Vicente Verdú
En el principio, fue el reloj de sol. Dios era el supremo relojero y, además de ello, quien nos marcaba la hora. El cosmos funcionaba como el corazón del reloj y el reloj encarnaba al corazón mecánico del cosmos.
Después las torres de la iglesia o del cabildo portaron el reloj de la comunidad. El vecindario se guiaba por los sones que ordenaban las campanas de instituciones públicas y sagradas.
El reloj fue así, a la vez, comunitario e institucional, signo de dominio y de gloria absoluta. Justamente, el paso al reloj de bolsillo coincide con el fin del antiguo régimen y la instauración individualista. Cada cual transporta su hora como un ajuar.
En punto o no. ¿Lleva usted hora? ¿Tiene usted hora? ¿Me da la hora? El tiempo se privatiza y se anuda al pulso humano, duplica la cadencia de la sangre como una segunda contabilidad de la existencia.
Un fluido propio y natural discurre bajo el discurrir de las manecillas adquiridas como objeto.
La hora está en nosotros, es de nuestra propiedad, a la vez que se observa en los aparatos municipales. El uno se afirma frente a la totalidad.
La autoridad marca las pautas que deben seguirse pero leemos su cronometría en nuestra esfera liberada de su reino.
Poseer un reloj fue hasta hace medio siglo equivalente a introducirse en la edad de la razón. Se hacía la primera comunión y se recibía el regalo de un reloj, la máquina más racional del mundo.
Aquella comunión religiosa se emparentaba con la comunión civil y sus razones, puesto que recibir el reloj simbolizaba ingresar en la regla y asumirla. La hora pegada al cuerpo. El tiempo pegado a la piel, la seña del sentido marcada en la muñeca.
¿Cómo los presidiarios? ¿Cómo en los campos de concentración? El reloj de pulsera nos ata y nos libera. Nos hace partícipes como ciudadanos de su tiempo y nos libera en cuanto amos inmediatos de una información que en el pasado regulaba exclusivamente Dios o el Tirano, la jerarquía y la misma fe, puesto que el reloj del pueblo suponía hacer creer en la hora que dictaba el ayuntamiento o la parroquia.
Con el reloj personal el tiempo se democratiza, finge relativizarse y perder carácter institucional: emigra desde la arquitectura gubernamental a la anatomía, desde la piedra a la carne, desde la devoción a la manipulación, desde el ámbito universal hasta el círculo de su íntima presencia.