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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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“CAMBIO RADICAL”

Algo nos dice que el programa televisivo Cambio radical (Extreme Makeover) comete un crimen. ¿Se trata sólo del asesinato de la fisonomía anterior? ¿Se refiere precisamente a la muerte de la personalidad acomplejada a través de una  cirugía especializada en el crimen perfecto? Todo lo que posee de milagroso el cambio radical lo tiene de siniestro. Lo bello y lo siniestro apenas se hallan separados por un finísimo perfil, el perfil precisamente que se junta en la transformación instantánea que presenta el programa. El proceso no interesa si no es inmediato, el cambio radical sólo es efectivo y efectista si se confunde con el prodigio.

Pero hay algo más y muy decisivo: el paso de lo feo a lo bello como un hecho productivo que convierte la materia prima, tosca e informe, en un artículo precioso o diseñado. El cuerpo del obrero que entregaba la plusvalía de su esfuerzo físico en la escena industrial sigue ofreciendo en la época postindustrial un plus relacionado también con el físico pero en la escena del espectáculo. Se trataba antes de la fuerza de trabajo bruto; se trata ahora de la energía obtenida del aspecto bruto. “Crimen u ornamento”, titulaba su manifiesto sececionista el arquitecto vienés Adolf Loos. El ornamento es crimen. Y al revés: el crimen se viste de ornamento.

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28 de marzo de 2007
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TELEVISACIÓN

Un fenómeno de tanto o mayor alcance que la alfabetización es el de la televisación. Qué digo mayor, mil veces más importante.

La capacidad de leer ofrecía una potencia de conocimiento, la atención al televisor entrega el conocimiento. Y sin necesidad de desciframientos, deducciones, reflexiones o aplazamientos. Gracias a la televisación cualquier ciudadano de no importa qué municipio perdido se encuentra participando en el ayuntamiento general. Perteneciendo a esa comunidad y a sus percances diarios.

Ahora no hay nada nuevo que contar cuando se viaja a las aldeas desde la capital, ni peripecia nacional de envergadura que no se haya introducido en cualquier vivienda. La proclama, la manifestación, el accidente, la corrupción, la competición deportiva, se desarrollan sobre una pantalla que contemplan sin reservas los más ilustrados y los no ilustrados, los ricos y los pobres, los peones y sus patronos. No hay ninguna necesidad de matriculación ni formularios para acceder a la información porque la tele actúa como la idealizada escuela de hace medio siglo: el aula sin muros, la enseñanza popular, gratuita, universal y fácil para todos.

Si la democracia se ha cumplido realmente en algún aspecto esa conquista  se corresponde con la omnipresencia del televisor.

Y todavía, sin embargo, hay quien la maldice. Pero ¿no resulta elocuente y  sospechoso que quienes declaran aún aborrecerla pertenezcan invariablemente a la vieja elite?

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27 de marzo de 2007
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DOLORES DE CABEZA

De jóvenes e incluso de niños los hermanos presumíamos de dolor de cabeza puesto que mi padre al que admirábamos sin condiciones los padecía con terrible aparatosidad. Después, con el tiempo, solamente mi hermana ha continuado con este honor  junto a un extenso ajuar de dichos, anécdotas, muebles y recuerdos que en los demás se han disuelto con los hijos, los matrimonios y las cosas de la profesión. Que le duela a uno de nosotros la cabeza, no tratándose de mi hermana, es ahora señal de adversidad y de general sospecha. No se comunicará este dolor si puede ocultarse de algún modo, porque su presencia indica que algo en la familia o en la economía marcha acaso mal.

La benéfica normalidad se asimila a no padecer jaqueca alguna y su valor ha desaparecido casi por completo y claramente desde que mi padre no la ejemplarizara y sus atenciones muy ritualizadas fueran pasando desde lo sagrado a la comicidad.

Con todo el dolor de cabeza mantiene su prestigio ancestral. La cabeza duele y podría esperarse que se tratara del mayor de los peligros, pero el caso es que aún sufriendo espantosamente el acoso se desvanece relativamente pronto y el cerebro con sus sesos afectados se reordenan enseguida como hemos aprendido que sucede en las averías del ordenador. Cabría suponer que la víctima de las jaquecas supremas, tal como mi padre, nunca podrían recuperar la totalidad de sus  facultades y menos cuando a un asalto seguía pronto otro y así durante toda la vida. Más curioso resultaba aún que demostrara siempre una alta lucidez a pesar de los embotamientos a que debía hacer frente.  Y también un invariable y agudo sentido del humor, aparte de su inteligencia como de níquel. ¿Bruñía  y perfeccionaba sus sentidos la acción del dolor? ¿Fueron las jaquecas como trepanaciones que sanearan su mente de impurezas? Algo de todo esto intervino en el orgullo de haber heredado, más o menos realmente, su propensión. La vulnerabilidad significaba no una debilidad sino confirmarse como objeto preferido de un martirio divino que no cesaba de presentarse para aumentar la perfección. El mundo de la religión nos conformaba desde la cuna a la sepultura y desde la sevicia a la redención. He aquí el pasado y compacto código del bien y el mal, la salud y el pecado mortal.

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26 de marzo de 2007
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IRAK CITY

Si las agencias internacionales de noticias no fueran norteamericanas hace tiempo que habríamos dejado de saber nada de Irak. Como en tantas otras guerras de esta escala los medios de comunicación no soportan la repetición de la repetición e Irak es el foco de contenidos idénticos día tras día, semana tras semana y mes tras mes. Se conoce de antemano qué pasará mañana, porque las jornadas se copian a sí mismas en una matanza garantizada y regular. Ningún relato de este tipo mantendría la atención de los lectores, de los telespectadores o de los radioescuchas pero, en este caso, continua la tremenda tabarra narrativa, la dosis similar de muertos tras el mismo coche bomba de la entrega anterior y como seguro anticipo de un mismo atentado suicida que hace volar a otras varias decenas de civiles igualmente inocentes.

Ningún escenario de estas características, falto de novedades, enfermo de irresolución, justificaría el gasto de cámaras, corresponsales y servicios  de transmisión. Sólo el culto a los miles de ciudadanos norteamericanos que se juegan la vida allí mantiene el despliegue informativo. Los soldados nacionales constituyen la noticia que da sentido a los informadores nacionales. Todo lo demás se convierte en ritual. No hay propiamente guerra o paz que contar sino alguna baja norteamericana acaso “cuando menos se espera” y un gasto presupuestario que junto a la suma de muertos importa al contribuyente en tiempo preelectoral.  Más allá sobre todo de estas víctimas  que son incomparablemente menos que los del tráfico o los accidentes laborales entre la población estadounidense, la masa de noticias prosigue indefinidamente sin bien ni mal, sin intriga, sin misterio, sin decisión. El fin de la guerra no es fácil de vislumbrar y la retirada de las tropas desvanece la fecha en una inconcreción tras otra. Si los receptores del mundo no nos olvidamos de Irak se debe al persistente envío que realizan los periodistas convertidos en una suerte de funcionarios o cronistas sociales que no tratan tanto de atender a la dura actualidad de Basora o Bagdad como a la de la Oklahoma City, Filadelfia o San Diego, de donde procede el soldado que ese día ha sido fatalmente alcanzado por la explosión. El resto es relleno.

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23 de marzo de 2007
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EL VIENTO II

Una hermosa particularidad del viento es que aumentando su grado de violencia su cuerpo no crece nada a la visión. Actúa como un cristal absoluto y mágico que regula autónomamente la energía irradiada y de ahí se induce que su poder podría pasar de cero al infinito, de la moderación o la brisa a la máxima destrucción o el huracán.

Casi cualquier fenómeno natural brota desde la nada pero el viento dobla este origen con su desarrollo intáctil. No hay nada que ver o palpar ni antes ni después. El viento pasa como una secuencia precedida y seguida por escenas de una cinta cuyo argumento es siempre el mismo y su única variable la intensidad. Se hace sentir más o menos como el volumen graduado de un dial y su emisión carece de sonido propio. Su sonido no existe y se oye sólo mediante la resistencia que le opone el laberinto del mundo. Del roce con el entorno obtiene su identidad: ulula o azota, silba, resbala o arrasa. Los elementos contra los que el viento topa se nominan a partir de su canto o su queja. El bulto de los árboles, la liturgia de los bosques,  el carácter de una calle o de una ciudad, se revelan a través de la variable energía que bate sus cuerpos.

El viento acaricia o fustiga y, en cada acción, obtiene yescas de la personalidad de las construcciones o los animales. Para  fugarse se agradece la amable colaboración del viento que empuja pero también para hacerse presente será un impagable regalo el énfasis del vendaval.

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22 de marzo de 2007
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RELOJ III

Hay personas que de  los coches sólo les interesa que les puedan llevar de un sitio a otro. A unos  zapatos los eligen sólo porque son más cómodos y, en cuanto a los relojes lo único importante que les exigen consiste en que  señalen bien la hora.

Estos seres de carácter instrumentalista y PRÁCTICO  son lo opuesto al ciudadano evolucionado en cuya condición la estética forma parte de su composición sustantiva. Los “prácticos” son simples, mezquinos o vetustos.

Los que hacen predominar el absoluto de la función sobre el papel del significante no pertenecen todavía a la cultura general del consumo y, en consecuencia, se han quedado desfasados cuando no perdidos. El tiempo les ha pasado por encima sin impregnarlos de actualidad y vitalidad.

Se trata de gente que, en general, observa la contemporaneidad con enorme desdén y presume de no entender lo que ocurre, puesto que en este caso creen que la ignorancia los prestigia y les muestra con criterios tan independientes. Y firmes.

Pero toda firmeza resulta hoy demasiado indigestible. El rigor aboca enseguida a lo más grotesco y la seriedad –contra la superficialidad o el juego- empuja hacia el borde del peor anacronismo.

El ejercicio de lo que este grupo mental llamaría “frivolidad” hilvana el patrón de nuestro tiempo. No ser superficial, trivial o frívolo hoy es igual a  haber perdido el tren de la historia. Nuestro tiempo tiende a ser tan fugaz como liviano, tan significante como insignificante. La búsqueda de la utilidad del objeto –y su persistencia y su trascendencia y su herencia- fue una característica del universo burgués del siglo XIX pero hoy su figura espanta. Espanta tanto como las ideas que perviven en brazos de sus descendientes instrumentalistas, ideas que se mecen como cadáveres, aparecen como adefesios y se prolongan como zombies.

El reloj personal no sirve hoy para saber la hora. Su función es lo de menos o es próxima a cero. Hay tantos relojes por todas partes y a cualquier hora que su servicio es superfluo. El reloj marca pero no ya la hora sino la honra: estética, caracterológica, comunicacional, sexual, lúdica o irónica. Quien tenga reloj que entienda o que se amortaje para siempre.

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20 de marzo de 2007
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DEL RELOJ II

En el principio, fue el reloj de sol. Dios era el supremo relojero y, además de ello, quien nos marcaba la hora. El cosmos funcionaba como el corazón del reloj y el reloj encarnaba al corazón mecánico del cosmos.

Después las torres de la iglesia o del cabildo portaron el reloj de la comunidad. El vecindario se guiaba por los sones que ordenaban las campanas de instituciones públicas y sagradas.

El reloj fue así, a la vez, comunitario e institucional, signo de dominio y de gloria absoluta. Justamente, el paso al reloj de bolsillo coincide con el fin del antiguo régimen y la instauración individualista. Cada cual transporta su hora como un ajuar.

En punto o no. ¿Lleva usted hora? ¿Tiene usted hora? ¿Me da la hora? El tiempo se privatiza y se anuda al pulso humano, duplica la cadencia de la sangre como una segunda contabilidad de la existencia.

Un fluido propio y natural discurre bajo el discurrir de las manecillas adquiridas como objeto.

La hora está en nosotros, es de nuestra propiedad, a la vez que se observa en los aparatos municipales. El uno se afirma frente a la totalidad.

La autoridad marca las pautas que deben seguirse pero leemos su cronometría en nuestra esfera liberada de su reino.

Poseer un reloj fue hasta hace medio siglo equivalente a introducirse en la edad de la razón. Se hacía la primera comunión y se recibía el regalo de un reloj, la máquina más racional del mundo.

Aquella comunión religiosa se emparentaba con la comunión civil y sus razones, puesto que recibir el reloj simbolizaba ingresar en la regla y asumirla. La hora pegada al cuerpo. El tiempo pegado a la piel, la seña del sentido marcada en la muñeca.

¿Cómo los presidiarios? ¿Cómo en los campos de concentración? El reloj de pulsera nos ata y nos libera. Nos hace partícipes como ciudadanos de su tiempo y nos libera en cuanto amos inmediatos de una información que en el pasado regulaba exclusivamente Dios o el Tirano, la jerarquía y la misma fe, puesto que el reloj del pueblo suponía hacer creer en la hora que dictaba el ayuntamiento o la parroquia.

Con el reloj personal el tiempo se democratiza, finge relativizarse y perder carácter institucional: emigra desde la arquitectura gubernamental a la anatomía, desde la piedra a la carne, desde la devoción a la manipulación, desde el ámbito universal hasta el círculo de su íntima presencia.

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19 de marzo de 2007
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DEL RELOJ

El reloj es la joya del hombre, dicen las revistas masculinas. Se trata, no obstante, de mucho más.

Toda la indumentaria, la pinta, la mente y el espíritu se ponen en cuestión mediante el reloj. Quien no tiene presente la formidable elocuencia de un reloj carece de sentidos, de vista y oído. Quien no atiende a representarse tácitamente con esta insignia se entrega a una mala interpretación segura. No importa que el otro contemple el reloj de pulsera sin código preestablecido, el ánimo se dispone de una u otra forma a partir de ese ojo que mira y se deja observar, que ocupa tan poco espacio como un pequeño foco y resulta tan profundo como una lente enfocada hacia el interior. Quien no cuida de los detalles sucumbe a su extremo poder. Lo mismo valdría decir de las corbatas o los zapatos, de los cinturones o de los calcetines. No se trata exclusivamente de saber vestir sino de saber ser y presentarse de forma acorde. Como el tipo de habla, los objetos poseen su  lenguaje esencial y su efecto, además. Se multiplican cuando aparecen incorporados al sujeto, sujetos a él y sujetos de él.

Todos los complementos y prendas, empezando por la ropa interior, parlotean descaradamente sobre su dueño. Su amo las lleva pero incluso puede decirse que las crea. Las elige o las admite y en ambos movimientos comprometen su identidad. Y su estima.

Todavía quedan muchos hombres que se dejan vestir por sus esposas. No hay más que decir. He aquí un ejemplo superior de lo indecible.

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16 de marzo de 2007
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PRESTIGIO DEL ENFERMO

En el encantado espacio de La montaña mágica, la enfermedad es como una patria. La patria allí de los elegidos por el beso de la tuberculosis cuyos síntomas, lejos de inducir asco, brillan como indicios de distinción. Cualquiera llegado hasta el sanatorio de Davos, como Hans Cartop, será  absorbido por la fascinación de esa esfera de pacientes que componen un mundo elevado sobre la colectividad.

La enfermedad ha conferido tanto prestigio que prácticamente todos los genios han venido aludiendo a su etapa de postración como la base de su formación intelectual y  artística. Poetas o novelistas que se introdujeron en la literatura gracias a un mal del aparato respiratorio, pintores e inventores que atravesaron una etapa de enajenación hasta renacer con ella a una lucidez desaforada.

La soberanía de la mente se forjaba en la cama y el trastorno del conocimiento capaz de movilizar al mundo se potenciaba en la parálisis del hospital. Los enfermos inspiraban respeto desde la Edad Media cuando el doliente se ganaba, a ojos vista, la recompensa equilibradora del cielo. La fama del enfermo se potenció en el romanticismo -siempre en trance de volver-  oponiéndose a la presunta simpleza de la persona demasiado sana. Un cuerpo repleto de salud no ofrece lugar para la sabiduría: salud y sabiduría se oponen como dos netas opciones del ser.

Sin embargo, los miles de enfermos del mundo ¿en qué cosecha de progreso se ven reflejados? Los lugares de la pandemia o la epidemia, ¿qué obras de arte crean y propagan?

En un enérgico gesto de la Historia la salud ocupa hoy un lugar central. Ni para bien ni para mal del espíritu, sólo para empezar a ponderar la posibilidad de producir.

El cuerpo y su fábrica, la salud y su productividad, han sustituido a la magia de la espiritualidad y el fruto del milagro. El sujeto sano es el eje de la cultura o la ciencia. El sujeto enfermo es la desviación, la culpa, la irresponsabilidad, el deterioro, la decadencia.

Todavía en la juventud de los años sesenta y setenta se mantuvo la infatuación del artista enfermo mientras ahora casi cualquier revés en el organismo se traduce en una sospecha sobre la capacidad profesional del interfecto. Sobre la calidad y el valor del artefacto.

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15 de marzo de 2007
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LA MALDITA DGT

En su presunto celo por reducir los accidentes, la Dirección General de Tráfico ha pasado de ser un organismo benefactor a una suerte de temible comisaría donde las graves conminaciones y avisos de crueles torturas se han convertido en el principal contenido de su lenguaje.

La publicidad de esta Dirección General hace entender que la máxima preocupación del gobierno no consiste tanto en reducir las víctimas de la carretera como mejorar las estadísticas oficiales puesto que en el aparatoso paroxismo de sus advertencias se trasluce menos el interés humano que la eficiencia policial y electorera.

Pero, por si faltaba poco, ahora sale en la televisión un par de individuos de incalificable catadura, que abroncan al espectador desde el fondo de una profunda mazmorra y en presumible actitud de capitanear una banda de forajidos que terminarán con nosotros de no atarnos enseguida el cinturón o rebajar de inmediato la velocidad del coche.

Nunca una idea con propósitos humanitarios presentó una imagen tan adversa. El mal humor, el agrio carácter, la angustiosa presencia de la DGT en textos e imágenes ha creado una directa asociación entre muerte y viaje, entre el automóvil y el horror. ¿Es esto lo que se pretendía? ¿Propagar sensaciones tenebrosas, sentimientos de culpabilidad, miedo al volante y al viaje? Probablemente no. Pero cuando falta imaginación e inteligencia triunfa la rudeza, el griterío y el garrotazo.

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14 de marzo de 2007
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El Boomeran(g)
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