
Víctor Gómez Pin
La versatilidad, flexibilidad y creatividad del lenguaje a la que me refería no serían sencillamente posibles si el lenguaje no tuviera en su interna estructura ese doble rasgo generador de libertad que es la dualidad interna y la arbitrariedad del significante. Nunca se insistirá demasiado en que esta arbitrariedad, precisamente por suponer un grado de inadecuación respecto al entorno natural y respecto a la interna vivencia psicológica, abre un horizonte de creativa construcción y, en definitiva, de independencia respecto de lo dado.
Supongamos, en efecto, que todo en el orden de la designación de las cosas naturales funcionara al modo de las onomatopeyas, ¿cómo podría entonces el lenguaje suponer grado alguno de distancia respecto a la inmediatez del orden natural?; ¿cómo podría darse esa versatilidad que, por ejemplo, en la percepción de un paisaje pone de relieve el narrador? Esta distanciación es tanto más de agradecer cuanto que la ausencia de lazo natural no supone en absoluto subjetiva y contingente elección de individuos. Dada la forma del significado, es imposible prever el significado y viceversa, mas ello no significa que cualquier forma vale, ni que el capricho (o el intercambio de subjetivas decisiones) impera. Arbitrariedad sin sujeto caprichoso que la impone: tal es el meollo de la cuestión.
Decir que Shakespeare denotó convencionalmente tales o tales hechos por tales o tales palabras, no significa que se puso de acuerdo con otros individuos para tal denotación. En este sentido, cabe decir que en su tarea fertilizadora y creativa del lenguaje (se sabe que fraguó miles de vocablos), Shakespeare estaba más allá de la individualidad y la subjetividad (esta última expresa esencialmente el lazo de acuerdo o de conflicto con otros individuos). Shakespeare es como el significante del hecho mismo de que la subjetividad se sacrifica, precisamente como condición de que el lenguaje se despliegue y se exprese libremente, aunque no gratuitamente.