasgo constitutivo de lo humano, el que a la vez seamos dos subclases y que una de ellas sea designativa de la clase en general. Seguro que esta equivocidad intrínseca se ha contaminado con otras perfectamente contingentes y que reflejan una subordinación social. Pero conviene hacer la criba. Y precisamente por hacerla hemos de negamos a renunciar a la expresión hombre para designar el género humano, todo el género humano, por oposición a las otras especies animales. El hombre... cuya andreia adopta en el caso del varón una modalidad y en el caso de la mujer otra modalidad. Por supuesto, ambas modalidades suponen lo esencial, entre otras cosas una disposición física, una utilización del cuerpo, animada por el juicio:

"Y Sócrates respondió: Señores, en muchas otras ocasiones también se hace evidente...que la naturaleza femenina no es inferior a la de un varón, sin embargo, necesita de juicio (gnômês) y de vigor (ischúos)." (Jenófanes, Banquete, II, 9)

Sócrates hace esta afirmación tras contemplar una audaz muchacha que toca la flauta y baila a la vez, haciendo peligrosos equilibrios entre cuchillos. La precisión "sin embargo, necesita de juicio" alude a algo obvio, a saber: que dado el estatuto de la mujer en la sociedad griega, muy poco se contaba de hecho con su parecer. De ahí la necesidad de un entrenamiento, tanto en la dimensión física como en la judicativa, lo cual explicita Sócrates en la continuación del texto: "Así que si algunos de vosotros tiene mujer, que se anime a enseñarle lo que quisiera que ella sepa utilizar".

Mi amigo el profesor Santiago Escuredo, quien me puso en la pista de estos textos, glosa de esta manera el de Jenófanes:

"La capacidad de la mujer se muestra, según esta obra, porque ha llegado a tal grado de autocontrol que coordina rítmicamente todos sus movimientos. Y eso lo ha conseguido con el baile, que es mejor entrenamiento que la gimnasia, porque ‘en la danza ninguna parte del cuerpo se mantiene inactiva sino que cuello, piernas y manos se están ejercitando al mismo tiempo' (Jenófanes II, 15). Eso lo demuestra el propio Sócrates que se pone él mismo a bailar al ritmo de la música".

El profesor Escuredo me transmite, asimismo, una nota relativa al Laques de Platón (196c10 siguientes). Además de señalar que la andreia corresponde tanto a hombres como a mujeres, el texto muestra una radical diferencia entre humanos y animales, precisamente en base al hecho de que el arrojo eventual de estos carece de toda dimensión reflexiva, lo que les separa de la andreia. Cierto es, sin embargo que, en ocasiones, hombres y mujeres también hacen gala de una temeridad propia de animales, pero cabría decir que entonces no se comportan como humanos, no responden a la andreia.

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12 de febrero de 2008
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Entereza (andreia, 2)

Hay males que, por muy frecuentes que sean, tienen un carácter contingente. Así, la bajeza de nuestros congéneres es constatable por doquier en las sociedades  humanas; no puede decirse, a priori, que no cabe sociedad sin que se dé, por ejemplo, ese abuso del débil que constituye el rasgo universal de los canallas. Con matices, ciertamente, cabría decir algo análogo del deterioro que designamos con el término enfermedad. Es muy probable que nuestra vida se prolongue en una situación de progresiva decadencia biológica, pero tal cosa no es absolutamente segura. Cabe, por ejemplo, morir de accidente puntual, en plena posesión de las facultades físicas e intelectuales. En fin, por generalizada que sea hoy en día la convicción de que es inevitable la jerarquización de los humanos entre los poseedores de bienes materiales y los condenados a una vida de indigencia, tal convicción no deja de ser un prejuicio, es decir, algo no sometido a cabal crítica. Y hasta cabe aventurar que se trata de un prejuicio derivado de una suerte de melancólico pesimismo respecto de la condición humana.

En suma, cabe al menos aventurar la hipótesis de que (en una sociedad ciertamente ordenada  por criterios antitéticos de los que hoy rigen) un ser humano pudiera no verse confrontado a la ruindad moral ajena y a la pobreza o enfermedad propias, con lo cual, el problema de mantener la entereza ante la inminencia de esos males no se presentaría siquiera.

Indiscutiblemente, muy diferente es el caso de la muerte. Esta aparece como algo correlativo de la vida misma, de tal manera que hablar de una vida sin muerte (o viceversa) tiene tan poco sentido como hablar del polo positivo del imán en ausencia del polo negativo; o hablar de un lenguaje humano que no estuviera materializado, que no tuviera como soporte y origen el registro genético, un lenguaje angélico, un verbo sin carne. Los que no se aferran a tan fantasmática perspectiva, los que no se distraen de la verdad; los que asumen las consecuencias de que la existencia biológica se halla  afectada por la finitud responden con entereza (andreia) ante la inevitable confrontación.

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11 de febrero de 2008
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Prolegómeno a las cuestiones éticas: Andreia

Desde el inicio de estas reflexiones se ha presentado  al filósofo como emblema del ser humano que asume con radicalidad su condición. De alguna manera cabe decir que filósofo es quien no enmienda ante aquello que radicalmente inquieta. Para designar a la persona que se atreve a mantener la mirada ante lo más temible, y que de tal entereza extrae una suerte de radical exaltación los pensadores griegos, y muy especialmente Aristóteles utilizaban un término específico, del que es conveniente ocuparse ahora:

Todos hemos tenido ocasión de reconocer en una persona aquello que en lengua castellana se designa con la expresión hombría de bien, o a veces meramente hombría. Por contraste se reconocen de inmediato aquellas otras personas que carecen de tal atributo. Una cosa, sin embargo, es tener el sentimiento de hallarnos ante un caso de hombría, o su defecto; otra muy diferente es saber en qué consiste tal atributo. Pues bien: respondiendo a su condición de filósofo (es decir alguien cuya función es poner sobre el tapete, sacar a la luz, o clasificar o distinguir lo encubierto o confundido) Aristóteles se plantea tal interrogante en uno de sus más conocidos libros, la Ética a Nicómaco.

La hombría (andreia en griego) consiste en generar en mantener la entereza ante algo susceptible de provocar miedo (fobós en griego). Supongamos que nos vemos enfrentados a la pobreza, a la enfermedad, a la bajeza de nuestros congéneres e incluso a ciertas pulsiones indeseables provenientes de nosotros mismos. Aquel que, en cualquiera de estas circunstancias, consigue no caer en la angustia paralizante (que, en concordancia con la etimología calificamos de fobia) o en la evitación a cualquier precio, es legítimamente calificado de andreios, poseedor de andreia. Virtud ésta traducible por términos como valentía u hombría (de la cual es -como veremos- susceptible asimismo una mujer; de ahí la conveniencia de evitar el término virilidad).

Aristóteles precisa, sin embargo, que en los casos señalados se trata de una hombría por semejanza (kath' homoióteta) o derivación (katá metaphorán) y como resultado o corolario de una hombría primordial. "En primer lugar, debería atribuirse la hombría al que no es presa de miedo ante la hipótesis de una muerte noble".

En la próxima entrega haré una breve glosa a este texto, tan elemental como profundo (en realidad, profundo precisamente por elemental).

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8 de febrero de 2008
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De la experiencia a la ciencia (2)

"La techné surge cuando de múltiples nociones obtenidas por la experiencia, se emite un juicio universal sobre una clase de objetos. Pues juzgar que cuando Calias estaba enfermo de determinado mal, tal producto fue bueno para él, por serlo para todas las personas de determinada constitución, por ejemplo, los flemáticos o biliosos con fiebre... esto es materia de techné".

Ahora debemos determinar cuál es la frontera conceptual entre la noción de techné y la noción de epistéme, que se suele traducir por ciencia. No hay problema alguno si por ciencia entendemos  precisamente lo que designa Aristóteles. La diferencia entre la técnica y la ciencia  no reside, como a veces suele creerse, en que el científico sabría la causa del asunto, mientras que el hombre ducho en la técnica el technités no se preocuparía de esto. Aristóteles afirma explícitamente lo contrario, al escribir: "Pues los hombres de experiencia saben que la cosa es así, pero no saben por qué, mientras que los segundos (los hombres de techné) saben el porqué y la causa".

Ni siquiera podemos decir que la ciencia difiere de la techné por tratarse de una actividad no subordinada, puesto que (como ya se ha evocado) cierta modalidad de arte tiene finalidad en sí misma. Parece que  el arte y la ciencia forman un continuo con determinados momentos de discontinuidad. Una vez que la techné ha alcanzado su nivel superior (aquél en que se toma como fin), el espíritu está en condiciones de abordar interrogantes que, de facto, no tienen ninguna ligazón con la utilidad. Este es, para Aristóteles, el caso de disciplinas como la observación de los fenómenos astronómicos, o las preguntas ingenuas sobre los orígenes tanto del universo como de nosotros mismos. Como en un momento de esta reflexión veremos, incluso en la época de Copérnico la cuestión de la centralidad de la Tierra constituía un asunto puramente teorético, sin lazo alguno con intereses económicos ni en general problemas prácticos. Y me atrevo a decir que la ciencia contemporánea, aunque tenga enormes implicaciones en nuestra vida cotidiana, no responde esencialmente a imperativos prácticos. Volveré a consideraciones sobre la ciencia en unos días. Por el momento haré unas reflexiones introductorias a temas de ética.

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7 de febrero de 2008
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De la experiencia a la ciencia (1)

Aristóteles se esfuerza en determinar dónde se sitúa exactamente la frontera que separa el universo del conocimiento que pueden alcanzar los animales, y el que pueden alcanzar los humanos. La experiencia es atribuida a ambos, animales y personas. Sin embargo, antes de pensar que se trata de lo mismo en ambos casos, es necesario determinar qué significa experiencia. Aristóteles afirma que la experiencia procede de la memoria ("pues de múltiples memorizaciones de una misma cosa surge finalmente la capacidad de una experiencia").

Empecemos por considerar la experiencia humana, es decir, la experiencia de seres que (con independencia de la experiencia misma) se hallan determinados por mediaciones conceptuales. Por ejemplo, yo reconozco a Calias, Sócrates y Menón como representantes de la humanidad, lo cual implica que tengo este concepto en mente. Y este conocimiento nada tiene que ver con la experiencia. Pero ahora constato que Calias, tras haber ingerido determinada bebida, se encuentra mal; luego, constato lo mismo en Sócrates, cuando finalmente también Menón se siente indispuesto tras beber... gracias al hecho de que tengo memoria, vinculo los tres casos y, eventualmente, evitaré beber, siendo así prudente (phrónimos en el texto de Aristóteles).

Es de señalar que podría haber alcanzado el mismo grado de prudencia si, en lugar de tratarse de tres individuos de la especie humana, la bebida hubiera sido ingerida por un gato, un perro y un hombre, o incluso por individuos de especies que no conozco en absoluto. Pues la experiencia se reduce a establecer un lazo entre algo que sucede ahora y la misma cosa que vuelve a suceder: la experiencia, nos dice Aristóteles, "es conocimiento de individuos".

Como la experiencia es adquirida con independencia de las especies o géneros que la generan, no necesito conocimiento de rasgos específicos con vistas a ser un hombre de experiencia, no necesito teoría (la palabra theoría es usada por Aristóteles, entre otras cosas para expresar el conocimiento por especificación). En consecuencia, el hecho de que los demás animales vivan sin teoría no les impide en absoluto tener experiencia.

Sin duda, la experiencia de los animales nunca es idéntica a la nuestra. Tomemos de nuevo el caso de la indisposición de Sócrates, Calias y Menón. Incluso si su común pertenencia a la especie humana no cuenta tratándose de experiencia, es obvio que este conocimiento que tengo de que son humanos juega algún papel subyacente. Cabe decir que este segundo registro perturba  la experiencia, la cual para nosotros jamás es pura.

Consideremos ahora la techné, palabra que por múltiples razones puede traducirse por arte, pero también por técnica. Una de las razones de esta polaridad es quizás el hecho de que Aristóteles distingue radicalmente entre un tipo de techné que apunta a objetivos prácticos, y un segundo tipo que buscamos por sí misma, y que nada tiene que ver con las necesidades de la vida. En cualquier caso, el principal rasgo de la techné es el hecho de que implica siempre un juicio, es decir, la capacidad de razonar (recordemos que la experiencia, en el caso de los animales, es por definición un conocimiento sin juicio, ya que no lo tienen, al menos que neguemos que la particularidad del hombre sea ser un animal racional, es decir, de juicio... paso que, por cierto, algunos dan), y lo que es más: implica un juicio que concierne a un conjunto unificado, una clase, de entidades y no meramente individuos.

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6 de febrero de 2008
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