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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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NIETZSCHE Y EL OLVIDO

A propósito de la memoria y el olvido he tropezado inesperadamente con una cita de Nietzsche recogida por mi amigo Pablo Nacach en su actualísimo libro El fútbol. La vida en domingo (Lengua de Trapo. Madrid, 2006). El párrafo dice: “ Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas a la conciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tábula rasa de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo (...) este es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. (Genealogía de la moral. Alianza Editorial. Madrid, 1993. p 66).

Efectivamente recojo la cita porque refuerza mi juicio sobre el mal del recuerdo, la terrible enfermedad de la memoria. ¿Capacidad de olvido? Hay quien desdichadamente no podrá sanar nunca del mal nemotécnico. Es cierto también que el colmo de la salud se parece al colmo de la luz, la luminosidad que todo lo anula o vela. Basta, sin embargo, una porción de salud, un detalle de clarividencia, para entender que vale la pena convertir el olvido en ocasión de felicidad y detener, cuando aparece, la amenazante tentación del recuerdo.

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22 de junio de 2006
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EL PRESTIGIO DEL RECUERDO

La memoria histórica cuenta con formidable prestigio. Un delirante y pernicioso prestigio si nos paramos a ver.

Bajo la tesis de que quien olvida la historia puede volver a incurrir en los mismos errores, la idea de recordar y cuanto más minuciosamente mejor, se ha instalado como incuestionable virtud. En el polo opuesto se coloca, por tanto, al olvido. El desmemoriado pasa por ser un trivial, cuando no un desalmado.

Se diría que la moral se funda en la memoria y la inmoralidad en el olvido. Quien perdona sólo puede salvarse si, simultáneamente, no olvida. Se sugiere de este modo que en los sujetos sin la debida densidad se borran las huellas del pasado, mientras que, por el contrario, las personas de valor guardan los recuerdos como grabaciones a sangre y fuego.

¿Debemos seguir alentando esta ecuación tan apropiada al medievo? En España que, a fuerza de crecer tan velozmente en lo económico ha pasado de largo la reflexión cultural moderna o posmoderna, se habla actualmente de una solemne Ley de la Memoria Histórica. ¿No se acordaban los españoles voluntariamente del pasado? Pues ahora vamos a acordarnos por imperativo legal.

El dictamen de la ley insiste en recordar y  recordar y cuantos más  asuntos de ignominia, injusticia, destrucción o muerte, mejor. En realidad pocas veces se exalta la memoria histórica para aumentar el gozo de vivir. La memoria ha adquirido una consideración tan grave que se emparenta sin dificultad con toda clase de tragedias, holocaustos,  cárceles, hambrunas,  represión y  guerras. De este modo la facultad memorística se comporta como una esponja que absorbe toda especie de amargura y baña el presente con sus secreciones. También, naturalmente, con el dolor de las pérdidas y, de paso, con el ferruginoso sabor de la venganza.

Gracias a la memoria podemos seguir odiando, gracias  a la memoria podemos continuar regurgitando y volviendo a paladear las ofensas, la ingratitud, las desdichas de cualquier género. 

¿La felicidad? Queda asumido que mientras la desventura llega hondo la felicidad es fugaz, resbaladiza y pasajera.  De este modo resulta la desgracia  de más fácil succión porque, en  general, nos hallamos –según la formación cristiana- más  instruidos en la recreación del dolor que del placer, aunque sea posible alguna narración fantástica. Sobre el abigarrado paraje del pasado, la memoria tiende a operar como una pala excavadora sobre una montaña de residuos y no será insólito que al igual que ocurre en los vertederos, el movimiento de su masa apeste.

Seguiremos hurgando.

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21 de junio de 2006
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AMOR PROPIO

Entre las enseñanzas que se proponen impartirnos los libros de autoayuda, una de ellas tiene especial interés para la orientación personal. Se trata de tener presente en la interpelación con los demás que el otro, por regla general, habla de sí mismo sin importar que se refiera a un análisis  político, económico o a cualquier asunto de orden  personal, incluido desde luego el mundo de la persona que se tiene enfrente.  Efectivamente la egolatría tiene sus grados y su intensidad no se halla repartida por igual pero la mejor información sobre el  ser y el estar de cada uno se obtiene tanto por las preguntas  que responde como por las preguntas u observaciones que formula. La interrogación sobre si el otro de la pareja siente frío o calor informa sobre la sensación de frío o calor que el que interroga siente. Y así sucesivamente en casi todas las cosas.

Cuando las impresiones de ambos coinciden se goza el placer del parecido y la unión adelanta fácilmente, mientras las disidencias de percepción, aun menores,  son suficientes para crear un incómodo creciente y, al cabo, prácticamente insoportable. Uno tiene hambre y el otro no. El uno se ilusiona con un plan para ir al cine y el otro opina que es precisamente un día para salir al campo.  Adivinar sin esfuerzo el estado del otro es la mejor vía para fomentar el amor pero esto conlleva precisamente que la supuesta adivinación proceda de mi estado de ánimo. Si por este camino no hay complicidad, la alternativa se presenta larga e intrincada. Un amigo o un amante puede conocer a su partenaire mediante  la atención y la experiencia sistemáticas, pero ¿quién duda de que este proceso aumenta los débitos y los daños?

El buen conocimiento de los demás amigos y parientes requiere siempre interés y algún  denuedo pero el aprendizaje  de la persona más íntima puede ser una tarea insuperable si no la facilita  el parecido. Cabe, no hay duda, ir aprendiendo poco a poco la sensibilidad y preferencias del otro, tenerlas presentes como los contenidos de un libro pero incluso así  la memorización será tanto más fiel cuanto más se ame por apego. Porque ¿cómo amar al otro si sus diferencias nos bloquean? ¿Cómo saborear conjuntamente con paladares disidentes? ¿De qué manera progresar en la trabazón si los nudos no se potencian? 

El amor, se dice, es ciego. ¿Y sordo? ¿Y sin color, sin gusto, sin tacto específico? Todas las parejas que se mantienen juntas por un tiempo prolongado incluyen en su pegamento una suma importante del mismo bote. Somos de una determinada sustancia a la que natural y fatalmente amamos y sabemos amar o proteger mejor la materia que, de una u otra manera, la reproduce. Una proclama romántica exaltó  las pasiones entre caracteres opuestos y elevó este choque a la locura del amor. Pero, efectivamente, la locura que empezó siendo una gloria de la sinrazón acabará convirtiéndose en desesperación y angustia.

La diferencia es hermosa y posee actualmente un  prestigio insólito (precisamente  porque cada vez abunda menos) pero exige para su disfrute un alto grado de paciencia y civilización.  Una notable capacidad de  interpretación y  traducción más  una dosis importante de humildad y no menor proporción de equilibrio mental y  atracción por el sufrimiento.  ¿Hablo de mí? ¿Cómo podría escribirse de otro modo? ¿Cómo existiría la reflexión –la misma Filosofía, dice  Ortega- si no me refiero a mi intimidad? ¿Egoísmo? El egoísmo es el único ismo que lleva al altruismo. Como el amor propio constituye la base indispensable para amar. Nos enamoramos de verdad cuando nos sentimos inesperadamente enamorados de nosotros mismos y perdemos esta cristalización sentimental en el trance  que accidentalmente  rompe nuestra autoestima. Sólo nuestros ojos ven. Incluso en la máxima  poética que asegura ver a través de sus ojos.

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20 de junio de 2006
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PALETOS INTELECTUALES

Es corriente, entre intelectuales, menospreciar el conocimiento de las marcas, desdeñar la publicidad, desmarcarse del consumismo o del mundo general del consumo. Esta posición obedece sin embargo a un grave deterioro  intelectual y no, desde luego, a su perfeccionamiento. 

Lo propio de nuestro tiempo urbano no es, por ejemplo, la sabiduría de las especies vegetales sino de las especies comerciales. En una ciudad contemporánea es importante que existan zonas verdes, avenidas y plazas arboladas, pero no es en absoluto relevante la clase de plantaciones que decida el municipio.

La mayoría de los habitantes de las grandes urbes no distinguen bien entre una acacia y un castaño de indias. Lo que cuenta no son las características o denominaciones particulares sino su carácter general de árboles, formas naturales que connotan con la naturaleza y masas verdes que proporcionen contraste y placidez. Una clase u otra de planta que tuvo tanta significación en tiempos de predominio agrario y obtienen frecuente protagonismo en las narraciones literarias del siglo XIX, ha perdido por completo relevancia. Ahora no se eligen títulos como La sombra del ciprés es alargada o El deseo bajo los olmos. La literatura contemporánea de occidente no sucede en el medio rural ni, por tanto, se relaciona con la fauna o la flora. Las posibles historias discurren  dentro de las ciudades o en los moteles, en las autopistas, en las empresas de servicios  o en los centros comerciales donde el panorama se encuentra atestado de marcas.

Un magnolio en el centro de Madrid o Barcelona no significa especialmente nada pero un Lexus o un Citroën, una ropa de Hugo Boss frente a otra de Zara, un reloj Diesel o un Breitling, claro que sí. De los árboles se obtiene ahora muy escasa información mientras las marcas van, progresivamente, diciéndolo casi todo.

¿Una calamidad? Los intelectuales de convención pretenden afirmar su distinción aferrándose a los tiempos preconsumistas, paisajes sin logos. Ven en el consumismo y hasta en el consumo en sí como una forma de degradación y en las marcas, rotundamente, una lamentable alineación más. Su actitud de desdén a la publicidad o el marketing más la ridícula jactancia declarándose ignorantes o ajenos a  ese mundo, les convierte en los nuevos paletos de nuestro tiempo.  Negar la cultura de consumo o  cerrar el entendimiento hacia la gran creatividad que deriva ampliamente de ella es síntoma de ofuscación. El oscurantismo más silenciado de nuestro tiempo.      

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19 de junio de 2006
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EL IMPERIO DEL RESULTADO

El hecho es el rey absoluto de la creación. Parecerá que el hecho pertenece al orden de lo vulgar mientras el pensamiento a un ámbito elevado, pero uno y otros pierden sus respectivos grados cuando sobreviene el  fait accompli.

Todo el mundo aficionado coincide, por ejemplo, en que los recursos de la selección española de fútbol son tan limitados como para no permitir ilusionarse con ella. Sin, embargo, un solo partido concluido frente a Ucrania, un resultado fáctico, cambia por completo la percepción de los factores.

¿La guerra de Irak? ¿La Guerra Civil? ¿La Guerra de Secesión? Cada una de estas batallas, repletas de fuerzas físicas y mentales, de economías, logísticas, tesis, armas y estrategias, exponen con su resultado la  razón verdadera, antes torcida o velada.

¿Los hechos tienen siempre razón? Parecería suicida aceptarlo y, sin embargo, una vez que el suceso aterriza la realidad entera, mental o no, se consterna para adquirir formas nuevas.

Ocurre así también con los cuentos o las novelas. El libro significa esto o lo otro de acuerdo con el final que, en este caso, desempeña la función del  hecho cumplido. La narración danza  hacia un futuro desenlace que, al materializarse, se iza como la referencia capital, cenital.

Desde esa cima se otea del pasado y se reestructura de manera que haga coherente su coronación. En ese proceso han de forzarse las interpretaciones previas y anularse determinados pronósticos, se disuelven pistas  y se reconduce, en fin, el pensamiento para que el interior de su reflexión venga a coincidir con el corazón del hecho. 

De esta manera, en general, muy lejos de conocer nuestra historia es la historia la que se encarga de reconocernos mucho después. Este bucle tan repetido como mirar la hora del reloj va rizando el sentido de nuestras vidas. ¿Somos buenos o malos como selección nacional? Sólo los hechos lo dirán. Lo dirán más allá de los  incontables análisis anteriores al campeonato, desarrollados en el territorio de la observación, la investigación o la reflexión. Todas ellas se apagan ante la deslumbradora luz de los hechos y, en consecuencia, son ellos quienes nos aleccionan sobre el menguado efecto de nuestra intervención. ¿Deberíamos renunciar a la acción por delicada  que sea? ¿Deberíamos entregarnos a la facticidad, a la fatalidad? Realmente es lo que, sin declarar, venimos haciendo pero nos comportamos, sin embargo, como si no fuera así. Vivimos como si los acontecimientos sin pies ni cabeza fueran del todo inválidos y nosotros los fautores.

De esta creencia se obtiene una sensación de tranquilidad vital que entona  nuestra estima. La autoestima de suponernos libres y eficaces. Porque de la fatalidad, de la ley fáctica, se deduce, por el contrario, la condición de subordinados y condenados.

¿Rechazaremos por tanto la dictadura del hecho para salvarnos? Paradójicamente no. Gracias a su imperio incontrolable, gracias al azar que lo ceba, se alienta  la mayor esperanza de nuestras vidas.  El azar contribuye a la sinrazón del mundo tanto como a la fe en el porvenir del mundo. Algo llegará a pasar que no prevemos ni  somos capaces de ponderar.  En su explosión inesperada estallará el milagro: la máxima compensación feliz a la tan predecible repetición de la desdicha.

¿Ganará España el campeonato? ¿Argentina? ¿Costa de Marfil? ¿Australia? No todo parece igualmente probable pero sí cualquier resultado es posible. El hecho acaece y manda, desintegra la razón, hunde el cálculo. En ese espacio inaugural, incontestable,  fulge la contundencia del resultado.

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16 de junio de 2006
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La transcosmética

Nota: Este blog no se publicó ayer debido a problemas con el operador de internet. Pedimos disculpas a los lectores.

Después de triunfar en Estados Unidos, Sudamérica y algunos otros países cristianos, llega a España el tuppersex, versión actualizada y transustanciada de las tradicionales reuniones caseras del tupperware. Lo característico de la reunión, entre mujeres y con la representante comercial de la marca, es ahora que en vez de ofrecer un surtido de recipientes para los alimentos se expende un muestrario de artilugios para disfrutar del sexo, desde vibradores a bolas chinas, desde lubricantes a supuestos lápices de labios para peripecias genitales. En el primer caso del tupperware se trataba de acentuar el carácter primoroso del ama de casa mientras en el segundo se trata de desarrollar el gusto por amarse a sí misma.

Mucho más que los hombres, las mujeres han dedicado una meticulosa atención a su cuerpo. Gracias al cuerpo podían tenerlo casi todo cuando no disponían de casi nada. Todavía hoy, las mujeres se miran a través de una mirada exterior que, sin duda, se funda en el panóptico masculino, el ojo cósmico por el que eran juzgadas y tasadas como objeto y de cuya sentencia se deducía un precio de implicación económica y social. El término cosmética, tan asociado a las mujeres, hace relación al cosmos. Las mujeres recurrían a la cosmética para acomodar su apariencia al gusto del varón que, a su vez, en pleno patriarcado se presentaba como el ordenador del mundo, el patrón del cosmos en vigor.

De esta larga y profunda historia permanecen aromas y sombras pero va siendo real la generación, mediante el género femenino, de otro universo en el que las mujeres no se atildan, adiestran y disponen para complacer al varón sino para complacerse. De este movimiento, necesariamente narcisista, nace el tuppersex.

La reunión de mujeres tupper habla de sus placeres sexuales no en relación a los jeribeques de los hombres sino respecto a los descubrimientos que hacen de su cuerpo y las posibles sensaciones que cabe obtener de él. Nunca se hizo nada parecido entre los machos. Los machos siempre lo eran en la medida en que gozaban de las mujeres y las hacían gozar. Lo masculino fue primordialmente transitivo. Pero algo y no poco ha indicado a través de los tiempos que no sucedía lo mismo entre las mujeres. La pasividad derivada de su subordinación se correlacionaba con su intransitividad, su frigidez, su soledad, la conspicua instrumentación de su cuerpo y la negación de sus concupiscentes festines.

Ahora, tras las igualaciones en numerosos ámbitos, sería lógico que llegara también la igualación en la transitividad. Y, sin embargo, aún habiéndose trastornado mucho los viejos modelos, la asimetría persiste. Persiste, quién puede dudarlo, un residuo femenino de rencor interior, una pasividad guardada para sí o para ser compartida con otras mujeres. Nunca esa dosis de pasividad deliberada y seleccionada se hallará a disposición de los hombres y no pocos son conscientes de ello siendo eróticamente espabilados.

Ahora es más fácil lograr la activa incorporación de la mujer a los intercambios sexuales pero, aún así, bastan algunos indicios para caer en la cuenta de que el tradicional y reaccionario "misterio femenino" ha evolucionado hacia una suerte de exquisito secreto para cuya delectación no basta la más rica lujuria masculina ni tampoco ningún amante, por experimentado que sea. El tuppersex representa ahora la nueva barrera del sexo. Se trata de una congregación sellada, femenina y neoclandestina. Sus conversaciones pueden traducirse pero el significado de la reunión, claro que no.

Los hombres entran y salen, con mayor o menor rubor en los sex-shops puesto que los sex-shops son comercios abiertos; expuestos al público. Los tuppersex son, en cambio, centros privados, caseros, y los pequeños artilugios que se adquieren allí o las experiencias que se intercambian no incluyen centralmente - al modo de las procacidades entre amigotes- los pormenores del sexo ajeno sino del propio. El eje deja de ser el falo o su cultura. El tuppersex constituye la primera célula activista de una impensada revolución. No la revuelta agresiva y acalorada feminista sino, sencillamente, la revolución silenciosa del cosmos. El nacimiento vaginal de la transcosmética.

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15 de junio de 2006
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EL MUNDIAL DOMÉSTICO

¿Se puede todavía ser un fanático de corazón? ¿O un irremisible ateo? El segundo Mundial de Fútbol del siglo XXI tiene la respuesta. Nunca una edición del campeonato mundial de fútbol ha resultado tan ilustrativa sobre la ridícula vanidad de las creencias y las sagradas pertenencias.

La dialéctica entre lo global y lo local, lo extraño y lo  familiar, se resuelve estos días en la sucesión de partidos y el texto de sus alineaciones. ¿Alemania? ?Francia? ¿Brasil? ¿Italia? El nombre y el juego de sus principales jugadores son tan familiares para el aficionado de cualquier nación que, finalmente, se revelan como nuestros rivales pero también como nuestros ídolos y, por momentos, viendo los encuentros entre ese tipo de selecciones deseamos ver el buen hacer de sus figuras sin notar demasiado su adscripción nacional. La nación da nombre al equipo pero, a diferencia de lo que sucedía antes, no lo graba a fuego. Los futbolistas importantes que componen prácticamente cada selección vienen de clubes sobresalientes y de los que tanto aficionados africanos como coreanos o almerienses desearían poseer su camiseta. La camiseta auténtica o la que por cientos de miles se expende en todo el mundo al modo de un único bazar donde se cruzan mitos y estampas, colores y denominaciones sin importar demasiado su pertenencia oficial. Ser de una nación es tan anacrónico como las oposiciones vitalicias. Ahora se es de esto o aquello para desarrollar un juego de rol, no para morir por la causa. Este Mundial de Fútbol, donde además abundan los "nacionalizados" o los "naturalizados" al lado de los autóctonos, lo pone repetidamente de manifiesto. A España  la vencerá Brasil en noventa minutos con jugadores a los que se ha vitoreado durante años en España y en cuya selección juega, además, un  brasileño españolizado de conveniencia. De este modo y tras este tutti-frutti de alineaciones, ¿como seguir con el antiguo encono al extranjero o el amor loco a la selección local? Efectivamente todavía hay locos pero ahora advertimos mejor el atavismo de su mal.

O todavía mejor: efectivamente es aún posible pasar de ser un hincha del Real Madrid a ser un hincha de la selección nacional, pasar de un fanatismo a otro, pero ¿cómo no darse cuenta de que ese mismo travestismo es posible gracias al  juego con su naturaleza? Pero ¿un juego de identidad? Un juego de identidad o de disfraces, un juego en fin. Y, tratándose de un juego evidente ¿cómo será posible mantener el fanatismo o su ofuscación?

Efectivamente es posible tropezarse con  gentes que se declaran fanáticas de esto o aquello pero ¿quién no siente por ellos conmiseración o ajenidad? Ni se puede ser hoy hombre/hombre ni mujer/mujer, ni católico a machamartillo, ni ateo irredento.  Tampoco es posible manifestarse nacionalista/nacionalista sin mover a la irrisión o la compasión intelectual.

Por primera vez, en suma, este Mundial abre un nuevo mundo a la vista de todos. Las selecciones nacionales de fútbol son de este o aquel país coloreadas por la bandera pero cada vez menos transfundidas de ellas. De esta manera el mundial pasa de ser una representación de la liza entre pueblos para convertirse en espectáculo popular total. De lo sagrado a lo escénico, de lo simbólico a lo pop. ¿Morir por la patria? ¿En cuántos países se sigue creyendo en ello? Lo decisivo va dejando de ser la cuna, la fidelidad ciega, la unión eterna. En su lugar se extiende un universo diverso y cambiante, lleno de combinaciones y de nuevas criaturas mezcladas. Asistimos por fin a un Mundial donde crece el mundo, donde todos vamos conociéndonos y apreciándonos según valores no afincados en los históricos males de la pertenencia. Los tópicos siguen jugando. Pero ahora ya, progresivamente, como elementos para animar el juego.

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13 de junio de 2006
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CENA CON LOS NOBEL

Estuve cenando, en Estocolmo, en el mismo salón donde se ofrece la cena de gala a los premios Nobel. Una pasada. Por allí, efectivamente, había marcado su paso Albert Einstein y Thomas Mann, la madre Teresa, Madame Curie, Fleming o Hemingway. Trataba de hacerme cargo de la importancia del espacio y me resultaba tan infantilmente fácil o fácilmente infantil que terminé por agotarme.

Los lugares sagrados son naturalmente estomagantes a pesar de que algo sagrado, aunque no espectacular, debamos elegir para que el corazón posea un gemelo dorado y una bruñida orientación de amor.

Los comensales de aquel acto no contábamos con posibilidad alguna de ser elegidos alguna vez para el premio Nobel y esto, incuestionablemente, nos violentaba. Nos  otorgaba un carácter de gentes demasiado comunes o también, como era el caso, de dóciles corifeos. Las personalidades se harían sagradas y continuarían siéndolo merced a nuestra adoración. Pero ¿eran merecedoras del premio a causa de nuestra merced? El glorificado no alcanzará nunca a saber si son sus admiradores quienes le deben el honor o debe su honor a los admiradores. En el intercambio, efectivamente, todos salen ganando. El elegido se alza como figura excepcional y quienes lo izan se sienten dignificados por la condición extraordinaria que han proclamado en aquel y que desde su altura les baña.

No nos hallábamos sin embargo satisfechos. Puesto que nos habían dejado penetrar en el recinto debíamos sentirnos agradecidos. Más que eso: puesto que se nos dejaba compartir una atmósfera reservada para el personaje histórico ¿qué podríamos ofrecer de valor a cambio si no fuera nuestra propia muerte? Lo aproximadamente más histórico que poseemos, el único remedo del paso a la posteridad en su primera fase.   

No resultaba por tanto tan sencillo acoplarse a la grandeza de esa sala en el Ayuntamiento de Estocolmo y pasmarse sin más, sin desasosiego, ante sus cuatro y altísimas paredes de ladrillo labrado. Por si faltaba poco, un escenario de pacotilla camuflado en un ángulo bajo la gran escalera, fue ocupado, a golpe de dos grandes bafles y focos, con la intervención de una popular cantante española de pelos rizados y tizones, más un pálido grupo sueco que imitaba a Abba. ¿Se trataba en efecto de un lugar sagrado aquel salón? Lo sagrado no se puede tocar; sin embargo, el grupo tocó sin reparo las músicas más destructivas del gusto y no digamos de la inteligencia. ¿De esa manera profanaban el espacio? Parecía que fuera así pero con el paso de los minutos nada podía creerse con firmeza. Apenas quedan, dentro de este mundo, espacios sagrados fijos. Prácticamente la totalidad de los elementos de que vivimos, gozamos o provenimos en el mundo occidental han ido volviéndose portátiles, circunstanciales, removibles.

Los sagrados campos de fútbol sirven para polvorientos mítines electorales y las delicadas iglesias para discotecas. Lo sagrado, siempre presente, ha cambiado su capacidad de sedimentación por la de circulación. Los Nobeles podrían contemplar el templo en donde habrían recibido su consagración destinado a recaudar unas miles de coronas en una fiesta de paso. ¿Seguirán creyendo en su magnificencia fundamental? ¿Creerán en su misma excelencia tan compartida y escarbada?

Los años han creado tal número de Nobeles que se hacen largos de enumerar, tediosos para ser exaltados sucesivamente, acumulativos como géneros a granel hasta el extremo de que su salón ha ido convirtiéndose en un contenedor donde puede caber de todo. Desde la boda hasta el discurso del concejal, desde la orgía a la sentencia de muerte. A pesar de ello, si el espacio funcional se presta al  soborno, su naturaleza estructural se resiste con cinismo superior. Pasear la mirada por sus muros, desfilar por sus escalinatas, tratar de entender la historia de su mixtura y apreciar la mimosa enseñanza de sus luces, empujaba a concluir que la arquitectura es mucho más que sus moradores  y sus arquitectos. La arquitectura nace, se yergue y palpita con una existencia que al lograr persistir respira por sí sola, no importa la mascarada  a que se la someta. La misma fama de los Nobel pregonada sin cesar por los promotores del acto trataba de ahogar su identidad mientras su identidad más unívoca renacía en paralelo, liberada de la estabulación. Liberada también olímpicamente de todos nosotros que entramos, cenamos y salimos de allí de madrugada, somnolientos, más tristes que alegres, más decepcionados de nosotros y de los Nobel que cuando todo lo veíamos en la televisión.

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12 de junio de 2006
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La impagable levadura de la elegancia

La visita a Helsinki fue tan breve que solo nos permitió admirar las obras de Alvar Aalto. O diciéndolo de otra manera, la visita a las obras de Alvar Aalto fue tan admirativa que el desembarco en Helsinki nos pareció muy corto. En España se cuentan por decenas los buenos arquitectos que tienen algo de Alvar Aalto (1898-1976) o han pretendido su contagio profesional. No un contagio atufante o virulento al modo que podría producir un Calatrava o un Gehry. El contagio de Aalto siempre confiere salud, afina el propio juicio estético y, si no hace cambiar aparatosamente las convicciones sustantivas, añade a la sustancia la impagable levadura de la elegancia.

Ojalá la mayor parte de los arquitectos que proyectan no ya para los ricos y famosos sino para los clientes de las VPO recibieran esta inspiración poética y meticulosa con que Aalto trata las formas y los materiales.

Como norma general parece establecido que los ricos disfrutan el privilegio de poseer cosas bellas y los más pobres las muy feas. La belleza se relaciona maquinalmente con lo caro y el adefesio con lo que es más barato. Por si hiciera falta refutar esta creencia, Aalto ofrece ejemplos de todos los órdenes, desde la escala de un apartamento a la de un vaso, desde una escalera a una butaca. Sillas con el diseño de Aalto se venden en Ikea y cada vez más. Ikea es sueca y Aalto finlandés, con lo que parecería un obvio contagio vecinal. Pero es más. Ikea ha arrasado en el mercado del mueble barato no solo por valer poco dinero sino por valer formalmente más.

Hay familias pobres que visten con elegancia y mujeres de pueblo que crean estilo en la región. Es más: actualmente las tendencias de la moda arrancan de los márgenes y como decía  el diseñador Alexander McQueen "es acaso cruel decirlo pero lo más atractivo en la actualidad se encuentra en la ropa de los proletarios". De los obreros de la construcción, de los camioneros, los estibadores y los clochards, sin contar con los presidiarios, los drogadictos de barrio o los mendigos, que han creado lo mas cool en casi todos los órdenes. Es cruel decirlo pero es ya lugar común.  Parece una indignidad aceptarlo pero induce a dudar de que el referente estético se encuentre tan solo en los altos ambientes multimillonarios. Este crucero donde me encuentro todavía en el Báltico es una grandilocuente parodia del gusto rico. Hecho a imagen y semejanza de lo que apreciaría, con otras condiciones materiales, el nuevo rico, y para remedar, en esta rasa fantasía lujosa de surcar los mares con balcón al mar, lo grotesco de la hermosura trufada en oros.

Alvar Aalto es su fino revés. El latón frente al metal precioso, la cerámica popular frente al lapislázuli o la malaquita. A primera vista todo parece fácil y hacedero, simple y consecuente con la idea de un sencillo profano que buscara sensata y honradamente satisfacer su necesidad de bienestar. Llevar a cabo ese diseño es, indudablemente, delicado. Pero ¿por qué las escuelas no difunden este conocimiento que a fin de cuentas no será de ningún modo más arduo que la electrónica o la física nuclear? Y más todavía: ¿por qué esta manera de procurar el gozo de relacionarse con el espacio y sus objetos no pasa a ser parte del estado general del bienestar? No es suficiente ofrecer viviendas baratas para los trabajadores. El objetivo realmente social sería dignificarlos mediante la procuración de hogares donde, a la fuerza, su cuerpo y su alma mejorarían fundamentalmente y desde ellos, como desde los márgenes de moda, se extendería una tendencia amplia y arrolladora sobre el nuevo sentido estético y moral de la ciudad.

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9 de junio de 2006
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EL TIEMPO, EL AGUA, EL SILENCIO

Si es cierto que la edad no proporciona enseñanzas decisivas puesto que llegan a destiempo, sí contribuye con su mismo desarrollo a comprender el íntimo efecto del tiempo o del silencio. El tiempo y el silencio forman los dos grandes legados de la edad y se confunden en uno solo tras descubrir, pasado el tiempo, que la sustancia de ambos es la espera.

Con el silencio nos procuramos una holgura adicional que propicia la higiene y salud de las peores tesituras. El silencio actúa allí como una holganza sobre el accidentado artefacto del tiempo y como una efectiva ampliación del calibre por el que sobrevienen las cargas más gruesas o conflictivas. El silencio que introduce un hiato, la espera que detiene la prisa, crean un vestíbulo, siendo este -inversamente- el ámbito del silencio y de la espera. Gracias a ese nuevo zaguán los efectos más vivos se demoran, reducen su velocidad y definitivamente se vuelven más holgazanes. Esta holgazanería, como los reposos en las convalecencias, contribuye a la paz y a la cura.

El tiempo tiende a destruir, a matar sin tregua y a transformar la materia en memoria pura.
No es posible detener el tiempo cronológico pero sí volverlo arborescente, entretenerlo, amortiguar su violencia mediante el intermedio del vestíbulo o la espera.

La espera es el silencio. O, al revés: el silencio inaugura un hecho puro donde la realidad se asombra y, por un momento, al vacilar, no prosigue su impulso trazado. No mantiene su impulso motorizado por el tiempo que se acelera tanto más cuanto más se le atiende y tanto menos cuando la tensión se transforma en lasitud, la impaciencia en espera.

Los budistas hablan del tiempo como del agua, y al revés. El agua se abre paso entre los escollos y las presas gracias a una potencia muy muda. Silenciosa.

Mediante el poder del silencio el agua se filtra, desgasta el obstáculo, lo sortea. Siempre triunfa el profundo silencio del agua para dejar al cabo cada elemento en su valor preciso. El agua pulsa y certifica la resistencia de los materiales, descubre las fisuras invisibles, muestra al fin la auténtica naturaleza de la materia, su estructura fundamental, su calavera. El agua conduce a la muerte como lo hace paralelamente el tiempo. Y el tiempo, como el agua, se despliegan indefectiblemente gracias a la extrema potencia del silencio. El silencio o el tiempo son la base de la muerte o la persistencia, y gracias a conocer esta clave podemos aspirar a tratar con ellos. El silencio dispone la posición de cada cual como el agua la posición de la geofísica. Igualmente la acción perezosa del tiempo, sin ser acuciado, sin ser juzgado, conduce a la reordenación del mundo, al orden estructural de la materia.

Existe, en la experiencia de la edad, la edad del tiempo. Nosotros y él nos unimos al cabo como el agua se une al agua al finalizar su laberinto. En ese momento y coincidiendo con su mezcla completa, la disolución absoluta, reina dichosamente el silencio.

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8 de junio de 2006
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