Marcelo Figueras
Hace unos días me pidieron una lista de mis diez libros favoritos. La hice sin dudar demasiado, en estos casos las primeras cosas que vienen a la mente son las que valen. Había en la lista algunas cosas obvias (Shakesperare, Dickens, Melville, la Biblia), otras con vocación un tanto marginal (el Corto Maltés de Hugo Pratt, Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons) y algún clásico de esos que, a esta altura, parece que he leido sólo yo, como Le Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory. Cuando terminé me di cuenta que había anotado un único libro de autor argentino. Era Operación masacre, de Rodolfo Walsh. Me sorprendió mi propia elección, no porque no fuese consciente de cuánto me gusta ese libro, sino porque sin vacilar lo preferí a cualquier libro de Borges, de Cortázar, de Arlt. Si tuviese que entablar una discusión defendiendo esta primacía de Operación masacre por encima de Ficciones, Las armas secretas y Los siete locos me las vería negras, pero hay un aspecto en que mi elección se tornaría indiscutible: el libro de Walsh significa para mí algo distinto de los demás.
Ayer se cumplieron 30 años exactos del asesinato de Rodolfo Walsh. Para conmemorar la fecha, el suplemento cultural del diario Página 12, llamado Radar, le dedicó su edición completa. Allí se mezclaron los recuerdos (en el texto de su mujer Lilia Ferreyra, en las confesiones de Osvaldo Bayer, de Daniel Divinsky y Andrew Graham-Yooll) y las valoraciones de su obra y de su vida, en artículos de Guillermo Saccomanno, Rodrigo Fresán, Alan Pauls, María Moreno y muchos más. El suplemento entero vale la pena, es fácil consultarlo: www.pagina12.com.ar. Si tuviese que elegir las cosas que se me quedaron en la cabeza durante el domingo todo, procedería con la misma ligereza que empleé para elegir mis libros favoritos; de lo contrario, temo que escribiría un libro antes que un texto para este blog.
Me quedo con las palabras de Lilia, contando que Walsh se quedó con las ganas de plantar una doble hilera de álamos plateados a la entrada de su casa en San Vicente, porque cuando el viento mueve las hojas, “suenan como lluvia fina”. Sigo con Lilia, cuando recuerda que Walsh encontró su vocación de narrador contando cada noche un capítulo de Los miserables, de Victor Hugo, a sus compañeros del internado para niños. Me pregunto al igual que Fresán cómo novelizar a Walsh. (Ah, cómo me gustaría escribir ese libro…) Comparto la visión de Pauls según la cual Walsh, antes que denunciante o mártir, fue “alguien poseído por el mandato de decir, alguien para quien decir no es una elección, ni un oficio, ni un lujo, sino una necesidad compulsiva”. Hay un eco profético en esa decisión de Walsh de escribir Operación masacre, la historia de los fusilamientos de José León Suárez con que el gobierno militar quiso reprimir un alzamiento popular, después de que alguien le susurrase la frase: “Hay un fusilado que vive”. Esto es: alguien a quien se supone muerto por definición, un fusilado que a pesar de su condición de tal tiene todavía algo que decir desde el otro lado al que las balas lo mandaron –aunque no lo hayan mandado del todo.
Eso es lo que yo mismo siento respecto de Walsh: que a diferencia de muchos otros autores consagrados, todavía tiene algo que decirme desde el otro lado. Y que el sitio desde el que me lo dice son sus libros, sus cartas, sus traducciones, sus artículos, su diario personal. (Saccomanno tiene razón al reclamar una edición completa de los textos de Walsh.) Vuelvo a Lilia para mencionar las dos cosas que se había propuesto hacer el 24 de marzo de 1977, esto es el día de las vísperas de su muerte: terminar el cuento Juan que iba por el río y difundir –lo cual implicaba otra forma de poner punto final- su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Se me hace que, más allá de las dudas que en vida le produjo el corsé del escritor, una categoría que temía burguesa y por lo tanto anquilosada, los hechos de sus últimas horas sugieren que había reivindicado su condición de tal (el título mismo de la carta abierta lo define), y que por eso dedicó el tiempo que le quedaba a poner a punto dos textos. Debe haber entendido que esas páginas lo representarían de allí en más mejor que mil interpretaciones. (Al menos sus enemigos lo entendieron así, porque se preocuparon de secuestrar todos los papeles que encontraron en su casa.) Y quizás haya vislumbrado también –deseo que así sea, porque significaría una esperanza abierta a todos los que venimos detrás- que la condición burguesa del escritor, aunque triste y verdadera y por ende escandalosa, no era la única. Esto es, que se podía ser escritor a la manera burguesa pero también de otra forma, de una manera que no pudo definir entonces con su precisión característica porque le faltaba el dato crucial, pero que nosotros podemos porque sí lo tenemos: decimos que se puede ser un escritor a la usanza corriente, o se puede ser un escritor a la manera de Walsh.
Me quedo, por último, con otra lista: un inventario de las cosas que Walsh quería según anotó en su diario en 1972, y que Lilia reprodujo ayer. La suscribo hasta en su ausencia de puntos y comas, signos que marcan separaciones que no deberían existir entre las cosas que uno ama: “Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros”.