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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Entereza (andreia) de hombre y mujeres

En relación al tema de la andreia citaré ahora otro párrafo fundamental (en razón de que a todos, sin excepción, nos concierne) esta vez de la Política de Aristóteles:

"Se dice, con razón, que no puede mandar quien no ha obedecido. La virtud (el uno y del otro difieren, pero el buen ciudadano tiene que saber y tener capacidad, tanto de obedecer como de mandar; y la virtud del ciudadano consiste precisamente en conocer el gobierno que ha de regir a los hombres libres) tanto desde el punto de vista del que obedece como desde el punto de vista del que manda.

Las dos cosas (obedecer y mandar) son propias del hombre cabal. Y si la templanza y la justicia adoptan forma distinta en el caso del que manda y del que, aún siendo libre, obedece, es evidente que la virtud del hombre cabal, por ejemplo su justicia, no será unívoca, sino que adoptará formas distintas según que ese hombre gobierne o sea gobernado; análogamente a como son distintas la templanza (sofrosúne) y la hombría (andría) en el caso del hombre (andrós) y de la mujer (gunaikós). Pusilánime (deilòs) parecería, en efecto, el varón (anér) sí mostrará su hombría ‘en la forma que la mujer muestra la suya' (hosper gunè andreia); y la mujer parecería verbalmente incontinente (lálos) si mostrara el tipo de recato que es pertinente en el varón cabal (ho anér ho agathós)."

El término griego anthropós designa tanto a los representantes femeninos como a los masculinos de la especie humana. Para referirse al varón por oposición a la fémina, se usa el término anér apuesto a guné. De ahí que, en principio, la virtud (areté) propia del varón, la andreia o andría, en principio no debiera ser confundida con una virtud análoga expresiva de la condición femenina. Las cosas no son, sin embargo, tan claras. Para empezar, no se da en griego un término específico, forjado a partir de guné para designar la percepción o virtud femenina. Por otro lado, muchas de las características esenciales de la andría son de tal tipo que la mujer puede perfectamente reconocerse en ellas. De ahí que Aristóteles muestre en este texto una inclinación a generalizar el término andría, distinguiendo entre una andría propia del hombre y una andría propia de la mujer. Razón aristotélica que mueve a no traducir andría por virilidad, sugiriendo por el contrario lo adecuado de un término como entereza.

Andría es aquello que el hombre en general (es decir, dado ese fascinante equivoco, tanto el hombre como la mujer) revela cuando deja que su condición se abra camino, cuando asume lo que le determina y no se encharca en los problemas contingentes en los que de ordinario nos vemos sumergidos.

Esta precisión sobre el común destino de hombre y mujer no es superflua, en un momento en el que, con vistas a una pretendida interparidad se repudia el uso genérico de términos expresivos de un hecho fundamental, a saber: que la división entre hombre y mujer en el seno de la humanidad nada tiene que ver con una polaridad simétrica.

Es quizás marca, rasgo constitutivo de lo humano, el que a la vez seamos dos subclases y que una de ellas sea designativa de la clase en general. Seguro que esta equivocidad intrínseca se ha contaminado con otras perfectamente contingentes y que reflejan una subordinación social. Pero conviene hacer la criba. Y precisamente por hacerla hemos de negamos a renunciar a la expresión hombre para designar el género humano, todo el género humano, por oposición a las otras especies animales. El hombre... cuya andreia adopta en el caso del varón una modalidad y en el caso de la mujer otra modalidad. Por supuesto, ambas modalidades suponen lo esencial, entre otras cosas una disposición física, una utilización del cuerpo, animada por el juicio:

"Y Sócrates respondió: Señores, en muchas otras ocasiones también se hace evidente...que la naturaleza femenina no es inferior a la de un varón, sin embargo, necesita de juicio (gnômês) y de vigor (ischúos)." (Jenófanes, Banquete, II, 9)

Sócrates hace esta afirmación tras contemplar una audaz muchacha que toca la flauta y baila a la vez, haciendo peligrosos equilibrios entre cuchillos. La precisión "sin embargo, necesita de juicio" alude a algo obvio, a saber: que dado el estatuto de la mujer en la sociedad griega, muy poco se contaba de hecho con su parecer. De ahí la necesidad de un entrenamiento, tanto en la dimensión física como en la judicativa, lo cual explicita Sócrates en la continuación del texto: "Así que si algunos de vosotros tiene mujer, que se anime a enseñarle lo que quisiera que ella sepa utilizar".

Mi amigo el profesor Santiago Escuredo, quien me puso en la pista de estos textos, glosa de esta manera el de Jenófanes:

"La capacidad de la mujer se muestra, según esta obra, porque ha llegado a tal grado de autocontrol que coordina rítmicamente todos sus movimientos. Y eso lo ha conseguido con el baile, que es mejor entrenamiento que la gimnasia, porque ‘en la danza ninguna parte del cuerpo se mantiene inactiva sino que cuello, piernas y manos se están ejercitando al mismo tiempo' (Jenófanes II, 15). Eso lo demuestra el propio Sócrates que se pone él mismo a bailar al ritmo de la música".

El profesor Escuredo me transmite, asimismo, una nota relativa al Laques de Platón (196c10 siguientes). Además de señalar que la andreia corresponde tanto a hombres como a mujeres, el texto muestra una radical diferencia entre humanos y animales, precisamente en base al hecho de que el arrojo eventual de estos carece de toda dimensión reflexiva, lo que les separa de la andreia. Cierto es, sin embargo que, en ocasiones, hombres y mujeres también hacen gala de una temeridad propia de animales, pero cabría decir que entonces no se comportan como humanos, no responden a la andreia.

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12 de febrero de 2008
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Entereza (andreia, 2)

Hay males que, por muy frecuentes que sean, tienen un carácter contingente. Así, la bajeza de nuestros congéneres es constatable por doquier en las sociedades  humanas; no puede decirse, a priori, que no cabe sociedad sin que se dé, por ejemplo, ese abuso del débil que constituye el rasgo universal de los canallas. Con matices, ciertamente, cabría decir algo análogo del deterioro que designamos con el término enfermedad. Es muy probable que nuestra vida se prolongue en una situación de progresiva decadencia biológica, pero tal cosa no es absolutamente segura. Cabe, por ejemplo, morir de accidente puntual, en plena posesión de las facultades físicas e intelectuales. En fin, por generalizada que sea hoy en día la convicción de que es inevitable la jerarquización de los humanos entre los poseedores de bienes materiales y los condenados a una vida de indigencia, tal convicción no deja de ser un prejuicio, es decir, algo no sometido a cabal crítica. Y hasta cabe aventurar que se trata de un prejuicio derivado de una suerte de melancólico pesimismo respecto de la condición humana.

En suma, cabe al menos aventurar la hipótesis de que (en una sociedad ciertamente ordenada  por criterios antitéticos de los que hoy rigen) un ser humano pudiera no verse confrontado a la ruindad moral ajena y a la pobreza o enfermedad propias, con lo cual, el problema de mantener la entereza ante la inminencia de esos males no se presentaría siquiera.

Indiscutiblemente, muy diferente es el caso de la muerte. Esta aparece como algo correlativo de la vida misma, de tal manera que hablar de una vida sin muerte (o viceversa) tiene tan poco sentido como hablar del polo positivo del imán en ausencia del polo negativo; o hablar de un lenguaje humano que no estuviera materializado, que no tuviera como soporte y origen el registro genético, un lenguaje angélico, un verbo sin carne. Los que no se aferran a tan fantasmática perspectiva, los que no se distraen de la verdad; los que asumen las consecuencias de que la existencia biológica se halla  afectada por la finitud responden con entereza (andreia) ante la inevitable confrontación.

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11 de febrero de 2008
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Prolegómeno a las cuestiones éticas: Andreia

Desde el inicio de estas reflexiones se ha presentado  al filósofo como emblema del ser humano que asume con radicalidad su condición. De alguna manera cabe decir que filósofo es quien no enmienda ante aquello que radicalmente inquieta. Para designar a la persona que se atreve a mantener la mirada ante lo más temible, y que de tal entereza extrae una suerte de radical exaltación los pensadores griegos, y muy especialmente Aristóteles utilizaban un término específico, del que es conveniente ocuparse ahora:

Todos hemos tenido ocasión de reconocer en una persona aquello que en lengua castellana se designa con la expresión hombría de bien, o a veces meramente hombría. Por contraste se reconocen de inmediato aquellas otras personas que carecen de tal atributo. Una cosa, sin embargo, es tener el sentimiento de hallarnos ante un caso de hombría, o su defecto; otra muy diferente es saber en qué consiste tal atributo. Pues bien: respondiendo a su condición de filósofo (es decir alguien cuya función es poner sobre el tapete, sacar a la luz, o clasificar o distinguir lo encubierto o confundido) Aristóteles se plantea tal interrogante en uno de sus más conocidos libros, la Ética a Nicómaco.

La hombría (andreia en griego) consiste en generar en mantener la entereza ante algo susceptible de provocar miedo (fobós en griego). Supongamos que nos vemos enfrentados a la pobreza, a la enfermedad, a la bajeza de nuestros congéneres e incluso a ciertas pulsiones indeseables provenientes de nosotros mismos. Aquel que, en cualquiera de estas circunstancias, consigue no caer en la angustia paralizante (que, en concordancia con la etimología calificamos de fobia) o en la evitación a cualquier precio, es legítimamente calificado de andreios, poseedor de andreia. Virtud ésta traducible por términos como valentía u hombría (de la cual es -como veremos- susceptible asimismo una mujer; de ahí la conveniencia de evitar el término virilidad).

Aristóteles precisa, sin embargo, que en los casos señalados se trata de una hombría por semejanza (kath' homoióteta) o derivación (katá metaphorán) y como resultado o corolario de una hombría primordial. "En primer lugar, debería atribuirse la hombría al que no es presa de miedo ante la hipótesis de una muerte noble".

En la próxima entrega haré una breve glosa a este texto, tan elemental como profundo (en realidad, profundo precisamente por elemental).

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8 de febrero de 2008
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De la experiencia a la ciencia (2)

"La techné surge cuando de múltiples nociones obtenidas por la experiencia, se emite un juicio universal sobre una clase de objetos. Pues juzgar que cuando Calias estaba enfermo de determinado mal, tal producto fue bueno para él, por serlo para todas las personas de determinada constitución, por ejemplo, los flemáticos o biliosos con fiebre... esto es materia de techné".

Ahora debemos determinar cuál es la frontera conceptual entre la noción de techné y la noción de epistéme, que se suele traducir por ciencia. No hay problema alguno si por ciencia entendemos  precisamente lo que designa Aristóteles. La diferencia entre la técnica y la ciencia  no reside, como a veces suele creerse, en que el científico sabría la causa del asunto, mientras que el hombre ducho en la técnica el technités no se preocuparía de esto. Aristóteles afirma explícitamente lo contrario, al escribir: "Pues los hombres de experiencia saben que la cosa es así, pero no saben por qué, mientras que los segundos (los hombres de techné) saben el porqué y la causa".

Ni siquiera podemos decir que la ciencia difiere de la techné por tratarse de una actividad no subordinada, puesto que (como ya se ha evocado) cierta modalidad de arte tiene finalidad en sí misma. Parece que  el arte y la ciencia forman un continuo con determinados momentos de discontinuidad. Una vez que la techné ha alcanzado su nivel superior (aquél en que se toma como fin), el espíritu está en condiciones de abordar interrogantes que, de facto, no tienen ninguna ligazón con la utilidad. Este es, para Aristóteles, el caso de disciplinas como la observación de los fenómenos astronómicos, o las preguntas ingenuas sobre los orígenes tanto del universo como de nosotros mismos. Como en un momento de esta reflexión veremos, incluso en la época de Copérnico la cuestión de la centralidad de la Tierra constituía un asunto puramente teorético, sin lazo alguno con intereses económicos ni en general problemas prácticos. Y me atrevo a decir que la ciencia contemporánea, aunque tenga enormes implicaciones en nuestra vida cotidiana, no responde esencialmente a imperativos prácticos. Volveré a consideraciones sobre la ciencia en unos días. Por el momento haré unas reflexiones introductorias a temas de ética.

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7 de febrero de 2008
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De la experiencia a la ciencia (1)

Aristóteles se esfuerza en determinar dónde se sitúa exactamente la frontera que separa el universo del conocimiento que pueden alcanzar los animales, y el que pueden alcanzar los humanos. La experiencia es atribuida a ambos, animales y personas. Sin embargo, antes de pensar que se trata de lo mismo en ambos casos, es necesario determinar qué significa experiencia. Aristóteles afirma que la experiencia procede de la memoria ("pues de múltiples memorizaciones de una misma cosa surge finalmente la capacidad de una experiencia").

Empecemos por considerar la experiencia humana, es decir, la experiencia de seres que (con independencia de la experiencia misma) se hallan determinados por mediaciones conceptuales. Por ejemplo, yo reconozco a Calias, Sócrates y Menón como representantes de la humanidad, lo cual implica que tengo este concepto en mente. Y este conocimiento nada tiene que ver con la experiencia. Pero ahora constato que Calias, tras haber ingerido determinada bebida, se encuentra mal; luego, constato lo mismo en Sócrates, cuando finalmente también Menón se siente indispuesto tras beber... gracias al hecho de que tengo memoria, vinculo los tres casos y, eventualmente, evitaré beber, siendo así prudente (phrónimos en el texto de Aristóteles).

Es de señalar que podría haber alcanzado el mismo grado de prudencia si, en lugar de tratarse de tres individuos de la especie humana, la bebida hubiera sido ingerida por un gato, un perro y un hombre, o incluso por individuos de especies que no conozco en absoluto. Pues la experiencia se reduce a establecer un lazo entre algo que sucede ahora y la misma cosa que vuelve a suceder: la experiencia, nos dice Aristóteles, "es conocimiento de individuos".

Como la experiencia es adquirida con independencia de las especies o géneros que la generan, no necesito conocimiento de rasgos específicos con vistas a ser un hombre de experiencia, no necesito teoría (la palabra theoría es usada por Aristóteles, entre otras cosas para expresar el conocimiento por especificación). En consecuencia, el hecho de que los demás animales vivan sin teoría no les impide en absoluto tener experiencia.

Sin duda, la experiencia de los animales nunca es idéntica a la nuestra. Tomemos de nuevo el caso de la indisposición de Sócrates, Calias y Menón. Incluso si su común pertenencia a la especie humana no cuenta tratándose de experiencia, es obvio que este conocimiento que tengo de que son humanos juega algún papel subyacente. Cabe decir que este segundo registro perturba  la experiencia, la cual para nosotros jamás es pura.

Consideremos ahora la techné, palabra que por múltiples razones puede traducirse por arte, pero también por técnica. Una de las razones de esta polaridad es quizás el hecho de que Aristóteles distingue radicalmente entre un tipo de techné que apunta a objetivos prácticos, y un segundo tipo que buscamos por sí misma, y que nada tiene que ver con las necesidades de la vida. En cualquier caso, el principal rasgo de la techné es el hecho de que implica siempre un juicio, es decir, la capacidad de razonar (recordemos que la experiencia, en el caso de los animales, es por definición un conocimiento sin juicio, ya que no lo tienen, al menos que neguemos que la particularidad del hombre sea ser un animal racional, es decir, de juicio... paso que, por cierto, algunos dan), y lo que es más: implica un juicio que concierne a un conjunto unificado, una clase, de entidades y no meramente individuos.

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6 de febrero de 2008
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Conocimiento animal y conocimiento humano

El hombre es un animal y, además, un animal de los llamados superiores. Por consiguiente, su primera relación con el mundo ha de ser análoga a la de otros animales muy cercanos a él en el registro filogenético. Antes de hablar, el niño tiene un reconocimiento del entorno que puede ser muy parecido al que tenga un gato o un perro.

De hecho, la fascinación de los niños por los animales quizás provenga de que experimentan un cierto sentimiento de fusión, una coincidencia a la hora de abordar lo interesante o lo inquietante en el mundo que rodea. El problema reside en que el niño evoluciona, y al introducirse en el lenguaje, deja atrás esa relación natural que le marcaba como al animal.

Los etólogos del comportamiento humano se han preguntado mil veces en qué se traduce exactamente la inserción del niño en el registro simbólico: qué era antes y qué es después. Obviamente, los etólogos del comportamiento animal no tienen este problema, pues simplemente no hay ruptura. Pero aun en ausencia de esa ruptura que supone la mediación del entorno a través de los símbolos, el animal distingue y se relaciona con las cosas en función de esta distinción. Para designar la modalidad de conocer que supone esta distinción elemental, no hay palabra clara.

Los términos que usamos para referirnos al conocimiento humano no son muy de fiar tratándose de los animales, puesto que casi todos remiten, directa o indirectamente, a cosas como conciencia, intencionalidad, etc, que es muy difícil atribuir a un animal (incluso, cuando se hace tal cosa es posible pensar que se está haciendo una proyección antropológica). Pues bien, confrontado ya a este problema, Aristóteles se refería a los animales como sujetos de experiencia. El asunto es que nosotros también somos sujetos de experiencia. Y no hay mucha seguridad de que la experiencia nuestra sea la experiencia que tiene un animal. Entre otras razones, porque nuestra experiencia nunca está totalmente aislada respecto a cosas que dependen del concepto y del uso del lenguaje (los cuales, asumo por mi parte, no son atribuibles a un animal). Nuestra experiencia, por así decirlo, nunca es pura, mientras que la del animal sí lo es. Aristóteles presentaba la experiencia como ese límite de la determinación en la cual lo único que sabemos es relativo a individuos. La próxima reflexión se centrará en este punto.

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5 de febrero de 2008
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Capacidad de adaptación social versus filosofía

La filosofía es así una praxis militante... y radical frente a los enemigos de la exigencia de dignificación que conlleva. La filosofía considera inicua toda sociedad que se asiente en la resignación, concretamente resignación ante el hecho de que los seres humanos estén condenados a una vida en la que el  trabajo social  está  desvinculado de la disposición  de toda mente humana a confrontarse al problema global de la existencia. Al principio de estas reflexiones aludía ya a este tema, negando legitimidad a toda sociedad en la que la generalización de la disposición filosófica no cuente entre los objetivos políticos finales. Y sugería que estamos tan lejos de ello que nuestras sociedades parecen más bien ser corolario de un programa de canalización de los ciudadanos que tiene como premisa  el repudio de la filosofía. Pues bien:

Contemplando la disposición de un niño de once meses que pugna por abrirse al espacio pleno del orden simbólico, un ser vivo  que lleva en los genes la tendencia a escudriñar y descubrir los misterios del entorno y de sí mismo...se impone la evidencia de que el mantenimiento de tal disposición, el alentarla ofreciéndole progresivos momentos de realización, no sólo no contribuiría a insertarle en el orden social establecido sino que, por el contrario, le privaría de armas para defenderse en el mismo y eventualmente imponerse sobre sus congéneres. Los pedagogos que  canalizan hacia el registro de lo tolerable el ansia de saber y la capacidad normativa de un niño, saben perfectamente lo que hacen y de alguna manera están velando por él. Estoy realmente sugiriendo que incrementar la actitud filosófica de un niño es realmente exponerle a encontrarse desvalido en relación al equilibrio de valores que impera, y que probablemente siempre ha imperado.

Y sin embargo la praxis filosófica es finalmente la única prueba de que se es cabalmente humano. Humano en el sentido aristotélico de un ser vivo que, acuciado por la exigencia de saber, no ha cedido a la inercia de la mera lucha por la subsistencia. Y aunque el destino social, o simplemente la mala suerte, haya puesto una cota, aunque falte la fuerza para aunar la enorme complejidad de los materiales necesarios para las interrogaciones básicas, aunque (a fortiori) falten fuerzas para abrirse a espacios de interrogación aun no explorados, el haber osado afirmarse como ser pensante confiere ya un grado de legitimidad: hasta el último aliento se trata de pensar... pensar al menos lo que pensar significa.

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4 de febrero de 2008
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Repaso

He reflexionado sobre la filosofía. He buscado las razones por las cuales la filosofía constituye para los que se acercan a ella una promesa. Una promesa perfectamente compatible con la exigencia de lucidez que no autoriza a hacer concesiones a la tendencia a consolarse. Una promesa vinculada a la condición de ser racional.

Que la filosofía suponga  o no un horizonte, es finalmente un cuestión de reivindicación  de la naturaleza humana o de pesimismo respecto de la misma,  pesimismo que puede llegar hasta el repudio.

El mero animal ni asume ni deja de asumir su específica naturaleza, simplemente porque ésta carece de reflexión. El animal responde a su  naturaleza... y punto. Como máximo puede sentir la astenia de la vida, la ausencia de tensión para enfrentarse a los embates de la misma. El hombre, por el contrario, se encuentra siempre distanciado de su condición. O por mejor decir: distanciarse de su condición es para el ser humano algo inevitable, un rasgo inherente a la condición misma. Pues no hay observación sin distancia respecto a lo observado, y el ser de lenguaje lleva en sus genes el  ansia de conocimiento que pasa  entre otras cosas  por la observación de sí mismo.

La idea directriz de estas reflexiones es que la asunción de la condición humana se traduce en la emergencia de interrogaciones elementales. Tales interrogaciones serían material de la ciencia, lo cual supone que la ciencia tiene en ellas una auténtica matriz de sentido. Se empieza constatando que las formas con vida se distinguen de las formas que carecen de ella, y tal cosa conduce a intentar determinar cuáles son los rasgos elementales de la naturaleza...  y qué se añade a los mismos para que la vida surja.

Se empieza con una constatación, y de la misma emerge la pregunta coincidente con la interrogación filosófica, pregunta que rápidamente, al alcanzar un grado de complejidad, se erige en sendero con sus propios rasgos y sus propios meandros. Este sendero se encuentra en el origen vinculado a otros senderos, pero puede llegar a perder de vista tal vinculación. En tal caso la filosofía es recordatorio del origen y exigencia de que la vía particular se reconozca en la intersección de caminos de la que procede. La filosofía interpela así a la ciencia, pero con ello interpela asimismo a todos los que nos hallamos inmersos, más o menos pasivamente, en un mundo que es en gran parte fruto de la ciencia y de los modos de la tecnología que son retoños de la ciencia.

La apuesta por la filosofía es así una apuesta por dar a las tareas cognoscitivas un sentido. Apuesta que tiene una connotación normativa: la filosofía es exigencia de que la educación se plantee desde el origen sin perder nunca  de vista la causa final, a saber: actualizar la esencia del hombre en cada individuo. En este sentido la filosofía es enemiga del taylorismo y de la reducción de los humanos a la mera condición de especialistas en algo.

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1 de febrero de 2008
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Usos veraces del lenguaje

Es muy significativo que en el listado de universale antropológicos de E. Brown, en lo referente al lenguaje, no figure ninguno de los siguientes aspectos:

1) El lenguaje como instrumento para que las cosas en nuestro entorno físico (incluidas aquellas que son evidentemente constitutivas o forjadoras de nuestro psiquismo, las neuronas, por ejemplo) se hagan transparentes, hallen reflejo en el conocimiento.

2) El lenguaje como instrumento para el encuentro con otro ser de lenguaje, encuentro que parece la condición de su reconocimiento como algo más que una construcción solipsista; lenguaje, en suma, que busca ese relevo mutuo de la palabra que designamos mediante el término diálogo.

3) El lenguaje tensado al servicio de sí mismo, tal como ocurre en el discurso mítico o poético y, en general, en el discurso narrativo.

Tenemos en la lista de Brown como un indicio de que las modalidades digamos no verídicas del lenguaje constituyen algo más que un accidente. Contrariamente a cierta posición radicalmente afirmativa, según la cual la verdad no sólo a todos concierne sino que de algún modo es inevitable, se diría que lo auténticamente forjador del orden social (y en consecuencia de los individuos que lo constituyen) es algún tipo de ocultación para la cual el lenguaje se revelaría ser arma impagable.

De lo anterior se infiere que difícilmente cabe un sujeto humano que simplemente no engañe de vez en cuando al hablar, mientras que eventualmente podría pasar su entera vida sin haber jamás proferido una locución que apuntara a lo real apartando los velos que lo ocultan.

Y, sin embargo, todos tenemos (al menos en momentos de afirmación vital) la impresión de que los que sostienen la inevitabilidad de la verdad (y concretamente de una verdad para la que el lenguaje sería instrumento) constituyen no sólo héroes y modelos sino también de alguna manera profetas: al afirmar la inevitabilidad de la confrontación estarían de alguna manera previendo un destino que sería el nuestro: más allá de las trampas en las que un uso falaz del lenguaje convertido en regla social nos hace caer.

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31 de enero de 2008
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El uso falaz del lenguaje como universal antropológico

A lo largo de esta reflexión iremos viendo que el molde en el que la disposición ética se forja no es otro que la asunción plena de la condición de ser de  lenguaje. Cabe decir que en todos y cada uno de los comportamientos que responden a esa entereza o andreia de los griegos (de la que más adelante me ocuparé) que nos marca cabalmente como seres humanos, está presente el respeto al lenguaje, el respeto a la palabra dada.

Ello es tanto más de destacar cuanto que el uso falaz de la palabra no sólo es frecuente, sino que en la generalidad de las situaciones sociales constituye la regla. Vale la pena detenerse en este asunto, que muestra hasta que punto el combate por la veracidad es arduo y supone en cierto modo nadar a contra corriente.

Donald E. Brown, investigador del MIT, ha establecido una lista de universales de la condición humana que abarca desde la música a la matemática. Se trata de un catálogo de todo aquello que los antropólogos no pueden dejar de constatar sea cual sea la sociedad que observan. Pues bien, en lo que al lenguaje se refiere encontramos las rúbricas siguientes:

- Lenguaje.

- Lenguaje utilizado para manipular a los demás.

- Lenguaje utilizado para desinformar o canalizar hacia el error.

- El lenguaje es traducible.

- El lenguaje no es un simple reflejo de la realidad.

- Prestigio lingüístico como resultado de un eficiente uso de la ley (derechos y obligaciones).

Es curioso comprobar que tras el lenguaje mismo la primera determinación universal a él vinculada que se menciona es su uso manipulador. Universalidad de tal empleo del lenguaje aun reforzada por el hecho de que se considere también universal la instrumentalización para despistar, para dar falsa información o sugerir falsas pistas (misinform or mislead).

Donald E. Brown hace muy bien en distinguir estos dos tipos de utilización del lenguaje que difieren por algo más que por una cuestión de grado. Pues el segundo no conlleva (o al menos no conlleva necesariamente) la intencionalidad de reducir a mero instrumento la persona del otro, no falta por principio a la exigencia moral de considerar que todo ser humano es merecedor de respeto (o sea ha de ser como un fin en sí) cosa que parece inherente al primero.

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30 de enero de 2008
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