Vicente Verdú
El hecho es el rey absoluto de la creación. Parecerá que el hecho pertenece al orden de lo vulgar mientras el pensamiento a un ámbito elevado, pero uno y otros pierden sus respectivos grados cuando sobreviene el fait accompli.
Todo el mundo aficionado coincide, por ejemplo, en que los recursos de la selección española de fútbol son tan limitados como para no permitir ilusionarse con ella. Sin, embargo, un solo partido concluido frente a Ucrania, un resultado fáctico, cambia por completo la percepción de los factores.
¿La guerra de Irak? ¿La Guerra Civil? ¿La Guerra de Secesión? Cada una de estas batallas, repletas de fuerzas físicas y mentales, de economías, logísticas, tesis, armas y estrategias, exponen con su resultado la razón verdadera, antes torcida o velada.
¿Los hechos tienen siempre razón? Parecería suicida aceptarlo y, sin embargo, una vez que el suceso aterriza la realidad entera, mental o no, se consterna para adquirir formas nuevas.
Ocurre así también con los cuentos o las novelas. El libro significa esto o lo otro de acuerdo con el final que, en este caso, desempeña la función del hecho cumplido. La narración danza hacia un futuro desenlace que, al materializarse, se iza como la referencia capital, cenital.
Desde esa cima se otea del pasado y se reestructura de manera que haga coherente su coronación. En ese proceso han de forzarse las interpretaciones previas y anularse determinados pronósticos, se disuelven pistas y se reconduce, en fin, el pensamiento para que el interior de su reflexión venga a coincidir con el corazón del hecho.
De esta manera, en general, muy lejos de conocer nuestra historia es la historia la que se encarga de reconocernos mucho después. Este bucle tan repetido como mirar la hora del reloj va rizando el sentido de nuestras vidas. ¿Somos buenos o malos como selección nacional? Sólo los hechos lo dirán. Lo dirán más allá de los incontables análisis anteriores al campeonato, desarrollados en el territorio de la observación, la investigación o la reflexión. Todas ellas se apagan ante la deslumbradora luz de los hechos y, en consecuencia, son ellos quienes nos aleccionan sobre el menguado efecto de nuestra intervención. ¿Deberíamos renunciar a la acción por delicada que sea? ¿Deberíamos entregarnos a la facticidad, a la fatalidad? Realmente es lo que, sin declarar, venimos haciendo pero nos comportamos, sin embargo, como si no fuera así. Vivimos como si los acontecimientos sin pies ni cabeza fueran del todo inválidos y nosotros los fautores.
De esta creencia se obtiene una sensación de tranquilidad vital que entona nuestra estima. La autoestima de suponernos libres y eficaces. Porque de la fatalidad, de la ley fáctica, se deduce, por el contrario, la condición de subordinados y condenados.
¿Rechazaremos por tanto la dictadura del hecho para salvarnos? Paradójicamente no. Gracias a su imperio incontrolable, gracias al azar que lo ceba, se alienta la mayor esperanza de nuestras vidas. El azar contribuye a la sinrazón del mundo tanto como a la fe en el porvenir del mundo. Algo llegará a pasar que no prevemos ni somos capaces de ponderar. En su explosión inesperada estallará el milagro: la máxima compensación feliz a la tan predecible repetición de la desdicha.
¿Ganará España el campeonato? ¿Argentina? ¿Costa de Marfil? ¿Australia? No todo parece igualmente probable pero sí cualquier resultado es posible. El hecho acaece y manda, desintegra la razón, hunde el cálculo. En ese espacio inaugural, incontestable, fulge la contundencia del resultado.