Vicente Verdú
De jóvenes e incluso de niños los hermanos presumíamos de dolor de cabeza puesto que mi padre al que admirábamos sin condiciones los padecía con terrible aparatosidad. Después, con el tiempo, solamente mi hermana ha continuado con este honor junto a un extenso ajuar de dichos, anécdotas, muebles y recuerdos que en los demás se han disuelto con los hijos, los matrimonios y las cosas de la profesión. Que le duela a uno de nosotros la cabeza, no tratándose de mi hermana, es ahora señal de adversidad y de general sospecha. No se comunicará este dolor si puede ocultarse de algún modo, porque su presencia indica que algo en la familia o en la economía marcha acaso mal.
La benéfica normalidad se asimila a no padecer jaqueca alguna y su valor ha desaparecido casi por completo y claramente desde que mi padre no la ejemplarizara y sus atenciones muy ritualizadas fueran pasando desde lo sagrado a la comicidad.
Con todo el dolor de cabeza mantiene su prestigio ancestral. La cabeza duele y podría esperarse que se tratara del mayor de los peligros, pero el caso es que aún sufriendo espantosamente el acoso se desvanece relativamente pronto y el cerebro con sus sesos afectados se reordenan enseguida como hemos aprendido que sucede en las averías del ordenador. Cabría suponer que la víctima de las jaquecas supremas, tal como mi padre, nunca podrían recuperar la totalidad de sus facultades y menos cuando a un asalto seguía pronto otro y así durante toda la vida. Más curioso resultaba aún que demostrara siempre una alta lucidez a pesar de los embotamientos a que debía hacer frente. Y también un invariable y agudo sentido del humor, aparte de su inteligencia como de níquel. ¿Bruñía y perfeccionaba sus sentidos la acción del dolor? ¿Fueron las jaquecas como trepanaciones que sanearan su mente de impurezas? Algo de todo esto intervino en el orgullo de haber heredado, más o menos realmente, su propensión. La vulnerabilidad significaba no una debilidad sino confirmarse como objeto preferido de un martirio divino que no cesaba de presentarse para aumentar la perfección. El mundo de la religión nos conformaba desde la cuna a la sepultura y desde la sevicia a la redención. He aquí el pasado y compacto código del bien y el mal, la salud y el pecado mortal.